Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 109
24 de mayo de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Tres relatos
Aymer Zuluaga

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Muñeca rota

La habitación era pequeña y fría, las tristes paredes sostenían el rastro de los clavos que allí estuvieron colgados. Ni los directos rayos de sol que entraban con vigor por la ventana calentarían ese ambiente allí contenido. La cama estaba destendida, con la apariencia de llevar así muchas semanas. Sobre el lecho la muñeca rota tenía sus brazos de tal manera distendidos, que hacían espacio a la ausencia de alguien; su rojiza cabellera ya no irradiaba calor, ni quedaban vestigios de lo flameante que antaño era, la proporción de sus medidas parecía tan matemática que su simetría era molesta.

Desnudo su torso, descalzo y vestido con un jean descolorido estaba Nelson, proyectando su sombra sobre la cama. Con medio cigarrillo entre sus torcidos dedos índice y pulgar, fumaba con la paciencia que le caracterizaba; era tal su lentitud entre bocanada y bocanada, que se diría que ordenaba a cada músculo involucrado cual debía ser su función, y cual su velocidad para inhalar el humo que luego se dibujaría en espirales iluminados, a través de los rayos del sol que invadía la ventana. La inocencia de su rostro recordaba con nostalgia la mirada de su muñeca inflable, en aquella época, cuando recién empezaban su pasión.

 

Barancey

Antes de frecuentar estos lugares yo era una niña trigueña, de rasgos anglosajones, cabello pardusco y hoyuelos en las mejillas que vivía con mis padres en algún lugar de Beverly Hills, con todos los lujos, la mejor ropa y cantidades industriales de juguetes, pero pocos amigos. Mi alcoba, que ahora es radiante cárcel, está decorada con fino gusto y con todos los accesorios propios de una gran colección de muñecas. Las sedosas cortinas tras de las cuales me ocultaba, eran también escondite de juguetes que quedaban olvidados por mis continuos cambios de ánimo.

Todo empezó el día de mi cumpleaños número once cuando destapaba los aburridos regalos, entre los que encontré la interesante caja que contenía la muñeca de mis sueños. En letras curvas y doradas decía Luis XIV "coiffeur de dames" made in France, y un arco de flores envolvía seductoramente la palabra Barancey. Según las instrucciones era menester cepillarle el largo, blanco y lechoso cabello mientras se pedía el deseo; el cepillo gris plomizo que traía estaba diseñado para que sus cerdas vibraran al contacto de la cabellera, brindando un masaje a la palma de la mano, lo que sumado a la tranquila placidez de acariciarlo convertía al caballo del tiempo en inalterable caracol mientras lo hacía.

Día y noche la pasé en esa cariñosa tarea a pesar del disgusto de mis padres, ahora me atrevo incluso a asegurar que en gran medida sus reclamos me persuadían de alisarla desde la raíz hasta la punta, cada vez con mayor esmero. "No peines mas esa muñeca", repetían mientras mi pasatiempo favorito se convertía en recorrer la suave melena con el cepillo; incluso dejé de esparcir juguetes y cachivaches por toda la casa para retraerme en mi silenciosa misión.

Mi padre, en su afán de distraerme, optó por regalarme todos los accesorios de la melenuda, que consistían en los zapatos y ropa de moda, la lencería más provocativa, y cantidades de objetos para vestirla y ocuparla en los más diversos oficios. El poco uso que yo le daba a estos trebejos contrastaba con la manía de frotar ensimismada sus cada vez más largas mechas; cuya longitud ya se acercaba a la que yo lucía desde mis nueve años.

El cambio que noté en el brillo de sus ojos me sedujo aún mas para continuar la labor, descubriendo su cuerpo perfecto y su sonrisa eterna tras esa sedosa mata de pelo y haciéndome desear, por un segundo, en convertirme en tan agraciada muñeca. Las cortinas detuvieron mi agobiante caída y los saltos de alegría de ella alrededor de la habitación terminaron por marearme; la muñeca había tomado mi lugar y el cansancio me había vencido.

Desperté al sentir que halaban mi enredado cabello, el pánico al ver el mágico cepillo en manos de la impostora se congeló cuando encontré su astuta mirada. Alguien abrió la puerta y ella me depositó lentamente sobre la cama de la casa de muñecas, no escuché nada muy claro pero me pareció que le discutían; ella regresó para tomarme entre sus brazos y llevarme ante el espejo que nos reflejaba en diagonal. Mi eterna sonrisa congelada en el rostro de muñeca no dejó espacio para el grito que se diluyó entre mi blanco y lechoso cabello; ella en cambio era una niña trigueña, de rasgos anglosajones y cabello pardusco que me medía ropas. Eligió al fin un ajuar negro con sombrero de malla y empezó a jugar conmigo llevándome por todo el lugar, pero los golpes en la puerta la obligaron a dejarme sobre la mesa del espejo, al lado del cepillo gris plomizo causante del intercambio.

Cada día que pasaba, mi padre insistía en ir más seguido a mi alcoba para continuar con los reclamos y regaños esparcidos por la casa a causa de la muñeca; la relación entre ellos estaba peor y deteriorándose. Mi padre se pasaba sermoneándola con que me notaba cambiada y que le molestaba verla acicalar las greñas de la muñeca insistentemente. Ella se cuidaba de no sacarme de la habitación y aunque le gustaba alisarme el cabello desde la raíz hasta la punta, se detenía a tiempo antes de dejarse cautivar.

Hoy, sin embargo, su llanto lo ha calmado con continuas caricias a mis mechones, llevándome incluso a sentir de nuevo en mis ojos el brillo y la intensidad. Cómplices, contemplábamos ambas en el espejo la conclusión a la que sus lágrimas la habían llevado; cuando los pasos de mi padre sonaron delatando que se acercaba. Ella corrió a ocultarse tras la cortina mientras me dejaba olvidada sobre la mesa del espejo. De espaldas a la puerta veo a mi padre entrar lentamente; en su rabia no repara en el bulto que hay tras la cortina, me observa allí inerme y me levanta con cuidado retirándome el negro sombrero, sus dedos comienzan a acariciarme el cabello y se queda allí ensimismado por unos segundos, pero al ver el cepillo su rostro cambia, abre afanosamente la gaveta y saca algo que no puedo ver. ¿Qué tiene en su mano? Solo veo a través del espejo cómo Barancey, oculta tras la cortina, reprime un grito, escucho pausadamente a mi padre decir: "Tú me quitaste a mi hija, le robaste su sonrisa adornada con hoyuelos", mientras de la sombra de su mano aparecen las tijeras y cae el primer mechón.

 

Conversión de San Efisio y Batalla

Mi nombre es Efisio, y algunos me anteponen santo, lo que me da lustre y color. Mi historia inicia en el siglo XIV cuando, en conflicto, fui capturado por Spinello Aretino y reducido mi espíritu a mil quinientos metros cuadrados, en Pisa, Italia. Desde mi confinamiento, pude ver la imponencia de los edificios de la plaza, la grandiosidad de la República Pisana, la manera en que los artistas iban reinterpretando las formas. Desde allí, testimoniaba con la mirada las decoraciones de las estructuras basilicales romanas y me asombraba ante el regreso del uso del mármol. Doy fe, pues, de las reelaboradas estructuras arquitectónicas y decorativas difundidas en el mundo islámico que en la ciudad están y que a la distancia de una mirada contemplé durante mucho tiempo, con la ilusión de alargar un brazo para tocarlas.

Desde una esquina de mi encierro era fácil embelesarme observando la cúpula de la Catedral y las columnatas internas, o los arcos agudos de la galería del bautisterio y del camposanto; me ubicaba allí y abría los ojos dejando que las imágenes me penetraran como hace el sol en los vitrales. En ese breve espacio vagué, hasta que un cegador y ensordecedor ataque aéreo, durante la Segunda Guerra Mundial; me llevó al claustro del cementerio.

El tiempo y la intemperie me gastaron al unísono, la pintura al óleo donde estoy capturado se vio aun más dañada por los esfuerzos fallidos de restauración, cuando fuimos retirados de las paredes y pegados a lienzos. Oscureciendo más mi desgracia, el pegamento orgánico usado para endurecer dañó pigmentos de las pinturas y resistió todos los esfuerzos para removerlo. Los intentos vanos de usar solventes químicos me tornaron aun más opaco.

Hace dos meses llegaron los restauradores de arte, con su cultivo de ávidas bacterias. Su hambre me va expurgando de impurezas, y ya ha revelado las coloridas vestimentas de los ángeles que trazó Arentino para mi compañía.

Siento el recorrido de las pseudomonas cumpliendo su misión, que me va renovando como baño de burbujas tras extenuante jornada. Aliméntense bien, queridas mías, pues siglos de mugre nos cubren a todos tras las guerras.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 7 de junio de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes