"No he de callar, por más que con el dedo,
ya tocando la boca, o ya la frente,
silencio avises, o amenaces miedo".
Francisco de Quevedo
Acepto que en los últimos meses, cada vez que pongo un pie fuera de casa, me entrego a la práctica de
un deporte singular: la provocación. Lo soy, ando por ahí de aguafiestas a cada rato, amargando a babor y
estribor, y como todo hecho adictivo es algo que ya no puedo dominar, y me rebasa. Se trata de un juego
perverso. No hay reglas y ni siquiera definición clara de los contrarios. Debe anotarse que una de sus
características es que el rival no siempre se entera de que participa, e incluso lo más probable es que no
tenga ánimos de hacerlo.
El de la provocación es uno los deportes urbanos considerados de alto riesgo, en el que no sólo se
permite ingerir bebidas embriagantes, sino que a decir verdad de ello depende buena parte de su éxito. La
partida comienza cuando alguien —por lo regular uno mismo— se ubica en medio de una charla más o menos
armoniosa, más o menos monótona —el consenso es una palabra que se inventó para definir conversaciones
aburridas— y lanza a los cuatro vientos una frase o una idea demoledora, contumaz, antítesis de los
matices, enemiga de la banalidad y de la moda, generalmente imprecisa e injusta, pero eficaz al momento de
quebrantar el orden de una reunión secuestrada por la corrección política, o en una charla en donde la
estupidez no da tregua, o la pedantería enseñorea.
Si no deporte, el de la provocación podría ser un arte. La poética que postula no admite simulacros.
Debe, por sistema, ir a contrapelo de las concesiones y los titubeos declarativos, combate la tibieza,
hostiga a los pusilánimes, se opone a las sonrisas estiradas y al apapacho falso de la unanimidad. El
provocador, como el amoroso de Sabines, sabe que está solo y solo se va penetrando a sí mismo sobre la
tierra. Reducido a su condición de incomprendido y marginal, normalmente se inmola, no en un fuego
beatificador, sino en su propia incontinencia verbal. Es a las conversaciones de salón lo que los
surrealistas a la poesía de vanguardia: todo lo arriesga, lo formal y él son antagónicos; privilegia la
lealtad a una buena frase que a un contertulio; entre contener un comentario virulento o estamparlo en el
vecino, a riesgo de lastimar orgullos o hundir reputaciones, opta regularmente por lo segundo y es, por lo
tanto, más amigo de sus ocurrencias que de sus amigos. El francotirador mendaz se ampara en su falta de
sentido común que justifica a destiempo: "Te lo juro, nunca imaginé que se podría molestar".
Como provocador profesional, hace con la inteligencia lo que el toro con su fuerza bruta: la desperdicia en
el ruedo, la desparrama como sangre culpígena en la arena de sus desenfrenos, y siempre termina
arrepentido.
Uno de los atributos fundamentales de este deporte es que se puede jugar en toda clase de canchas, esto
es, en diversos estratos sociales, culturales o políticos. Es dable, por ejemplo, acudir a la reunión de
un viejo grupo de amigos que se conocen desde la preparatoria, y que con el tiempo fueron desarrollando una
suerte de conservadurismo congénito que hoy le resulta a uno insoportable, para elegirlos entonces como
escenario de la próxima partida.
Se saluda, se bebe con tenacidad y en silencio por espacio de dos horas, mientras los demás conversan
con toda naturalidad del bautizo de los niños, la primera comunión de la mayor, o el tema más socorrido
del verano: la aparición milagrosa del emblema guadalupano en sitios insospechados: el túnel del Metro, la
corteza de un sauce llorón en Irapuato, o entre el cochambre de la estufa en la cocina de una anciana
parapléjica del barrio de la Merced.
Al punto de la medianoche, y ante la irremediable monotonía de la conversación, llega el momento de
intervenir para darle inicio a la justa. Es tiempo entonces de depositar el vaso sobre la mesa de centro,
prender un cigarro y arrancar.
"Tengo una amiga", les digo, "que asegura haber sido bendecida en su hogar por una de esas
apariciones de la virgen. Se trata de una reputada matemática a la que, sin embargo, a veces le fallan las
cuentas más elementales. Hace un par de semanas me contó que se fue a la cama con un tipo que conoció esa
misma noche. Durmieron sin ropa, enlazados, sudorosos y satisfechos hasta que, poco antes del amanecer, una
sensación húmeda y viscosa que les corría por la entrepierna los despertó. Mi amiga, como podrán
imaginarse, había arribado puntual al cenit del ciclo de los 28 días. Las sábanas quedaron grotesca y
extraordinariamente batidas. De modo que abandonaron el lecho, se metieron juntos a la regadera para lavar
aquel magma intruso, y al salir de la ducha descubrieron con sorpresa y devoción que una imagen vívida de
la virgen del Tepeyac había surgido de entre las manchas hemáticas de la sábana. La Virgen de Regla, le
bautizó, argumentando que si ya hubo en el virreinato un Conde de Regla por qué no podría haber una
aparición mariana con el mismo apelativo. Como sea, yo no le creo, y mucho menos cuando me aseguró que
aquel tipo se llamaba Juan Diego y que ése mismo día huyó sin dejar rastro con todo y sábana, que ya
para entonces no debía llamarse así, sino manto
, porque mi amiga, aunque no lo crean, es una devota guadalupana".
No es difícil imaginar la reacción que provoqué entre los asistentes a un departamento de la colonia
del Valle, decorado con muebles rústicos y jarrones de talavera falsa. Algunos se levantaron de un salto y
enfilaron rumbo a la cocina como dispuestos a no seguir oyendo aquella historia. Otra mujer se apretaba
aterida a la mano de su marido mientras él me veía como quien ve a un monstruo. En vano citarles el famoso
discurso del padre Mier a propósito del mito guadalupano, y que le costó tres décadas de exilio; mucho
menos el hallazgo irrefutable del maestro O’Gorman que documenta el origen de la impostura en las
postrimerías del siglo XVI. Nada ya podía consolar aquellos rostros afectados mirándome con náusea,
mientras yo me llevaba a la boca un canapé de queso philadelphia, y sorbía con fruición de mi vaso de
vodka tonic.
Hay veces que un provocador logra con sus comentarios darle un giro vital a la convivencia en turno. Se
pone como ejemplo de franqueza —o de cinismo, que es la honestidad magnificada por la lupa censora de la
moral—, y más tarde su transparencia desencadena confesiones aun más trepidantes y desgarradoras que las
propias. Es el caso, por ejemplo, de cierta ocasión en la que confesé en público mi obsesión por el
pubis de Sharon Stone en la escena más famosa de la película Basic instincts
, así como por las minifaldas y las piernas de la señorita Cometa, una serie infantil de la televisión
japonesa, que apetecí desde mi más temprana mocedad. Al principio nadie pareció hacerme caso y por un
momento la charla enfiló por otro rumbo, pero quince minutos después la sala se llenó de confesiones aun
más rudas que la mía; un tipo admitió que en la secundaria coleccionaba fotos de Isela Vega en cueros y
que simultáneamente se enamoró de Miguel Bosé; otro, sin importarle la presencia de su esposa, recordó
su primera puñeta bajo el influjo lúbrico de la más célebre foto de Marilyn Monroe durante su visita a
México, que venía a cuento por su parecido con mi propia fantasía masturbatoria. La mujer de aquel tipo
abandonó la sesión, y poco tiempo después supe que aquello fue el principio de un divorcio trágico.
Una frase precisa, un comentario punzante que impacta en la línea de flotación del ego o la perversidad
de los comensales, puede incitar una plática rijosa que a su vez provoque la ingestión acelerada de
bebidas. Media hora después, la borrachera debilita los argumentos y las ideologías, y el provocador
terminará ganando la aceptación e incluso el cariño de sus acompañantes por la acertada conducción de
las emociones colectivas. Es el mejor momento para poner música tropical y aferrarse a las cadenas de la
esposa de un desconocido. No faltará la mujer que guardó silencio toda la noche y que por fin vence su
timidez para confesarme al oído mientras bailamos la tercera pieza: "...aquí entre nos, creo que
tienes toda la razón, mi marido es de los que sienten más atracción por las piernas de Hugo Sánchez que
por las mías". Si al terminar de bailar esa mujer me desliza discretamente en mi bolsillo su teléfono
y dirección, puedo decir que triunfé, que le di la vuelta al ruedo y corté orejas.
En otra ocasión, ante un público de universitarios ampulosos que ya me habían fastidiado luego de una
cena en la que no pararon de hablar sobre coloquios, revistas especializadas y exámenes profesionales, me
vi en la necesidad de adoptar, una vez más, mi traje de provocador. Yo, que esa noche me encontraba
especialmente sobrio y había procurado guardar silencio y cordura por amor a una filóloga a la que
acompañaba por primera vez en el convite, tuve que intervenir cuando escuché la voz engolada de un
imbécil que me preguntó en dónde había realizado mi doctorado, como si el hecho de compartir la mesa nos
obligara a ser colegas y a compartir las mismas credenciales académicas. En ningún sitio, le respondí con
un flematismo insuperable, yo soy el encargado de la fotocopiadora en una papelería que está frente a la
universidad, lo que provocó que el resto de las conversaciones de la sobremesa se detuvieran de golpe, y
todas las miradas recayeran sobre el inopinado comensal.
¿Y no te parece un trabajo monótono? Se atrevió a comentar aquel insolente, a lo que debí responder
que de ninguna manera, pues siempre sacaba una copia distinta. La reunión enmudeció en ese momento, y
aprovechando la confusión diserté por más de quince minutos sobre las bondades y los retos del
fotocopiado. Hablé de mi pasión por las reducciones y los acetatos, de los distintos tipos de tinta y de
papel y de la diversidad de máquinas que se pueden conseguir en el mercado, siendo las japonesas y las
alemanas las más confiables, hasta que todos los presentes debieron rendirse a la evidencia de la dignidad
y de la importancia del oficio de fotocopiar, menos la filóloga que me retiró su amistad y me borró de su
agenda.
Hay veces, en efecto, que el provocador pierde. De un momento a otro lo marginan de la reunión, y decide
despedirse cuando ha pedido el siguiente vodka, y lo que recibe es una taza de café muy cargado; cuando
descubre a su anfitriona escondiendo las botellas en el armario, o bien cuando un tipo musculoso le da a
elegir entre guardar silencio o recibir una paliza. En ese momento, el provocador se retira indignado, pues
se sabe sobrio y simpático, y no puede entender que se haya convertido en un ser despreciable. Cuando esto
llega a ocurrir, al cruzar la puerta para regresar a casa, finalmente le toma por asalto una convicción:
"Es cierto, el inadaptado soy yo".