Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 109
24 de mayo de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Ella aún no tiene nombre
Álex E. Peñaloza Campos

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I

La primera vez que la vi fue en el club de campo; un soleado y acogedor domingo, hace ya varias semanas. Debo aclarar que no fue precisamente a ella a quien vi sino a su imagen reflejada en el espejo. A ella sólo la llegué a ver, así frente a frente, una única e inolvidable vez. Recuerdo que era domingo porque ese es el único día en la semana que junto con mi esposa y mis dos pequeños ángeles-demonios —léase hijos— concurrimos al club de campo. Como solía hacer cada dos o tres domingos me levanté temprano dispuesto a pasar un relajante día de descanso a orillas de la piscina, echándole el ojo a las adolescentes en sus minúsculos trajes de baño, o jugando con algunos otros socios unas cuantas partidas de dominó al solaz de algunas refrescantes cervezas o de un tonificante whisky doce años. El golf ni lo entendía, ni lo jugaba, y lo dejaba para que de cuando en cuando Nancy —mi bella y talentosa esposa que sí lo practicaba— trajese a casa algún bonito trofeo con el que adornar la estantería de la sala. La noche anterior había disfrutado de una sesión de sexo intenso con ella y también de un sueño reparador y placentero. Aquella mañana me sentía capaz de conquistar el mundo entero. Recuerdo que en el baño, mientas me afeitaba, inicié, por primera vez en mucho tiempo, un diálogo interno conmigo mismo. Me congratulaba por lo afortunado que era: tenía un envidiable y muy bien remunerado empleo en una gran empresa, tenía a Nancy, preciosa y abnegada esposa, a Rogelio y Juanito, dos pequeños traviesos y adorables hijos, un apartamento a todo dar en el este de la ciudad, dos vehículos en el estacionamiento, una acción en el club de campo, una semana en un resort margariteño, buenos amigos, dinero en el banco y... sí, también estaba Fabiola, la otra, la amante, o el "segundo frente" como suelen llamarla. ¡No me faltaba nada para ser feliz!

Y, sin embargo, algo dentro de mí, muy dentro de mí, quería brotar y poner en orden ciertas cosas. Había días y noches en los cuales me sentía desosegado, afligido, como si algo me faltara. ¿Qué era? Entonces no lo sabía. En muchas ocasiones aquella inmensa felicidad se me asemejaba a un gigantesco espejismo, siempre a punto de desaparecer y dejarme, imprevistamente, desvalido y solitario en mitad de un ardiente e inmisericorde desierto. Ya eran varias las noches que había transcurrido en duermevela. Lo peor era que al día siguiente amanecía con un humor de perros y todo me salía mal. Peleaba con Nancy, regañaba y maltrataba a los muchachos, no rendía al cien por ciento en el trabajo, no llamaba ni siquiera a Fabiola y esquivaba a los amigos.

Pero aquella mañana me sentía superior a toda la raza humana. Mientras me secaba después de la refrescante ducha me extrañó sobremanera el que de improviso se me antojase permanecer por largo tiempo frente al espejo del baño. De pronto me sorprendí observándome detenidamente y, lo más sorpresivo, admirándome. Yo me agradaba a mí mismo. ¡Vaya domingo! En mucho tiempo no había tenido oportunidad de mirarme fijamente en el espejo tan largamente; podía hacerlo directamente a los ojos, entre marrones y verdes, y logré —lo que rara vez podía hacer— enfrentar y mantener la penetrante mirada de mi reflejo. Como si estuviese poseído inicié una exploración de la imagen que se me presentaba. Me veía alto; no muy fornido pero lo suficientemente varonil; hombros anchos; cuello ni muy corto ni muy largo; piel clara y bronceada; una nariz recta, ni grande ni pequeña; una boca de medianas dimensiones que, no obstante, era sensual; un mentón clásico y casi cuadrado; una abundante y bien cuidada cabellera negra, sin señales aún de canas. Extrañamente me veía hermoso.

—Vaya, Rafael —me dije—. Hoy te ves muy sexy.

Me ladeé y levantando el antebrazo cerré el puño y forcé a mi bíceps a resaltar, tal como había observado muchas veces que lo hacían los fisioculturistas.

—Eso... ¡estás hecho todo un Arnold Schwarzenegger!

De aquellas abstracciones tan hedonistas me recuperó repentinamente un golpeteo incesante en la puerta del baño. Era Nancy, que quería también usarlo, ya que la otra sala de baño, seguramente, la tenían acaparada los muchachos.

—Ya salgo —le dije, y sin más me apresuré. Terminé de secarme y salí.

—Vaya —me reprendió dulcemente mi esposa—. Sí que tardaste.

No le contesté nada y me limité a darle un somero y cariñoso beso en la boca y una lasciva palmeadita en el trasero.

No bien llegamos al club de campo se iniciaron una serie de inconvenientes que en otras circunstancias me hubiesen hecho perder los estribos. Sin embargo, hoy me sentía inmensamente feliz y no estaba dispuesto a que nada ni nadie me dañase el día. Ya durante el trayecto los sempiternos ángeles-diablitos de mis hijos se habían enfrascado en una lucha baladí por un motivo nimio. Opté por darles un buen y violento regaño y al poco rato los tenía dóciles cual cachorritos. El tráfico en la autopista, pese a ser domingo, estaba congestionado —seguro que por ahí cerca algún desdichado se había accidentado— y demoramos más de lo previsto.

Bien, el caso es que finalmente arribamos al estacionamiento y descorazonadamente reparé en que no había disponibilidad de puestos de aparcamiento. El estacionamiento se encontraba lleno hasta el tope y los vehículos ya empezaban a formar colas dobles y unos trancaban malamente la salida de otros, a la vez que aquellos eran trancados burdamente por otros. ¡El estacionamiento era un verdadero caos! Esto quería decir, así mismo, que todas las instalaciones estarían abarrotadas de personas y que nos costaría Dios y su ayuda ubicarnos cómodamente en alguna mesa cercana a la piscina, que era donde habíamos planificado pasar la mañana y tomar el almuerzo.

Opté por no dejarme avasallar por la desazón. Me dirigí a uno de los encargados del estacionamiento y le hice formal entrega de la camioneta.

—Toma —le dije mientras le entregaba las llaves y cinco mil bolívares—, ahí te lo dejo. La ubicas cuando haya puesto.

Y sin más, cogí mis pocos accesorios —paños, sombreros y otras pequeñeces— y, junto con mi familia, me dirigí hacia las instalaciones internas del club.

En el área de la piscina las cosas no se presentaban mejor. Las personas bullían cual burbujas en una botella de gaseosa. El jolgorio era soberbio y los chapuzones en la piscina y las correrías de los niños se mostraban en todo su máximo esplendor. No eran más allá de las diez de la mañana y ya todas las mesas y sillas se percibían ocupadas. Aquí también acudí a mi muy abultada y dadivosa cartera. A uno de los mesoneros, que ya en otras oportunidades nos había atendido, le hice entrega de diez mil bolívares y el encargo de conseguirme una mesa y cuatro sillas. No sé exactamente de dónde las consiguió; sólo sé que al poco rato ya nos encontrábamos cómodamente instalados en una mesa y cuatro sillas. La ubicación, algo retirada de la piscina, no era la más idónea para vigilar a los muchachos, pero yo confiaba en ellos y en sus dotes de buenos nadadores; además, de esa manera, no estaríamos expuestos a las constantes salpicadas que incansablemente brindaban los niños a los ocupantes de las mesas cercanas a la piscina cuando, alborotados y bullangueros, se arrojaban al agua. Una vez bien instalados, el calor reinante me inspiró el beberme una cerveza bien fría, la cual no tardé en encargar al mesonero. Entre Nancy, que no bebía alcohol, y los muchachos pidieron gaseosas y algunos entremeses. Pensaba que —ahora sí— empezaría a disfrutar mi día, cuando súbitamente repicó el entremetido celular. Era Fabiola que, toda llorosa y afligida, me reprochaba el no haberla llamado desde hace más de tres días. Le había dado instrucciones muy precisas de que nunca me llamara al celular un domingo, pues ese día lo dedicaba íntegramente a mi familia. Como pude y disimuladamente, para que Nancy, que estaba sentada justo a mi lado, no lo notara, le fui insinuando que cortara la comunicación y no me llamara más, al menos por aquel día.

—No, Gómez —ese es el apellido de un empleado, subordinado mío—, eso no se hace así. Es mejor que lo deje para mañana a que yo llegue a la oficina.

—Pero, mi amor —me contestaba a su vez Fabiola al otro lado del teléfono con una melosa y quejumbrosa voz—. ¿Seguro que mañana vas a venir a verme?

—Si, Gómez. Seguro. No se preocupe, mañana lo arreglamos. Buenos días —y sin más corté la llamada.

Nancy me observaba de soslayo. Creo que no sospechó nada. Sorbí una buena dosis de la jarra de cerveza que se encontraba frente a mí y me dispuse, ahora sí, a disfrutar el día. Después de beberme unas seis o siete cervezas me entraron ganas de ir al baño público del club a expulsar el exceso de líquido.

Fue entonces cuando la vi. El baño al que acudí, que era para uso exclusivo de "caballeros", extrañamente se encontraba solitario. Luego de orinar me dirigí hacia uno de los lavamanos para asearme las manos y repasar un peine por mi cabellera. Un momento me hallaba agachado y terminando de enjuagar las manos y al otro, cuando me enderecé y quise mirarme en el espejo, su imagen se reflejaba detrás de la mía. En esa primera oportunidad sólo la pude detallar muy ligera y someramente. Me llamó la atención lo hermosa que era. Era una mujer extremadamente bella, casi tan alta como yo y vestía un vestido —o blusa— de color rojo que, aún no siendo insinuante, resaltaba de sobremanera un erguido y turgente busto. No pude detallarla por debajo del busto porque ella, como dije anteriormente, se hallaba situada detrás de mí y mi imagen se sobreponía a la suya, por lo que la tapaba parcialmente. Su cabello negro y corto enmarcaba un rostro que catalogué de perfecto. No pude detallarla mejor porque, debido a la sorpresa que me llevé al advertirla asomarse inesperadamente detrás de mí, en un área restringida a caballeros, me hizo voltear raudamente a fin de enfrentarla y aclararle que el baño de damas era un poco más a la izquierda. Allí no había nadie. En todo el baño de caballeros únicamente me hallaba yo. Yo y mi desconcierto. Podía jurar una y mil veces que la había visto; es más, en mis pupilas aún se encontraba grabada en toda su magnificencia su bella imagen. Pero ahora, frente a mí, no había nadie. Volteé hacia el espejo y sólo vi reflejado mi rostro, asustado y desorientado. Sentí un ligero escalofrío que terminaba por desaparecer al llegar a mi nuca en donde, brevemente, se erizaron los pequeños pelos que la cubrían. En mis antebrazos percibí lo que vulgarmente se denomina la "piel de gallina". Un diminuto chorro de sudor me escurrió por la frente. Respirando lenta y profundamente me sobrepuse al susto y retorné al área de la piscina. Nancy debió advertir algo, quizás mi lividez.

—¿Qué te pasó? —Me interrogó como quien busca algún tema de conversación antes de echarse definitivamente en los brazos del aburrimiento. Tardé algunos segundos en contestar.

—Nada... sólo que creo que acabo de ver un... un fantasma —yo sabía que no me iba a creer; si hasta yo mismo no lo creía. No me contestó nada y desdeñada continuó mirando hacia la piscina tratando de divisar a los muchachos.

—Es... es verdad —insistí—. Era una mujer hermosa en el baño de caballeros. Apareció de pronto detrás de mí y al poco desapareció. Vestía de rojo.

Me miró como gallina mirando sal.

—Sí... sí. Te creo; ahora cálmate y no sigas bebiendo.

Total que continué bebiendo la fría cerveza que solícitamente me traía el mesonero de cuando en cuando. Después del almuerzo cambié para Etiqueta Negra y junto con otros tres socios armamos unas partidas de dominó, de las cuales no gané ni una. Al regresar al apartamento ya el incidente en el baño no me inquietaba tanto; no obstante, no podía olvidarlo del todo. Aquella noche, ya en cama, no lograba apartar de mi mente la hermosa imagen femenina que con sus enormes ojos me miraba fijamente a través del espejo. Nunca antes había experimentado algo parecido; en mi vida jamás había yo sufrido de visiones u observado apariciones, ni siquiera cuando era niño y; ahora, de pronto, se asomaba a mi vida una visión o aparición, bella, misteriosa y desconocida. Por ratos me sentía temeroso, por ratos anhelaba volverla a ver. Era una sensación contradictoria que no podía explicarme; realmente estaba confundido. Al cabo de algunas horas terminé por sumergirme en un inquieto sueño.

Entre lunes y martes no ocurrió nada anormal. Se me fueron ambos días entre el trabajo, la familia, los amigos y Fabiola. El lunes —tal como se lo había prometido— la fui a visitar brevemente y, después de estar un rato con ella, la increpé duramente por su inoportuna llamada telefónica del día anterior. El martes mandé a hacerle servicio a la camioneta, por lo que me tocó movilizarme en el carro martes y miércoles. Ahí fue cuando la vi por segunda vez.

El carro era un pequeño Chevrolet Corsa que había adquirido de agencia hace apenas seis meses. Con más frecuencia lo usaba Nancy para trasladarse ella, hacer sus diligencias, ir de compras y llevar a los muchachos a la escuela y luego recogerlos. Como éstos se hallaban en vacaciones y ya que Nancy no trabajaba fuera de casa desde hacía unos meses, lo aproveché para trasladarme hasta tanto el taller me hiciese devolución de la camioneta.

El miércoles amaneció con un sol espléndido, tibio y sin asomo de nubes en el horizonte. Me incorporé temprano, contento y optimista; y, luego de asearme y desayunar, me dirigí al estacionamiento a buscar el Chevrolet. El incidente del domingo era ya un borroso recuerdo. Una de las primeras operaciones que un chofer realiza al montarse en un carro es —desmiéntame alguien si no es verdad— ajustar el espejo retrovisor que está ubicado en la mitad superior del parabrisas, por el lado interior. ¡Allí estaba ella otra vez! Se encontraba sentada en la parte trasera del carro y me miraba fijamente a través del espejo retrovisor. Estaba igual de hermosa y vestía el mismo vestido —o blusa— rojo. Ahora la podía detallar casi hasta la cintura —el respaldo de la butaca delantera me impedía ver más abajo— y, como la vez anterior, quedé fascinado por la belleza que irradiaba a borbotones de toda ella. Tenía los ojos clavados en el espejo y no los apartaba de los míos. Yo la miraba, entre sorprendido y asustado. Aquellos ojos eran grandes y hermosos; como los míos eran de un color indefinido, entre marrones y verdes. Era la misma mujer que hace tres días se asomó por primera vez a mi vida; la diferencia era que ahora sonreía. Me sonreía. ¡Sonreía para mí! Era una brillante y ligera sonrisa lo que sus labios carnosos y sensuales dibujaban en su rostro perfecto y hermoso. Los segundos pasaban raudos pero yo apenas los percibía en su transcurrir. No quería voltear porque temía que al hacerlo la visión desapareciese; tampoco podía seguir eternamente contemplándola a través del espejo, así que tenía que tomar una decisión. Me dije que —quizá— podía hablarle, sin voltear. Pero, no. ¡Tenía que embarrarla! Volteé la cabeza y allí, en la butaca posterior del carro, ella ya no estaba. ¡No había nadie!

Aquel miércoles fue de terror. Todo el resto del día me la pasé pensando sólo en ella y no lograba concentrarme en nada más. Aquella mirada y aquella sonrisa las llevaba clavadas en lo más profundo de mi mente y de mi alma. En el trabajo las cosas me salieron pésimas, regañé sin razón a Gómez, a mi secretaria, a la recepcionista y a un mensajero; estropeé un archivo vital en el disco duro de mi computadora —menos mal que mi secretaria lo había copiado en disquete el día anterior; pero no obstante, perdimos más de dos horas reinstalándolo—; y, para rematar, derramé un café humeante encima mío, dañando una fina camisa y una hermosa corbata que no tenían más de dos semanas de adquiridas. No quise ni llamar a Fabiola y me escurrí de Francisco y Andrés —amigos de la oficina—, que deseaban tomarse unas frías. Llegué al apartamento luego de una cola infernal y apenas saludé a Nancy y a los muchachos. Me encerré un buen rato en el estudio. Deseaba estar solo y poner un poco de orden en mitad del rebullicio en el que se había convertido mi cabeza. Aquella mujer me tenía trastornado cien por ciento. Luego fui al baño y tardé casi una hora en la ducha; apenas cené y me fui a la cama. En vano Nancy trató de buscarme conversación y los niños de atraer mi atención. Yo me hallaba abstraído y en otro mundo en el que sólo reinaba ella: la mujer del espejo, la del vestido rojo. Finalmente, pasé otra noche intranquila en la que apenas pegué los ojos.

El jueves no tenía certeza exacta de cuáles eran mis ambiciones o mis sentimientos. No sabía a ciencia cierta si deseaba nuevamente tener contacto con ella o prefería, por el contrario, que nunca más se asomase a mi vida. ¡Anhelaba volverla a ver! Y, a la vez, ¡temía volverla a ver! Mi cerebro era un caos patético y una única y caótica contradicción. Temprano en el desayuno comenté con Nancy la visión del día anterior. Mientras absorbía una cucharada de un repugnante cereal me dijo, como quien no quiere la cosa:

—Creo que deberías consultar a un psicólogo o a un psiquiatra.

La miré entre asombrado e incrédulo; como si le estuviese diciendo: "¿Y tú crees que yo estoy loco, acaso?".

—No me malinterpretes —continuó—. Te creo y creo que no estás loco ni nada por el estilo —parecía que leía mi pensamiento—; sólo que quizá sufras algún desajuste motivado al trabajo, al estrés. ¡Qué sé yo!

No dejaba de tener razón mi bella y talentosa esposa. Después de tragar con dificultad un pedazo de pan tostado untado con mantequilla y un sorbo de café terminé por aceptar su pragmático punto de vista.

—¿Tú crees? —aún necesitaba un ligero impulso.

—Sí. Creo que es lo mejor. Tal vez te ayude a aclarar tus extrañas apariciones.

—¿Conoces a alguno?

—Sí. Hay un psiquiatra muy bueno que atiende a Clara Betancourt, la amiga mía del 22 —se refería al número de apartamento—. Entérate que le quitó la manía de perdérsele al marido.

—Es que esa es una zorra —acoté mientras soltaba una risita burlona.

—Y tú, ¿cómo lo sabes? —me interpeló muy seria.

—Vaya... todo el mundo lo sabe —preferí no entrar en más detalles.

—Bueno; pero ahora ya no lo es, gracias a este psiquiatra.

—Está bien. Consígueme su número de teléfono. Le diré a Flora —Flora es mi secretaria— que me concrete una consulta.

—Te llamo a la oficina en el curso de la mañana —prometió Nancy.

Nos besamos y me fui a trabajar. Aquel día tomé un libre ya que, como a mediodía, tenía que pasar a retirar la camioneta, que ya estaba lista en el taller. Como a las dos de la tarde tenía concertada una cita con el psiquiatra. Me recibiría el próximo lunes.

Sólo que antes de aquel lunes volví a verla dos veces más. La primera fue el viernes en la mañana. Esta vez en el apartamento y en el propio baño, anexo al dormitorio. Ya me estaba acostumbrando a ella y a las continuas e imprevistas apariciones de su imagen, siempre reflejada en un espejo y siempre por detrás de mi imagen. Era extraño, pero esta vez no tenía ya tanto miedo y, tomando un poco de confianza, por primera vez, le hablé sin voltear, dirigiéndome a la hermosa imagen con que me obsequiaba el espejo del baño.

—Hola... —recuerdo que le dije—. ¿Quién eres tú?

No me contestó. Se limitaba a sonreír con esa su encantadora sonrisa, digna de volver loco al más cuerdo de los hombres. Seguía allí, no se iba. Yo sabía que, si volteaba, no la encontraría, por lo que continué tratando de sacarle alguna frase —aunque fuese una palabra— a sus carnosos y sensuales labios.

—¿Qué haces aquí?

Silencio.

—¿Qué quieres de mí?

Nada. Sólo sonreía. Sonreía y me miraba fijamente.

—¿Por qué te manifiestas únicamente a través del espejo?

Total que todo fue inútil. Era como si ella fuese muda. Entonces traté de apartarme un poco del ángulo que reflejaba el espejo; si no me hablaba, al menos deseaba detallarla de cuerpo completo. Al empezar a ladearme, vi asombrado cómo su imagen se fue diluyendo paulatinamente ante mi vista hasta desaparecer por completo. ¡Se había ido una vez más! No obstante, ligeramente logré notar que sí, que llevaba un vestido rojo de una sola pieza y que éste le llegaba un poco más abajo de las rodillas, y que, primorosamente tallado, dejaba entrever unas insinuantes caderas. No me alcanzó el tiempo para pormenorizarla más. Poco a poco adquiría mayores conocimientos de ella; o al menos, de su imagen.

Esta vez no comenté nada con Nancy y continué con un ajetreado viernes en el que ella —la imagen en el espejo, no mi esposa— fue la constante. Aquella hermosa imagen me perseguía sin misericordia y complicaba mi —hasta el domingo anterior— pacífica y placentera existencia. Como el miércoles pasado, ese viernes resultó infernal. Con decir que estuve a punto de renunciar y mandar a todo el mundo para el infierno. Afortunadamente Flora me contuvo y, casi a la fuerza, me encerró en mi despacho junto con mi incoherente proceder. Filtró las llamadas, las citas y las reuniones y junto con Gómez, Ribas, Karen y Torres —otros subordinados míos— sacaron a flote el departamento del que soy responsable.

Como casi todos los viernes, después de finalizar el trabajo, junto con Francisco y Andrés nos refugiábamos en una modesta y coqueta tasca situada cerca de la oficina a terminar la semana de ajetreado laborar y tratar de disfrutar de una relajante y bien merecida borrachera. A veces se nos unían otros amigos o empleados de la oficina, otras veces se asomaba Fabiola y también los "otros frentes" de mis amigos. Total que, como a las doce de la noche, generalmente se podían contar hasta doce personas disfrutando un rato de solaz y esparcimiento acompañados de burbujeantes y refrescantes cervezas y de infinidad de pasapalos. Pues bien, para poner la guinda a la torta, aquel viernes no disfruté ni un ápice la acostumbrada velada social. Regañé más de una vez a Fabiola, que tuvo la mala ocurrencia de apersonarse por el sitio y que, dicho sea de paso, lucía espectacular con un conjunto beige compuesto de una escotada blusa y de un estrechísimo pantalón. ¡Estaba provocativa! Ella no hacía más que mirarme sorprendida e interrogativa con sus enormes y bellos ojos negros. Pero lo peor fue la pelea que tuve con Andrés, amigo mío desde los últimos años de bachillerato y entusiasta compañero de trabajo, y en la que terminamos yéndonos a las manos. Ambos ya estábamos bebidos y la razón de la pelea, al menos yo, ni la recuerdo. Sólo sé que la peor parte le tocó a él y a mí me quedó un amargo y grotesco sabor de sangre en la boca. ¡Fue un viernes realmente para echarlo al olvido!

Total, que el sábado no quise salir del apartamento. Primero, debía tratar de eliminar de mi cuerpo el exceso alcohólico, lo que en Venezuela llamamos comúnmente "ratón"; segundo, quería organizar aunque fuera en un mínimo mis confusas ideas en cuanto a la mujer del espejo, y tercero, deseaba olvidar aquel viernes negro. Sólo más tarde me enteré —por medio de Fabiola— que la causa de mi encontronazo con Andrés fue una extraña charla que mantuve con él, en un aparte de mi borrachera, y en la que le confesaba que yo veía una imagen de una bella mujer en el espejo. "Tú lo que estás es más loco que una cabra" —alcanzó a escuchar que me decía—, y después de eso se armó la trifulca. Andrés terminó con un ojo morado y el labio superior partido; yo sólo perdí un poco de sangre por la nariz. Total, o presentaba excusas por mi impetuoso y bochornoso comportamiento, o perdía a un gran amigo. Afortunadamente, en el curso de los siguientes días hablé con él y le presenté mis excusas, que no tardó en aceptar, como buen amigo que siempre es.

Lo cierto fue que pasé un sábado tranquilo y recuperador. Al final de la tarde cogí fuerzas y pude dedicarme a revisar brevemente unos documentos y por la noche vimos en familia unas películas por cable. Lograba sobreponerme al primer punto de mis objetivos del día; el segundo y el tercero preferí posponerlos para el día siguiente.

El domingo me levanté, ya completamente recuperado de los estragos alcohólicos del viernes, y decidí atacar el día con voluntad positiva. Sólo que ella me esperaba, una vez más, en el espejo, esta vez el de la camioneta. Resulta que temprano arranqué para comprar la prensa y algunos víveres en el supermercado; y allí, en el espejo retrovisor de la camioneta, tal como había sucedido el miércoles en el espejo retrovisor del Corsa, la tenía una vez más. Inútilmente traté de hablarle. Únicamente contestaba con su penetrante mirada y con su embrujadora sonrisa. En esta oportunidad, sin embargo, tuvo una reacción un tanto extraña cuando, en una de las tantas estupideces que le dije, le solté:

—¿Cómo te llamas?

Noté que el brillo en su mirada se intensificaba y su sonrisa amenguaba bruscamente. ¿Es qué acaso quería decirme algo? Aguardé unos segundos y nada. Le volví a plantear la misma pregunta. Silencio una vez más.

Finalmente volteé para terminar aquello a lo que ya, gradualmente y casi sin darme cuenta, me estaba acostumbrando y; como siempre, detrás de mí no había nadie. Esta vez no permití que ella me echara a perder mi día de descanso. Decidí obviarla y, en compañía de mi familia, tratar de que las horas transcurriesen relajantes y reparadoras. Me costó lograrlo porque la mujer del espejo se presentaba recurrente en mi mente con esa su esplendorosa belleza. Afortunadamente, al final del día, salvo una ligera escaramuza doméstica con los muchachos o con Nancy, había conseguido pasar un domingo sin mayores inconvenientes.

Aquel día aproveché para también aclarar un poco mis ideas —el segundo punto de los objetivos que me había propuesto el sábado— y opté por lo más sano y más práctico. Aquella mujer se estaba adueñando de mis emociones y estaba alterando negativamente mi diario vivir. Anhelaba admirar su gran belleza, era cierto; empero, más cierto era que se trataba tan sólo de una imagen y como tal no me ofrecía nada tangible ni real, sino, por el contrario, algo inmaterial y fantasmal. Ni siquiera tenía la certeza de qué o de quién se trataba. ¡Aquella hermosa mujer debía desaparecer de mi vida!

El lunes me esperaba el doctor Martín González, psiquiatra.

 

II

El consultorio del doctor Martín González, psiquiatra, no se diferenciaba en casi nada de cualquier otro consultorio médico a los que constantemente acudía; bien sea para acompañar a Nancy o para llevar a los muchachos. Me había formado la errónea ilusión de que los psiquiatras eran tipos medio raros y extravagantes, sumidos en un extraño universo que sólo ellos entendían, escudados en gruesos lentes y sobándose constantemente una incipiente barba tipo perita. No bien hube traspasado el umbral que separaba la sala de espera de su consultorio percibí que tendría que encasillar nuevamente mis prejuiciados conceptos acerca de los psiquiatras. Se trataba de un hombre joven, algo menor que yo, no tenía ni lentes ni barba de ningún tipo, lucía casi tan atlético como yo me consideraba y vestía deportiva y elegantemente. Su despacho ostentaba, aparte de los consabidos diplomas, una pequeña colección de óleos originales y con temas criollos que tornaban cálido y acogedor el consultorio. En el fondo se sentaba él detrás de un elegante escritorio en caoba y a un lado surgía el clásico diván. No obstante me invitó a sentarme enfrente de él en una de las dos sillas, tapizadas en fino cuero marrón claro, que se encontraban ex profeso por delante del escritorio, y toda la consulta transcurrió así, sentados frente a frente y teniendo en medio el elegante escritorio.

No me di cuenta exacta del momento en que empecé a confiar ciegamente en él; quizá fue la afinidad que prevaleció desde el principio entre ambos, o tal vez fue su pericia profesional; lo cierto es que la consulta de una hora exacta transcurrió cómodamente, como si me encontrara contándole mis intimidades más profundas a un viejo y conocido amigo. De tanto en tanto, seguramente cuando empezaba a salirme del campo que él deseaba que yo continuara pisando, me lanzaba una que otra pregunta para corregir el rumbo de mis narraciones. Hablé de mi niñez, de mis padres, de mis sueños, de mi esposa, de los muchachos, de Fabiola, del trabajo, de la mujer en el espejo y de otras y variadas menudencias. Total, que la hora se pasó volando.

Lo primordial de aquella primera consulta fue, según lo que él mismo me comentó, el conocernos mutuamente y el recabar material suficiente para de esa forma elaborar un análisis previo de mi estado psíquico: un perfil psiquiátrico —me explicó. Ahondaba en mi mente en busca de señales que le revelaran mi mal —patología— y que le ayudaran a impartirme un eficaz tratamiento.

—Debe tratar de seguir conversando con la mujer —se refería a la del espejo, por supuesto—; tal vez nos dé alguna pista que luego nos permita alejarla.

Asentí con un movimiento de cabeza. Nos despedimos cordialmente y convine en asistir a una segunda sesión el día jueves próximo. Allí terminó aquella primera consulta. Comoquiera salí del consultorio del doctor Martín González como si —¿cómo explicarlo?—, como si me hubiese bañado y dejado un poco de suciedad de mi cuerpo en el proceso y, por ende, me sentía más aliviado, más limpio. Sin embargo, la solución aún no estaba dada. La mujer del espejo continuaba allí; aguardándome para sorprenderme y, a la vez, deleitarme en el reflejo de cualquier espejo en el que me mirara; sin darme ningún tipo de aviso previo y sin ofrecerme pista alguna acerca de su objetivo, de su función o de su destino. ¿Qué quería ella de mí? El doctor González había comentado que aquella era la primera vez que trataba a un paciente con ese tipo de problema. ¿Por qué yo?

Había tratado personas que alucinaban, drogadictos o alcohólicos en delirium tremens, orates perturbados que soñaban despiertos, y así, ejemplares dignos de manicomio a los que si bien no eran fáciles de tratar, no eran muy difíciles de diagnosticar. Mi caso —me explicaba— se salía de los parámetros de perturbaciones mentales conocidas. Él me veía como una persona completamente normal a la que lo afectaba una repentina y extraña visión y, por su experiencia, yo no mostraba señales de estar inventando nada ni expresando mentiras patológicas. Seguiría estudiándome.

Hasta el jueves próximo volví a verla dos veces más; el mismo lunes en el baño de la oficina y el jueves, poco antes de salir del apartamento, en el espejo de la peinadora que tenemos instalada en el dormitorio. En ambas oportunidades hablé lo más largo que pude con ella. La primera vez el encanto se cortó cuando otro ejecutivo penetró repentinamente en el baño; la segunda cuando, de improviso, Nancy volvía de la cocina a preguntarme si deseaba huevos revueltos o fritos.

—¿Qué haces hablando solo? —me emplazó extrañada.

—¡Oh! —me quejé levemente—. Acabas de hacerla desaparecer.

La extrañeza —como quien ve a un loco— continuó en ella aún cuando comprendió que me refería a la mujer del espejo.

—¿Quieres huevos revueltos o fritos? —soltó finalmente.

—Revueltos —contesté. Mentalmente agradecí el que nunca me había interesado en los quehaceres domésticos, especialmente el cocinar. Odiaba hacerlo.

El doctor Martín González me recibió amablemente el jueves y sin más iniciamos la consulta. La hora transcurrió sin inconvenientes; yo explayándome en los vericuetos de mi existencia íntima y el profesional psiquiatra escarbando en las profundidades de mi alma. El tema esencial era ella, por supuesto. Al final de la sesión me sentí renovado una vez más pero sin poder vislumbrar un final feliz. Tenía la certeza de que ella seguiría allí, aguardándome en el reflejo de cualquier espejo en el que, en solitario, yo me mirase. Estaba convencido de que, si no me sentía enfermo mentalmente, poco podía hacer el profesional para curarme, por muy buenas intenciones que tuviese. Antes de acordar la siguiente consulta me sugirió algo:

—¿Tiene alguna grabadora de bolsillo, tipo periodista?

—Sí —le respondí, por algún rincón de la casa sabía que existía una.

—En cada oportunidad que tenga, especialmente cuando entre en solitario a un lugar en que haya un espejo, llévelo encendido y dispuesto para grabar. Me gustaría escuchar todo lo que le manifiesta a ella —me dijo finalmente el doctor González.

Así lo hice. Para la próxima sesión le llevaba un minicasete con casi diez minutos de puro monólogo. Antes de entregárselo, curioso, había querido oírme. Era una sarta de estupideces que, por momentos, me hizo flaquear en mi decisión de entregarlo. No obstante, finalmente creí conveniente, en pro de mi salud, el hacerlo. El escucharme me retornó a los años de mi temprana pubertad; cuando, siendo un tímido estudiante, hablaba con alguna muchacha de mi agrado. En mi voz, entrecortada, se percibía a leguas la inseguridad y el desconcierto. Le dejé la cinta y continué asistiendo a su consulta hasta que, con el paso del tiempo, lentamente caí en cuenta de que no avanzaba y que estaba malgastando mi tiempo y mi dinero.

Ella seguía perturbando mi vida. Lo peor era el tener que lidiar con su belleza y ni siquiera poderla alcanzar. El hablarle sin obtener respuesta alguna también era enervante. Por otra parte, el intervalo de sus presentaciones se fue haciendo cada vez más frecuente; si en la primera semana fue cada dos o tres días, la segunda fue cada uno o dos días, ya la tercera y cuarta semanas eran a diario y la quinta eran hasta dos veces al día. Me sentía invadido en mi privacidad. Y esa mirada y esa sonrisa no se alejaban de mi mente y destruían mi paz y el normal desenvolvimiento de mis actividades diarias. Bien sea en el hogar, en el trabajo o socialmente, todos en mi alrededor advertían la perturbación y el desasosiego que me embargaban; y unos, comprensivamente, trataban de ayudarme, mientras que otros me eludían como si se tratase de un simple y vulgar loco.

Hasta que al cabo de unas cuantas sesiones tomé la drástica decisión de emplazar al doctor Martín González a manifestarse abiertamente sobre mi caso. No tenía opción a no ser que desease volverme loco, en cuyo caso sí sería bienvenido su profesionalismo.

—Doctor —le dije al terminar la sesión—, ¿podría explicarme, ahora, qué es lo que me pasa? ¿Qué es lo que tengo? ¿Qué significa la mujer en el espejo?

Me miró largamente. Sin duda esperaba mi agitación y mis preguntas. Finalmente habló:

—Amigo Rafael: creo que su caso es digno de mayor estudio; con las pocas sesiones que hemos tenido no creo estar en capacidad de emitir todavía un claro diagnóstico; más aun si no hay paralelos en la historia médica, ni tratados, ni nada que se le parezca. Su caso es sumamente extraño y en este momento lo estoy consultando con otros profesionales, inclusive en la Universidad Central; además...

—En otras palabras, doctor —interrumpí su elocuente explicación—; usted no sabe lo que me sucede.

Me seguía mirando fijamente. Suspiro quedamente y contestó:

—No. No sé que es lo que tiene. A todas luces usted se ve una persona mentalmente normal. No miente cuando habla de la mujer en el espejo; no es una persona proclive a las visiones. Pienso que, quizás, otra opinión le pudiese ayudar.

—¿Se refiere a consultar a otro psiquiatra?

—Sí.

—Creo que es perder el tiempo y botar el dinero.

—También podríamos tratar con hipnosis.

—¿Hipnosis?

—Sí. Puede ser que dentro de usted, muy... muy adentro, hay algo oculto que no desea aflorar y que no lo presiente ni siquiera su consciente. Tal vez el subconsciente nos pudiese aclarar las apariciones.

Tenía mis dudas. Había escuchado hablar mucho sobre la hipnosis y, aunque el doctor González me aseguraba que sería algo completamente inocuo, sentía un ligero y velado temor. Pero, si no había otro camino a seguir, lo intentaría. Todo se valía para exiliar de mí a aquella hermosa y misteriosa mujer del espejo.

 

III

Hasta que finalmente llegó el día en que el doctor Martín González me haría entrar en trance hipnótico para incursionar en mi subconsciente, tratando de averiguar algo velado que pudiese ayudarle a hacer desaparecer de mi vida a la hermosa mujer del espejo. ¡Aquellas últimas seis semanas habían sido terribles para mí! Ahora sí extrañaba mi vida corriente, normal y ordinaria.

Habíamos convenido la cita para últimas horas de la tarde; el doctor González pensaba que era mejor pues a esa hora me encontraría con mi consciente cansado y entonces él podría incursionar en mi subconsciente con mayor facilidad. Llegué a su consultorio un jueves a las cinco de la tarde, la hora convenida. Me recibió amablemente y me preguntó sobre los acontecimientos recientes. Le pasé una cinta de minicasete y le conté los últimos pormenores.

—No hay adelanto —reconoció—. Bien, vamos a proceder con la hipnosis. Esta vez le voy a agradecer que se recueste en el diván.

Así lo hice. Eran las cinco y media de la tarde.

—Respire profundamente y trate de relajarse —indicó con una voz que más parecía un eco.

Lentamente fui relajando todos los músculos de mi cuerpo. Afortunadamente había aprendido a hacerlo en las clases de tai-chi que tomé en cierta oportunidad en que las impartieron en la empresa. Se sentó muy cerca de mí.

—Cuente ahora en sentido inverso, de veinte hasta uno.

—Veinte... —empecé a contar—, diecinueve..., dieciocho...

—No se distraiga. Siga respirando profundamente y continúe relajado.

—Diecisiete..., dieciséis..., quince...

—Sienta cómo está cansado... y ahora quiere descansar..., quiere dormir...

—Catorce..., trece...

—Cuando llegue a diez se dormirá y despertará sólo cuando yo cuente hasta tres.

—Doce..., once..., diez...

—Tres —escuché que voceaba tenuemente el psiquiatra. Desperté, o mejor dicho: volví a mi estado consciente, algo azorado. No recordaba nada de lo que había sucedido después del diez. Sólo él me lo diría.

—Descanse por un momento —me dijo— y trate de reencontrar su ritmo normal de respiración.

Poco a poco me fui calmando y empecé a respirar más sosegadamente. Parecía que me estaba despertando un lunes por la mañana luego de un intenso día dominguero de playa. Miré mi reloj de pulsera; eran las seis y veinte. Había estado en trance hipnótico por casi cincuenta minutos.

—Bien, doctor —hablé finalmente —¿pudo averiguar algo?

—Creo que sí —contestó —. Sin embargo, deberé revisar mis notas y el casete que acabamos de grabar para poder brindarle un diagnóstico profesional. Creo que en la próxima consulta podremos discutir acerca de su patología y del tratamiento. El lunes lo espero.

—¿Y no podrá ser mañana mismo, doctor? —inquirí solícito. Necesitaba deshacerme de aquella mujer cuanto antes.

—Necesito más de un día para analizar los datos. Trabajaré en ellos todo el fin de semana. El lunes lo espero a las dos de la tarde.

No podía presionarlo más. Aún me quedaban casi cuatro días de infierno.

Llegué al apartamento enteramente pálido y sudando frío. Nancy preguntó qué era lo que me pasaba.

—Creo que voy a agarrar un resfriado —mentí. Tomé una decisión: me "enfermaría" y no iría a trabajar ni viernes, ni lunes, y no saldría a ninguna parte ni sábado, ni domingo. ¡No deseaba verme en ningún espejo hasta el lunes!

Y así lo hice. Impartí instrucciones a Nancy para que, cada vez que yo entrara en el baño, tapara con un paño oscuro el espejo que ahí se encuentra; también tapamos el espejo de nuestra alcoba y no me moví de aquellos dos ambientes. Tomaba los alimentos en la alcoba y me distraje casi cuatro días viendo televisión y leyendo algunas revistas y libros, acostado en la cama. En la oficina me reporté enfermo y a través del teléfono giré las órdenes e instrucciones necesarias para que Flora y los demás subordinados pudiesen enfrentar aquellos dos días de labores; por lo demás, lo hicieron muy bien: los tenía muy bien entrenados.

Llegó el lunes y nervioso me encaminé al consultorio del doctor González a la hora convenida. Le pedí a Nancy que me acompañara y que manejara el Corsa. Tampoco quería mirar el espejo retrovisor de ningún vehículo.

Esta vez me senté frente a él en una de las sillas destinadas a visitantes.

—Amigo Rafael, cuénteme. ¿Alguna novedad?

Le narré mi estratagema de no mirarme al espejo. Me había afeitado y peinado únicamente en la mañana de aquel día y teniendo junto a mí a Nancy.

—No la he vuelto a ver.

—Bueno, pasemos. Antes de empezar a darle el tratamiento que creo necesario para usted, le voy a formular algunas preguntas. ¿Está de acuerdo?

—Está bien —accedí.

—Bien. ¿De qué color son sus ojos?

—¿Los míos?

—Sí.

—Entre marrones y verdes —contesté aún sin saber a ciencia cierta en qué influía el color de mis ojos en mi mal.

—¿Y los de la mujer del espejo?

—Igual, entre marrones y verdes.

—¿De qué color es su pelo?

—Negro.

—¿Y los de la mujer del..?

—Negro, también.

—¿Cuánto mide ella, así, a grosso modo, comparada con usted?

—Es... es casi de mi estatura.

—¿Es usted hombre o mujer?

—Hombre, por supuesto.

—¿Cómo se considera usted como hombre?

—No entiendo la pregunta.

—Pues le voy a dar también la respuesta. La conozco porque conozco su personalidad a través de las consultas que hemos mantenido. Usted es un hombre enteramente masculino. Impetuoso; arrollador; posesivo; conquistador: tiene dos mujeres; dominante: se impone en sus negocios, en su vida social, a sus mujeres y a sus hijos; a veces violento, peleas con los amigos, con los subordinados; hedonista: se autocontempla continuamente en el espejo; no coquetamente, sino egoístamente; en otras palabras, amigo Rafael, usted es un ser enteramente masculino. Dígame, ¿cuál es su color preferido?

No me dio tiempo para pensar la respuesta, la que salió inconscientemente de mis labios.

—Rojo.

—¿Se acuerda de la turbación de la mujer en el espejo cuando usted le preguntó por su nombre?

Sí me acordaba. Nunca se lo había mencionado, ¿cómo lo sabía? La hipnosis, sin duda.

—Sí.

—¿Por qué nunca me lo había mencionado?

—No lo creí importante y, sinceramente, olvidé mencionárselo.

—Pues allí está la clave de todo.

—No comprendo.

—Primero déjeme aclararle algo —respiró hondo—. Todas las personas, sean hombres o mujeres, tenemos formados en nuestra personalidad ambos sexos. Una parte masculina y otra femenina. La mayoría de las personas va por el mundo inconsciente de esa particularidad que, no obstante, se manifiesta todo el tiempo, por ejemplo, cuando una mujer se entra a puñetazos con otra por el amor de un hombre: le aflora su lado masculino; o cuando un hombre prepara un exquisito plato en la cocina para su familia: le aflora su lado femenino.

Yo lo oía, mas no comprendía qué tenía que ver todo aquello con la mujer del espejo.

—Esa mujer en el espejo, amigo Rafael; es usted mismo —soltó de repente.

—¿Yo? —el que debería ir al psiquiatra, indudablemente, era este doctor Martín González, estaba loco de remate.

—Sí. Es su lado femenino que, inconscientemente, y no sé por qué extraño sortilegio o mecanismo, se le ha manifestado en esa forma. Lo que ella quiere es formar parte de su personalidad, pero usted con su "machismo" no la deja. Amigo Rafael, usted deberá aprender a ser más femenino; a ser más respetuoso de su relación de pareja, a tratar mejor a sus hijos, amigos, empleados y relacionados, a ser más intuitivo y menos matemático e impulsivo, a ser menos violento y más diplomático; a ser menos posesivo y más generoso; en otras palabras, amigo Rafael, usted deberá aprender a ser un poco más mujer y menos "tan" hombre.

Y mientras el psiquiatra iba narrando aquello un sudor frío corría por mi frente. Era tan verídico como una catedral.

—¿Y qué puedo hacer, doctor? —asomé trémulamente.

—Bien. ¿Usted está dispuesto a cambiar?

—Resueltamente..., sí.

—En ese caso, la solución es muy simple.

—¿Cuál es la solución?

—Si usted está dispuesto a cambiar su forma de ser, y aprender a que su lado femenino aflore; lo primero que tiene que hacer es ponerle un nombre a la mujer del espejo.

—¿Un nombre?

—Sí, algo así como un bautismo.

—¿Y después?

—Luego ella se irá y únicamente regresará cuando usted se olvide otra vez de su lado femenino. De todas formas, estaré siempre a su orden para continuar tratándolo y sacando a flote a esa parte tan importante de su personalidad.

Salí turbado del consultorio.

—¿Cómo te fue? —inquirió Nancy que aguardaba por mí.

—Bien —le contesté—. Creo que será mejor que vayamos a casa. Tengo algo que confesarte.

Llegamos a casa y, con mucho temor, le conté lo que tenía con Fabiola. Tal como lo imaginé montó en cólera y armó una maleta con sus cosas.

—Me voy a casa de mis padres —amenazó—. Después vendré a llevarme a los muchachos —ellos estaban en una fiesta infantil en casa de sus tíos y se quedarían a dormir allí.

—¿Podrás perdonarme? —le supliqué—. Eso se acabará hoy mismo.

—No. Ahora no te puedo perdonar. Necesito tiempo para pensarlo.

—Está bien. Te puedes quedar en el apartamento, yo saldré de aquí.

—No. Necesito a mi madre y, además, deberás seguir pagando las cuentas. Si te vas quién sabe de lo que eres capaz de hacer. Confié en ti y me engañaste.

—No volverá a suceder. Te lo prometo. Acuérdate que estoy en tratamiento psiquiátrico. No dejes que tu lado masculino te nuble la razón.

—¿Qué sabes tú de eso?

—Mucho. Por eso es que en este momento me estoy sincerando contigo y te estoy pidiendo perdón.

Como la vi dudosa, volví a rogarle.

—Por favor, no te vayas. No me abandones ahora, te necesito.

—Bien..., lo pensaré. Ahora iré a pasar unos días a casa de mamá y luego te llamo. Adiós. Me llevo el Corsa.

Y salió dejándome solitario en el apartamento. Volvería, sin duda, y me perdonaría y la haría la mujer más feliz del universo.

Llamé por el celular a Fabiola y tajantemente le dije adiós. Qué todo estaba terminado entre nosotros. Llorosa y comprensiva se despidió dándome a entender que ya preveía el fin de esa relación. Mejor que mejor.

—Después de todo —me dijo en una de esas—, ya casi ni nos vemos.

Entonces entré en la alcoba y respiré profundamente tratando de dar ínfulas a mi ánimo. De un único jalón quité el paño que cubría el espejo. Allí estaba ella, esperándome. ¿Desde cuándo estaría esperándome?

La contemplé un buen rato y sonreí dulcemente, contestando a su luminosa sonrisa. Se veía tan radiante y tan bella como la primera vez.

—Hola —saludé.

Silencio.

—¿Cómo te llamas?

Percibí cómo su sonrisa menguaba ostensiblemente. La misma reacción ante la misma pregunta acerca de su nombre.

—¿No tienes nombre? Pues, ahora, en este mismo instante te voy a poner uno. Yo, Rafael, tu lado masculino, te nombro Rafaela, mi lado femenino.

Su sonrisa volvió a iluminar el recinto y sus ojos empezaron a destellar, humedecidos, brillantes.

Poco a poco volteé para verla desaparecer. Pero esta vez, al terminar de voltear, aún se encontraba allí, parada frente a mí. Se veía tan hermosa y provocativa como siempre. De pronto alzó los brazos, como queriendo abrazarme, y dio los dos pasos que nos separaban. Mientras desaparecía de mi vista sentí cómo su esencia se unía en una sola esencia con la mía propia. Por breves segundos quedó un extraño y fragante perfume flotando por el ambiente. Nunca más la volví a ver.

Dedicado a mi hija Déborah.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 7 de junio de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes