Letralia, Tierra de Letras
Año VIII • Nº 108
17 de mayo de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Dos relatos
Carlos Briones

Comparte este contenido con tus amigos

La muchacha del pulóver verde

La muchacha del pulóver verde cruzó el río Mapocho, corrió cinco cuadras, por lo menos, para enfrentar al tipo que le enviaba flores. Ella se llamaba Carmen Marta Bustamente, y él, un hombre ya mayor, bastante mayor, cerca de sesenta, Ángel Santoro. Fue evidente, se reconocieron de inmediato. No sé dónde se habrían visto antes, pero se conocían bien. El hombre, mientras subía el cerro, parecía que se iba a ahorcar con la corbata, en realidad quería soltársela. Nosotros también conocíamos al hombre. Cada vez, al atardecer, llegaba al puesto de flores, se daba unas vueltas, parece que esperaba cierta hora, a veces encendía su pipa, y luego se acercaba a alguno de nosotros para que cumpliésemos sus encargos.

Desde el Hospital Felix Bulnes al río hay una cuadra, desde el río al cerro Renca hay casi dos cuadras, y desde la planicie hasta donde la muchacha lo alcanzó, un poco antes de la cumbre, hay poco más de dos cuadras. El cerro tiene una pendiente que para nosotros no era nada especial, pero para el hombre se notaba que era un desafío.

La muchacha se le tiró encima, y no sé si se abrazaron amorosamente de inmediato, pero rodaron un poco cuesta abajo, y así se quedaron un rato largo. En primavera las lomas del cerro Renca son verdes, pero en verano son amarillas, y a veces, los que suben a preparar sus asados dejan mal apagado el fuego y después el viento hace lo suyo. De espaldas, mirando el cielo, el hombre abrió los brazos, y ella estuvo un rato largo golpeándole el pecho; luego se aquietó. Y así estuvieron lo que estuvieron.

Había un chico observando la escena. Ese chico era yo.

La muchacha no se alteró para nada, bajó tranquila, cansada, con la falda y las medias raídas, después subió con unos policías gordos, luego vinieron unos enfermeros y se llevaron al hombre en una camilla.

La muchacha declaró que el hombre había muerto en sus brazos. Parece que tuvo problemas, pero a los meses después reanudó sus turnos en el hospital. Pasó el tiempo, algunos años, y en cierta oportunidad me la encontré a bocajarro a la salida del hospital; me miró con indiferencia, yo la observé con una curiosidad manifiesta.

—¿Qué miras? —me dijo. No supe qué responder. Imágenes antiguas en mi memoria se me agolparon confusamente. Ella se fue.

Días después, desde lejos, la vi pasar. Me acostumbré a verla pasar, a observarla desde lejos. Averigüé cosas sobre ella. Y un día la abordé:

—¿Señora, me deja hablar con usted?

No me respondió, arrugó las cejas, frunció la boca, se puso fea; me mantuvo la mirada y ya se iba, cuando le dije, sin pensar:

—¿Por qué mintió?

—¿Cuándo? —dijo, camino al tarjetero del personal del hospital.

—Aquella vez en el cerro —le dije apenas, estúpidamente aterrado.

—¿Qué dices?

—Aquella vez en el cerro... con el hombre que le enviaba flores.

Me fascinó ver cómo se había paralizado, cómo una frase mía la había puesto así. Ningún hombre se sintió tan hombre como yo en esos momentos y ninguna hembra, jamás, fue más hembra que ella, encantadora y misteriosa desde lo más recóndito de su alma hasta la luz de sus ojos y el temblor de sus manos. Nerviosa se arregló la melena y entró.

Al día siguiente, a la salida del turno, hablamos. Y comencé a presionarla. Me dejó tomarle la mano, después le pedí un beso, luego que me dejara acariciarla. Y así... Entonces ella tenía 26 años, y yo catorce. Me daba miedo, pero me gustaba: sobre todo cuando me amenazaba con su marido o me hacía tocar la pistola que llevaba en el bolso. Después se arrepentía; y me dejaba hacer lo que yo quería. Así... hasta que le dije la verdad. Me acuerdo que estábamos en el cerro y me dio una bofetada que me hizo arder la cara. Nunca le dije que me gustaba o que me había enamorado de ella.

—¡Maldito chantajista! —me dijo y se fue; bajó sola el cerro, como ya lo había hecho antes. Durante algún tiempo tuve bastante cuidado de no encontrármela. Varias veces la vino a dejar su esposo. En realidad, para mí, no era ninguna amenaza, era bajito, igual que ella, y parecía un empleado de oficina más. Pero a ella, a pesar de que ahora ya la paso, por lo menos, unos veinte centímetros, todavía le temo.


Nadie sabe nada

Adam llegó vivo a Berlín Occidental. Salió de la Estación Central; se dirigió a la parada de taxis. Se sentía bien; decidió comerse una salchicha en uno de esos carritos ambulantes. El televisor, en blanco y negro, era una miseria, pero se podía escuchar. Al fin y al cabo, pensó, la sangre es sangre y un cuerpo destrozado, a veces es mejor imaginárselo. Lo de Galilea no se aclaraba, pero se suponía un accidente. Los detalles del cuerpo mutilado, a la salida de Dortmund, le parecieron exagerados, lo mismo que su historial. La acuciosidad y la finura de la información le llamaron la atención: de origen judío, pero sin tradición religiosa ni ritual. Eso había que saber entenderlo. Encargó otra salchicha. El café no estaba bueno.

Lo inquietó que no se mencionase a Veron Philpott; no tenían para qué mencionar que era hija del general inglés que después de la liberación de Hamburgo había ordenado la reclusión de los judíos que habían sido devueltos de Palestina, en los mismos campos de concentración nazis; pero por lo menos decir que habían encontrado su cadáver junto al de Galilea.

Buscó un hotel, cerca de la Estación Central, tomó una pieza, subió al tercer piso, se tendió encima de la cama y durmió, tranquilo, bastante tranquilo, un par de horas. Las horas de ventaja le daban esa tranquilidad.

Despertó de buen humor. Bajó, preguntó dónde podría comer a esa hora. Le indicaron varios locales de ambiente tercermundista. Le llamaron un taxi. Lo tomó con el agrado de haber recibido una información correcta. Adam conocía bastante bien los dos lados; pero siempre preguntaba, por placer; y también, un poco por la manía profesional del chequeo de la información. Satisfecho le pidió al taxista que lo llevara al famoso Checkpoint-Charlie. Bajó. Comenzó a caminar por el camino de cebra.

—Está cerrado —le informó un PM norteamericano.

—¿A este lado o al otro?

—Al otro, por supuesto —respondió el muchacho de mala manera. Adam lo miró y se encogió de hombros.

—¡Gracias! —le respondió y lo eludió. El muchacho no se movió, y Adam siguió caminando. El PM se dio vuelta y lo vio avanzar con tranquilidad.

Idiot! —exclamó y comenzó a ajustar los prismáticos.

Al otro lado, un Vopo, también imberbe, hizo girar tres veces la manilla de un aparato telefónico.

—¡Herr Paul! Alguien está cruzando.

—Alguien está cruzando —le informó Paul a Fischer.

—Ya era hora —dijo Fischer—. Es su estilo —y pensó: El viejo estilo—. ¡Tranquilos! ¡Muy tranquilos! —recomendó—. Por ningún motivo los focos —Paul pasó las recomendaciones de Fischer, pero a su manera y en su tono.

Al poco rato, un Vopo con jinetas de cabo informó:

—Según documentación, se trata de un ciudadano de la RDA.

—Déjelo pasar —ordenó Paul y cortó. Fischer ya había tomado su abrigo negro de cuero. A Paul le causó desagrado: iban a su encuentro; le hubiese gustado haberlo hecho esperar en un calabozo. Pero Fischer no lo había considerado así. Si lo hubiesen discutido, pensó Paul caminando por el oscuro pasillo detrás de Fischer, tal vez se hubiesen puesto de acuerdo, o tal vez él hubiese sugerido una breve y rápida consulta al ministro del Interior; esa era su manera de actuar. Pero el maldito Fischer era demasiado aficionado a tomar decisiones por su cuenta.

Desde el lado occidental, un civil observaba la escena, y la iba describiendo vía telefónica a Colonia. Hasta la caseta que permitía el paso a la barraca de latas donde estaba el Control de Pasaportes, fue fidedigno.

—¿Será lo correcto? —le consultó el encargado de Fichas a su director general, en una oficina de Colonia, después que cortaron de Berlín.

—En ajedrez —dijo el director general Zuckermann—, cualquier peón puede llegar a ser dama —el joven encargado de Fichas guardó silencio. Los otros segundones también—. Y cuando ya es dama —siguió el director general—. Siempre se elige una dama... En ajedrez, como en esto, hay una obligación: jugar... ¿Me entiende?

—Intento, señor.

—Esa es la mejor analogía para un doble agente —señaló el número Dos en el mando, que se dedicaba a esperar y a sentenciar, siempre bien, las razones del DG; con frasecitas de ocasión según sus detractores.

—De la inestabilidad de un doble agente —corrigió el número Tres, que ya sabía que nunca llegaría a ser número Dos, y se dedicaba a hacer notar su superioridad técnica, según sus adherentes, poco respaldada políticamente—. Durante todo el juego uno pretende llegar a tener, con un simple peón, otra dama. El problema se presenta cuando, poco antes de entrar a dama, ya le tienen una trampa mortal, y el jugador no se ha dado cuenta —la insidia que había en la última frase no pasó desapercibida para sus superiores; pero ambos la ignoraron con delicadeza.

(El jugador, siguiendo el pensamiento del DG, era, obvio, según la nomenclatura: él mismo. El superior inmediato, el ministro del Interior, aunque diese las órdenes que diese, siempre, históricamente, estaba fuera del juego; incluso el canciller, el presidente de la República o quien fuera: estaba fuera de juego. Las tensiones entre los servicios de información era un asunto que no admitía ingerencias no técnicas . Los analistas sostenían que los espías tienen un mundo aparte, que no tiene nada que ver con los acuerdos o desacuerdos entre políticos. Nunca, ningún Estado, ni El Vaticano, había logrado someter plenamente a la autoridad estatal los servicios de información. Porque su naturaleza lo impide, sostenían algunos).

—¿Quiere decir, señor —preguntó el joven encargado de Fichas—, que Volker Adam, ahora, tiene el poder de una dama en juego?

La pregunta era ingenua, pero técnicamente competente.

—Así es —respondió con sequedad el director general. El silencio de sus directores adjuntos lo corroboraba.

—Una jugada, ¿en beneficio nuestro? —preguntó de nuevo.

—Aparentemente... pero a la larga... de ellos —silencio. El joven tenía otra pregunta, pero no la hizo—. Hace tiempo que están ofreciendo hacer tablas —comentó el DG con cansancio—. Pero yo me he negado a ese paso.

—¿Por qué, señor? —la pregunta sonó destemplada.

—A ellos les conviene un empate con todas las fuerzas más o menos en pie. Yo prefiero el desgaste. Pero, de repente... ¿Me entiende?

—No, señor.

—Obvio, no me puede entender. El problema es que, en determinados momentos, la decisión de ciertas acciones pasa a manos de la gente de campo, me refiero a esos malditos como Fuchs, o Fischer, al otro lado; y esos tipos no dominan una estrategia global, y cuando han estado mucho tiempo en acción, tal vez gozando de ciertos excesos de confianza, sólo persiguen un golpe para aniquilar. Lo que puede generar que la caída sea inminente, en un momento inapropiado. Una guerra con espías es una guerra con gente que piensa, y no una guerra con soldados que sólo se limitan a disparar. ¡Mierda! César, Napoleón, y todos esos, ahora, en este contexto, no serían nada... ¡Maldita sea! ¡Aprenda a jugar ajedrez!

—Sí, señor —dijo el joven, confuso, pero no ofendido. Sabía que los lacayos del BND, Bundes Nachrichten Dienst (Servicio Federal de Informaciones), no se podían ofender.

—¡Brillante! —dijo el número Dos—. En verdad: una clase magistral.

El número Tres guardó silencio, y pensó: No tanto. Pero tiene algo de razón. Reconocer, así, su fracaso técnico, ante testigos, por adelantado, no es un acierto, pero políticamente es genial.

 

(Al Otro Lado, en Ost-Berlin).

—Los guerrilleros se matan entre ellos —les dijo Adam a Fischer y Paul, en Berlín Oriental—. Se corrompen, se separan de las masas. Los guerrilleros ya no ponen en jaque a nadie y matan a los inocentes.

Fischer apenas aspiraba su pipa, sentía que la había cargado con la precisión de un manual y la disfrutaba. Pensaba mantenerla viva todo el interrogatorio. Esta idea lo hizo recordar el Kuratorium de Colonia.

—Y todos dejan de tener esperanzas —aceptó Paul—. Pero nosotros seguimos esperando a alguien con sus gestos dignos —Adam recorrió con la mirada la superficie de la mesa sucia, gastada, símbolo de la pobreza que se ocultaba—. En realidad nos hemos puesto apáticos —siguió Paul—. Nosotros estamos tristes y desengañados.

—En los países capitalistas no cambian las indignas relaciones de producción. En el Este la corrupción no tiene nombre, y ustedes lo saben. En los países capitalistas los obreros tienen autos Mercedes Benz; y poco a poco las fuerzas del trabajo van siendo reemplazadas por autómatas.

Fischer se dio cuenta de que Adam razonaba con desesperación. Sabía que discurrir sobre esos temas con Paul era inútil. Le interesaba el porqué Adam lo hacía. No quería pensar en una entrega total de Adam. No correspondía al carácter de Adam ni al estilo impuesto por Fuchs.

—El trabajo ya no dignifica al hombre —siguió Adam—. El trabajo nunca lo ha dignificado, y ahora se ha convertido en algo despreciable.

Paul se contuvo. Fischer y Adam se dieron cuenta, pero Adam siguió; su manera críptica, de oficio, irritaba a Paul.

—Los especuladores financieros controlan desde los votos hasta la ropa interior de las secretarias y de los ministros. La ética se ha convertido en algo ridículo —sostuvo Adam; y Fischer le agregó con suavidad, así como alguien que enciende con delicadeza la mecha de un explosivo:

—Aquí y allá.

De pronto, bruscamente, Adam cambió de tema.

—Yo sé lo que saben los que quieren saber. El tipo llegó, entró y dijo: Estoy loco. No aguanto más. Estoy loco. La tipa, confundida, le contestó que no le creía. Él sacó su pistola de servicio y se disparó.

Adam imitó el gesto de un tipo que se vuela los sesos. No el hecho sino la mueca de Adam, su ceja derecha levantada, su boca retorcida, sus bigotes y la visión asquerosa de su dentadura amarillo-marrón causaron repulsión a Paul. Fischer simplemente aspiró una buena cantidad de humo.

—Una escena con sesos desparramados —siguió Adam—. Una mujer afirmada en una pared que ya no existe; los gritos de una camarera con delantal blanco, y un chofer que no logra mantener su gorra puesta, mientras amontona y recoge una materia indefinible... Luego un funeral silencioso, breve, muy observado, un jueves por la mañana. La mujer que encabeza el pequeño cortejo —sigue Adam—, es altiva y bella, y no se ha cubierto el rostro. La ceremonia es simple, rigurosa, lenta y calculada.

Fischer expulsó el humo. Adam era una sorpresa. Paul pasa de una desagradable sensación de desequilibrio al desencanto, y del desencanto a la furia, y de la furia al temor, a la pequeñez.

—Hombres de parcos gestos y de pesados revólveres —sigue Adam sin ironía en su tono—, son responsables de que nada perturbe el silencio. Algo atroz en la mujer persiste en negar el verdadero quehacer del suicida.

Fischer recordó a Lutz, el hombre que ellos tenían en el más alto nivel, en Chile. Pero era todo tan lejano y nostálgico, que incluso le causó placer recordarlo. Recordó que había odiado, admirado y envidiado a Lutz.

—Jefe de jefes de individuos dedicados a la tortura; graduado en profesión que dicen alivia los males de la mente, acumuló un repertorio demasiado vasto de horrores y de culpas, de quienes fiscalizaba, que su mente de cómodo aristócrata se negó a tanto crimen y a tanta infamia.

Paul no sabía y no lograba entender de qué hablaba Adam. No le interesaba; era un creyente de principios rígidos. Como un fervoroso pastor evangélico, prefería el castigo físico a la tortura psicológica. Pensaba que si Luther se hubiese impuesto, no quedaría ni un solo maldito infiel vivo. No entendía a Fischer. Lo encontraba permisivo y retorcido. Y le dolía la confianza que el Comité Central depositaba en ese judío inclasificable .

—Decía que de noche lo perseguían cadáveres de torturados que él no había visto ni tocado. Y a todo el mundo le aseguraba que él sólo cumplía órdenes, y que sólo se entendía con los profesionales que atendían a los torturadores enfermos de tanto torturar.

Fischer siente que Adam le envenena los recuerdos. Y siente que lo está acusando. Hay que proteger a Lutz, pase lo que pase, le había reiterado H. personalmente. El mismo H. que lloraba recibiendo prisioneros liberados de los campos de concentración de Pinochet.

—Yo la conocí. Me pareció atractiva, incluso antes de conocerla.

Fischer sabe que Adam miente, y hasta que no se da cuenta de que Adam está haciendo el papel de Fuchs, todo le parece una fantasía, una nostalgia. Le desagradó esa maniobra, ese rebajamiento de Fuchs.

—No me pregunto si le servirá de algo creer en Dios. Me pregunto qué hará Dios con tipos como usted —intervino Paul con irritación.

Adam lo ignoró y concluyó:

—A mí ella me lo dijo así: Ya me he indignado por la muerte de las víctimas; ahora tengo sed de piedad por los otros. No sé lo que es ser culpable. Dudo de la Justicia. No creo en la venganza, y sospecho que no ayuda a nadie, a parientes inmediatos o deudos lejanos .

Fischer, molesto, decidió cambiar el terreno del enfrentamiento, tanto físico como emocional, aunque eso le significase un par de malditas horas de viaje. Sacaron a Adam del principal edificio de la Stasi en Berlín Oriental con el propósito de llevarlo a Krakau, a la casa donde habían vivido sus padres; pero en la carretera, como un iluminado, Fischer cambió de opinión. Eliminó a Paul y negoció con Adam.

Pasaron a Berlín Occidental y Adam lo entregó. No era lo que quería Zuckermann, pero era lo que más satisfacía el odio y el remordimiento de Adam. El barullo que había en el pasillo del edificio del BND en Berlín Occidental era insoportable. Recién entonces Adam, al pasar, le dijo a Fischer que Flornt Fuchs, su archienemigo, había muerto de un balazo en el estómago en un bosque de Colonia. No quiso decirle que la señorita Philpott le había disparado por la espalda.

—Entonces, ¿con quién voy a negociar?

—No hay nada que negociar —respondió Adam—. Ustedes perdieron —le dijo y le guiñó un ojo.

—Eso está por verse –-amenazó Fischer, pero Adam no lo escuchó.

Después pasó lo que pasó. Fischer fue recontratado y le encargaron algo en Paraguay, desde donde hace continuos viajes a Santiago de Chile. Zuckermann se negó indignado a participar con él en un programa de televisión; similares suyos: rusos e ingleses, franceses y norteamericanos no tuvieron ningún problema. De Adam: nadie sabe nada. (Algunos suponen, y temen, y seguramente con razón, que debe estar escribiendo sus memorias en algún recoveco cálido del sur de España o en África. Descartaron cualquier país de América Latina por el asco que sentían Fuchs y Adam, parejamente, por chilenos y argentinos).


       

Aumentar letra Aumentar letra      Reducir letra Reducir letra



Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 24 de mayo de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes