Crónica de las islas en la isla
No es casualidad que Manhattan sea una isla. No es casualidad como ninguna geografía puede ser casual,
por más que el designio de lo humano no haya tomado parte en su constitución, por el hecho de que la
geografía es un hecho humano, una mirada, un palpar de lo humano sobre la tierra, una averiguación de
dónde están los pies humanos sobre la tierra. Que Manhattan sea una isla viradita, flotando gravitacional
al costado de una bestia, no es casual, porque así es el mundo, y el mundo es un animal que no es casual
porque sigue sus coordenadas, practica su rumbo, y no es descartable que Manhattan sea una isla caribeña en
millones de años, acaso cuando no hayan humanos y se queden las ruinas hermosas señalando al cielo en un
gesto de triunfo, de que no es casual, no es arbitraria la materia. No es imposible que Manhattan viaje en
el mar y en el tiempo, sin ojos que la miren. Porque ya Manhattan viaja, igual como es viajada.
Pero, y acaso por lo tanto, tampoco es casual que Manhattan sea habitada por isleños, sin contar que ya
habitar Manhattan es ser isleño por definición. Prófugos irlandeses provenientes de isla herética la
habitan. Dominicanos escapantes de una isla dividida más por una memoria de mentira que por un idioma
caminan sus calles flotantes; sicilianos con rituales profanos a la magna roma, puertorriqueños invitados y
provocados por una falsa invitación y provocación que hicieron cierta son sus fidedignos habitantes, como
todos. Mucha, mucha gente rodeada de agua, que cruza el agua para olvidar que no quieren olvidar estar
rodeados de agua.
No, no es casual que Manhattan sea una islita, torcidita y navegante. Y no es exactamente amor lo que nos
invita a los isleños a habitarla por un rato. Es mucho más el miedo, la aventura que toda isla provoca en
el isleño, las ganas de tomar mar como ruta aunque esa ruta ocurra aérea, la desgracia que las islas
sufren en este mundo tercero, lo que hace cruzar mar. El hambre causa en los humanos un ansia de cruzar los
mares, y no hay nada más posible e imposible de cruzar que el mar para un isleño. Tampoco hay más remedio
de lo posible y lo imposible.
Toda isla es un sueño, una imaginación del alma. Manhattan es el sueño y la pesadilla de todos
nosotros, los que la habitamos por un rato, los que la soñamos, los que soñamos escapar de ella, los que
morimos y vivimos en ella y el montón de almas que, en otros territorios isleños y no isleños, vivimos de
su savia, que es la nuestra, aunque no nos pertenece. Manhattan, en su isleñidad, es el lugar del deseo del
terrestre, del que nace y habita el territorio continental, las placas grandes que aplacan el planeta con su
gran peso, con su estadía, su fijeza en sí misma imaginaria, fugaz. La isla es el lugar a donde huyen los
criminales y los locos, los herejes, los dictadores, los pobres del mundo, los ricos de este mundo, los
turistas que aman el sol y los colores, los que quieren olvidar su nombre. O a donde son literalmente
desterrados los criminales y los locos, los dictadores, emperadores, los herejes del mundo. Es también el
lugar del deseo de escape, de donde escapan esos mismos criminales, esos locos, todos nosotros, de donde se
van, en balsas, en aviones, en camiones maniobrados y fantásticos, casi siempre a otras islas. Para otra
vez poder escapar. Porque Manhattan es la posibilidad del escape y la imposibilidad de escapar. Porque esta
isla no ha nacido aún y nace, día a día, en muertes, en maravillas, en los corazones que la habitan y los
que sueñan con habitarla, desde lejos.
Crónica del vértigo
Hay que estar loco para venirse a vivir a Nueva York. Hay que estar loco para vivir, habría que decir,
pero en este caso y solo en este, no es para tanto. Venirse a la muchedumbre, acaso desde la muchedumbre, a
la verticalidad cuando todo lugar es vertical, venirse a un sueño cuando todo lugar es un sueño y a la vez
una pesadilla, estos paralelismos que son a la vez paradojas provocan el vértigo, y por eso digo que hay
que estar loco. Para intentar vivir aquí.
Porque Nueva York es un vértigo. No sólo un imán, concentración de espacio que atrae
gravitacionalmente a las gentes de lugares excéntricos, que expulsan a la gente (porque Nueva York también
es eso, un lugar del que siempre hay que escapar), sino una vorágine que traga y que desea ser tragada.
Mirar hacia arriba en esta ciudad es incomparable a mirar arriba en cualquier otro lugar del mundo. Mirar
hacia abajo en esta ciudad es incompatible con mirar abajo en cualquier otro punto del universo. Hacia
arriba, cuando uno mira desde el corazón de hierro y de cristal de la ciudad, la mirada se encuentra
aprisionada por una arquitectura que arrastra a la mirada como por túneles hacia arriba y por la
limitación de descubrir que sólo existe un pedazo de cielo. Hacia abajo, cuando uno mira desde las puntas
de los alfileres de metal y de vidrio que la pueblan, uno ve lo que no es el mundo. Subterráneo, en la
culebra del subway,
uno ve hacia arriba y casi siempre ve una ilusión de otro arriba, o las entrañas desnudas de una ciudad
siempre vestida. Hacia abajo, mirando desde esas entrañas subterráneas, uno ve la muerte, siempre al
acecho. Y uno siente un alivio, de que en esos rieles habita la muerte electrocutada o por impacto de
vagón, pero ese tren que viene (porque casi siempre viene) casi siempre lleva a uno a un lugar que aún no
es la muerte. Una diligencia, un trabajo, una barra, un amigo, una amiga, un amor, un dinero, esas cosas que
exactamente disfrazan la muerte de otra cosa, de otra máscara que se llama la vida. Nueva York es ciudad de
la mirada y la ceguera, los rieles del tren son metáforas exactas de la dirección de la mirada, Nueva York
te enseña a mirarla, como un espejo, o una mujer.
Vivir esta ciudad es siempre comenzar. Comenzar a aprender a mirar, siempre, como un lugar que siempre ha
estado ahí, paleolítico, tan ahí que no hay forma de mirarlo sin sentirse que uno siempre está empezando
a mirar. Que no hay vejez que no sea un principio aquí. Por eso es que hay que estar loco para vivir en
Nueva York. Yo no he comenzado aún a vivir en Nueva York porque Nueva York acaso no ha comenzado a vivir. O
acaso Nueva York es ya tan vieja, tan vieja como el mundo, que tiene la paciencia de esperar para nacer
conmigo y, núbil, enseñarme algunas cosas.
Porque, para bien o para mal, Nueva York no es un invento del mundo. El mundo esperaba impacientemente
millones de años por Nueva York. Nueva York puede ser paciente. Acaso para existir, o para explotar. Es lo
mismo. Aquí, en Nueva York.