El viejo se murió sin los santos óleos, vociferando como un loco, hasta que en medio de un
"¡Cabronas!", su voz se quebró de súbito, y todos supimos que se había muerto. Yo entonces
volví a ver a su mujer, porque sólo eso se me ocurrió, y la vi aliviada. La angustia le había marcado
líneas en el rostro, y esas líneas se suavizaron hasta que su cara fue como de piedra. Y no hubo una sola
lágrima. Como el rey David, dijeron las vecinas, cuando hablaron del asunto. Porque ya no tenía sentido
llorar.
El viejo había gritado por horas, y nadie había podido traer un sacerdote a la casa, porque juraba que
lo recibiría de un plomazo. Decía que no se moría. Si tenía apenas setenta, y nuestro padre había
llegado a los cien. Cuando se levantara, veríamos todos de lo que era capaz. Pero sobre todo las hijas y la
mujer, porque lo querían muerto. Ellas le pagarían sus brujerías.
Y ahora por fin se había muerto, sin necesidad de darle más vueltas al asunto. La poca plata que tenía
prensada bajo el colchón sirvió para el traje y el entierro. Fue un lunes, con poca gente. Y el martes en
la noche vinieron a mi casa las muchachas, cada una con un saco de manta en la mano.
—Él no se moría —me dijo la mayor, cuarenta años, de luto, con la boca amarga—. Eran días y
días y no se moría. Maldecía a mamá y a nosotras, y como no nos alcanzaba nos decía que iba a volver
del infierno a matarnos con un leño.
—Y ese día —la interrumpió la menor, treinta años, ojos brillantes, valor de hija menor—, el
domingo, estuvo un rato asustado. Me preguntó a mí, que lo cambié, que quién estaba en el rincón del
cuarto. El rincón del ropero. Y ahí no había nadie. Luego casi lloraba y me decía que le dijera que se
fuera. Pero, tío, no había nadie.
—Luego estuvo más tranquilo —continuó la mayor—, pero fue peor. Se reía solo, y volvió a
maldecir y a gritar. Y así se murió. Usted estaba cuando se murió. Olía feo. Nosotros lavábamos y
limpiábamos y desinfectábamos todo, y al momento olía feo... como si ya se estuviera pudriendo.
—¿Y usted sabe quién estaba en el cuarto? ¿Con quién se reía? —a la menor los ojos le ardían
como antorchas, y temblaba, y sonreía—. Con el diablo. Con el diablo que lo había venido a recibir, por
ser tan buen siervo suyo. Porque le hizo muchos favores, usted lo sabe... ese viejo sátiro. Y si él dijo
que vuelve, vuelve. Nos va a venir a matar, con la venia del diablo. Nos va a llevar con él, porque no nos
quiere dejar en paz ni ahora. Él tenía mucha plata, usted sabe. Nosotras no la encontramos por ninguna
parte. Y ese viejo... ese desgraciado va a volver como las candelillas, a velar la plata, a cuidarla y a
enseñársela a alguien. Y de paso nos va a matar a nosotras.
Yo fui con ellas al cementerio, a ver si la tumba seguía cerrada. Fui con ellas, porque eran dos mujeres
buenas, que habían vivido demasiado tiempo encerradas y maltratadas. Que creyeran lo que quisieran. Fuimos
al cementerio.
Estaba vacío, y la tumba con tierra fresca, revuelta y cerrada. Lloraron ambas en ese, el único lugar
en que podían, pero no dejaron que sus lágrimas cayeran sobre la tumba. Y nos vinimos como en una hora.
A mí me parecía mal que su odio fuera tan grande que no aceptara la muerte como el final. Eran dos
mujeres maduras, ignorantes, que no conocían de nada que no fuera trabajo sin pago y amarguras de soltería
obligada. A nada le temían más que a su padre muerto, y sin embargo estaban ahí, según ellas, listas
para enfrentarlo por si trataba de volver. Ahora que ya no estaban, como antes, obligadas con él por el
mandamiento, por la madre maltratada, eran valientes y tenían la firme convicción de no dejarlo volver a
sus vidas. Era sólo el mísero ser humano que les había envenenado, desde la niñez hasta el domingo, el
aire.
Fuimos otras veces al cementerio. Siempre las dos de luto, calladas y con el saco de manta en la mano.
Pero la tumba siempre estuvo cerrada, con pasto y hasta flores, que la menor arrancaba con furia. Luego ya
no fuimos tanto. Todos nos acostumbramos, tal vez, a lo que ahora era. La mayor se casó con su novio
contrabandeado de hace veinte años, y se llevó a la madre a una nueva casa. La menor se casó también, y
como su esposo tenía dinero, hizo que botaran la casa vieja para construirle encima una nueva.
Habían pasado dos años, y fue ese día, el que empezaron a construir la nueva casa, que volví a ver a
la menor. A ella sola, de luto aún, bonita y rejuvenecida, pero con sus ojos enfermos y ardientes de
siempre. Traía colgado del brazo el saco de manta, y en la mano un zapato.
—Con este lo enterramos —me dijo—. Usted fue a comprarlos con mamá. Le costaron veinte colones. Yo
se los puse ese día. Y este estaba debajo del piso de la casa, lo encontraron los constructores. Había
también como un hueco que alguien había escarbado. Acabo de terminar de taparlo. Venga usted conmigo, por
favor. Vamos a ver esa tumba.
Fuimos. Seguía cerrada, descuidada. En cuanto ella la vio estuvo más tranquila. No dijo nada. Pero a la
semana siguiente volvió, los ojos desencajados.
Tenía los dos zapatos.
—Es por el río —me dijo—. Ya se mezcló con la tierra, y viene por el río. El río que pasa por
el cementerio, y por detrás de mi casa. Por ahí vinieron los zapatos. Él me los mandó para que yo sepa,
porque yo se los puse. ¡Él viene, tío, él viene! Va a venir por mí, porque yo era la que más se
peleaba con él, la que defendía a mamá. Y en la casa vieja, donde están construyendo, ese hueco aparece
todas las noches, y yo lo tapo, y lo tapo, y al día siguiente está otra vez. Tal vez ya está afuera.
¿Usted cree que haya podido salir por ahí? Yo me quedo despierta toda la noche, viendo por las ventanas.
El piso suena, pero Javier dice que son las tablas viejas. Yo creo que es él, que está ahí afuera,
esperando a que yo salga. Es detrás de mí que anda, tío. Ayer las leñas amanecieron desordenadas. Javier
dice que las ratas, los perros... pero él decía que nos iba a matar con un leño. Yo los conté hoy. Y los
voy a contar mañana, porque si falta alguno... es porque él lo tiene.
Ella estaba viviendo todavía donde la suegra, y ahí todos le decían que estaba enferma. La gente ya
empezaba a decir que de verdad estaba loca, que Dios la había castigado porque nunca había ido a ver la
tumba del papá. Pero ella había ido muchas veces, conmigo, de noche. Esa vez volvimos a ir, y la tumba
estaba cerrada. Solo que ella sacó una cruz de oro y escarbó y la enterró en la tumba, y se persignó.
—Para que no se levante —me dijo, agarrándome del brazo para caminar—. Porque los muertos nada
tienen que hacer con los vivos. Él está donde debe estar, y nosotras también. ¡Que Dios no lo permita!
Bastante nos amargó ya la vida.
Otra vez me mandó a llamar a la casa, porque estaba tan enferma que no podía levantarse de la cama.
Parecía que su piel era transparente.
—Ayer vinieron mamá y mi hermana —me dijo—. No saben nada. Es solo por mí que viene, entonces.
Todos piensan que estoy loca, pero usted, tío, lo sabe todo, porque lo ha visto todo. Dígales usted, para
que no me dejen sola.
Y cuando se pasaron a la casa nueva, a vivir ellos solos, la muchacha me mandó a llamar otra vez.
—Ahora viene por las noches —me dijo con una calma extraña—. Se para en esa ventana, en esa. Y se
queda viéndome, aunque me mueva, se queda viéndome. Siempre que me despierto está ahí parado, en la
sombra, para que no le vea la cara. ¿Tiene cara? Pregúntele usted al padre, tío, si tiene cara. Él debe
saber. Y yo grito, y entonces se va, pero después vuelve. Y se queda parado ahí, viéndome, viéndome. No
entra porque está Javier, pero hoy él trabaja, y yo duermo sola. Por eso lo llamé, tío. Mire en ese
rincón, en el ropero viejo. Ahí está la cruceta del abuelito. Hágame el favor: llévesela al padre y
dígale que me la bendiga. Y me la viene a dejar. Porque hoy voy a estar sola, pero si viene lo voy a matar.
Si se puede morir otra vez, hoy se muere, tío. Le digo para que usted lo sepa.
Al otro día se había muerto. La encontró el marido, cuando volvió de la ronda a las cinco de la
mañana. Estaba en el piso, con la cruceta en la mano. Luego la hija mayor hizo dinero y se fue, con la
mamá. Y yo las dejé irse sin más. La última noche había logrado abrir el hueco lo suficiente como para
desenterrar la bendita guaca, luego de tantos malditos intentos. Y de verdad que eso era lo único que yo
quería. Cierto que él era mi hermano, y que me dejó a mí su plata, recomendándome que lo vengara; pero
tengo que reconocer que, lo mismo que hay novias feas, hay muertos malos. Ni siquiera de mí merecía un
mejor trato.