Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 108
17 de mayo de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Muertos malos
Gaby Solano

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El viejo se murió sin los santos óleos, vociferando como un loco, hasta que en medio de un "¡Cabronas!", su voz se quebró de súbito, y todos supimos que se había muerto. Yo entonces volví a ver a su mujer, porque sólo eso se me ocurrió, y la vi aliviada. La angustia le había marcado líneas en el rostro, y esas líneas se suavizaron hasta que su cara fue como de piedra. Y no hubo una sola lágrima. Como el rey David, dijeron las vecinas, cuando hablaron del asunto. Porque ya no tenía sentido llorar.

El viejo había gritado por horas, y nadie había podido traer un sacerdote a la casa, porque juraba que lo recibiría de un plomazo. Decía que no se moría. Si tenía apenas setenta, y nuestro padre había llegado a los cien. Cuando se levantara, veríamos todos de lo que era capaz. Pero sobre todo las hijas y la mujer, porque lo querían muerto. Ellas le pagarían sus brujerías.

Y ahora por fin se había muerto, sin necesidad de darle más vueltas al asunto. La poca plata que tenía prensada bajo el colchón sirvió para el traje y el entierro. Fue un lunes, con poca gente. Y el martes en la noche vinieron a mi casa las muchachas, cada una con un saco de manta en la mano.

—Él no se moría —me dijo la mayor, cuarenta años, de luto, con la boca amarga—. Eran días y días y no se moría. Maldecía a mamá y a nosotras, y como no nos alcanzaba nos decía que iba a volver del infierno a matarnos con un leño.

—Y ese día —la interrumpió la menor, treinta años, ojos brillantes, valor de hija menor—, el domingo, estuvo un rato asustado. Me preguntó a mí, que lo cambié, que quién estaba en el rincón del cuarto. El rincón del ropero. Y ahí no había nadie. Luego casi lloraba y me decía que le dijera que se fuera. Pero, tío, no había nadie.

—Luego estuvo más tranquilo —continuó la mayor—, pero fue peor. Se reía solo, y volvió a maldecir y a gritar. Y así se murió. Usted estaba cuando se murió. Olía feo. Nosotros lavábamos y limpiábamos y desinfectábamos todo, y al momento olía feo... como si ya se estuviera pudriendo.

—¿Y usted sabe quién estaba en el cuarto? ¿Con quién se reía? —a la menor los ojos le ardían como antorchas, y temblaba, y sonreía—. Con el diablo. Con el diablo que lo había venido a recibir, por ser tan buen siervo suyo. Porque le hizo muchos favores, usted lo sabe... ese viejo sátiro. Y si él dijo que vuelve, vuelve. Nos va a venir a matar, con la venia del diablo. Nos va a llevar con él, porque no nos quiere dejar en paz ni ahora. Él tenía mucha plata, usted sabe. Nosotras no la encontramos por ninguna parte. Y ese viejo... ese desgraciado va a volver como las candelillas, a velar la plata, a cuidarla y a enseñársela a alguien. Y de paso nos va a matar a nosotras.

Yo fui con ellas al cementerio, a ver si la tumba seguía cerrada. Fui con ellas, porque eran dos mujeres buenas, que habían vivido demasiado tiempo encerradas y maltratadas. Que creyeran lo que quisieran. Fuimos al cementerio.

Estaba vacío, y la tumba con tierra fresca, revuelta y cerrada. Lloraron ambas en ese, el único lugar en que podían, pero no dejaron que sus lágrimas cayeran sobre la tumba. Y nos vinimos como en una hora.

A mí me parecía mal que su odio fuera tan grande que no aceptara la muerte como el final. Eran dos mujeres maduras, ignorantes, que no conocían de nada que no fuera trabajo sin pago y amarguras de soltería obligada. A nada le temían más que a su padre muerto, y sin embargo estaban ahí, según ellas, listas para enfrentarlo por si trataba de volver. Ahora que ya no estaban, como antes, obligadas con él por el mandamiento, por la madre maltratada, eran valientes y tenían la firme convicción de no dejarlo volver a sus vidas. Era sólo el mísero ser humano que les había envenenado, desde la niñez hasta el domingo, el aire.

Fuimos otras veces al cementerio. Siempre las dos de luto, calladas y con el saco de manta en la mano. Pero la tumba siempre estuvo cerrada, con pasto y hasta flores, que la menor arrancaba con furia. Luego ya no fuimos tanto. Todos nos acostumbramos, tal vez, a lo que ahora era. La mayor se casó con su novio contrabandeado de hace veinte años, y se llevó a la madre a una nueva casa. La menor se casó también, y como su esposo tenía dinero, hizo que botaran la casa vieja para construirle encima una nueva.

Habían pasado dos años, y fue ese día, el que empezaron a construir la nueva casa, que volví a ver a la menor. A ella sola, de luto aún, bonita y rejuvenecida, pero con sus ojos enfermos y ardientes de siempre. Traía colgado del brazo el saco de manta, y en la mano un zapato.

—Con este lo enterramos —me dijo—. Usted fue a comprarlos con mamá. Le costaron veinte colones. Yo se los puse ese día. Y este estaba debajo del piso de la casa, lo encontraron los constructores. Había también como un hueco que alguien había escarbado. Acabo de terminar de taparlo. Venga usted conmigo, por favor. Vamos a ver esa tumba.

Fuimos. Seguía cerrada, descuidada. En cuanto ella la vio estuvo más tranquila. No dijo nada. Pero a la semana siguiente volvió, los ojos desencajados.

Tenía los dos zapatos.

—Es por el río —me dijo—. Ya se mezcló con la tierra, y viene por el río. El río que pasa por el cementerio, y por detrás de mi casa. Por ahí vinieron los zapatos. Él me los mandó para que yo sepa, porque yo se los puse. ¡Él viene, tío, él viene! Va a venir por mí, porque yo era la que más se peleaba con él, la que defendía a mamá. Y en la casa vieja, donde están construyendo, ese hueco aparece todas las noches, y yo lo tapo, y lo tapo, y al día siguiente está otra vez. Tal vez ya está afuera. ¿Usted cree que haya podido salir por ahí? Yo me quedo despierta toda la noche, viendo por las ventanas. El piso suena, pero Javier dice que son las tablas viejas. Yo creo que es él, que está ahí afuera, esperando a que yo salga. Es detrás de mí que anda, tío. Ayer las leñas amanecieron desordenadas. Javier dice que las ratas, los perros... pero él decía que nos iba a matar con un leño. Yo los conté hoy. Y los voy a contar mañana, porque si falta alguno... es porque él lo tiene.

Ella estaba viviendo todavía donde la suegra, y ahí todos le decían que estaba enferma. La gente ya empezaba a decir que de verdad estaba loca, que Dios la había castigado porque nunca había ido a ver la tumba del papá. Pero ella había ido muchas veces, conmigo, de noche. Esa vez volvimos a ir, y la tumba estaba cerrada. Solo que ella sacó una cruz de oro y escarbó y la enterró en la tumba, y se persignó.

—Para que no se levante —me dijo, agarrándome del brazo para caminar—. Porque los muertos nada tienen que hacer con los vivos. Él está donde debe estar, y nosotras también. ¡Que Dios no lo permita! Bastante nos amargó ya la vida.

Otra vez me mandó a llamar a la casa, porque estaba tan enferma que no podía levantarse de la cama. Parecía que su piel era transparente.

—Ayer vinieron mamá y mi hermana —me dijo—. No saben nada. Es solo por mí que viene, entonces. Todos piensan que estoy loca, pero usted, tío, lo sabe todo, porque lo ha visto todo. Dígales usted, para que no me dejen sola.

Y cuando se pasaron a la casa nueva, a vivir ellos solos, la muchacha me mandó a llamar otra vez.

—Ahora viene por las noches —me dijo con una calma extraña—. Se para en esa ventana, en esa. Y se queda viéndome, aunque me mueva, se queda viéndome. Siempre que me despierto está ahí parado, en la sombra, para que no le vea la cara. ¿Tiene cara? Pregúntele usted al padre, tío, si tiene cara. Él debe saber. Y yo grito, y entonces se va, pero después vuelve. Y se queda parado ahí, viéndome, viéndome. No entra porque está Javier, pero hoy él trabaja, y yo duermo sola. Por eso lo llamé, tío. Mire en ese rincón, en el ropero viejo. Ahí está la cruceta del abuelito. Hágame el favor: llévesela al padre y dígale que me la bendiga. Y me la viene a dejar. Porque hoy voy a estar sola, pero si viene lo voy a matar. Si se puede morir otra vez, hoy se muere, tío. Le digo para que usted lo sepa.

Al otro día se había muerto. La encontró el marido, cuando volvió de la ronda a las cinco de la mañana. Estaba en el piso, con la cruceta en la mano. Luego la hija mayor hizo dinero y se fue, con la mamá. Y yo las dejé irse sin más. La última noche había logrado abrir el hueco lo suficiente como para desenterrar la bendita guaca, luego de tantos malditos intentos. Y de verdad que eso era lo único que yo quería. Cierto que él era mi hermano, y que me dejó a mí su plata, recomendándome que lo vengara; pero tengo que reconocer que, lo mismo que hay novias feas, hay muertos malos. Ni siquiera de mí merecía un mejor trato.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 24 de mayo de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes