Piedra liminar
Dos casos, desafiantemente personales y extremos, admite nuestra literatura fantástica: Adolfo Bioy
Casares y Santiago Dabove. Anverso y reverso de una misma moneda, autor de un corpus regular y sistemático
a lo largo de más de medio siglo, uno; escritor de una sola obra póstuma, el otro; famoso —a su pesar—
el primero; retirado del mundo, de los objetos del mundo y de los hombres, el otro; amante de la palabra
escrita, uno; maestro oral, en la tradición de los evangelios y de Pitágoras, el otro; hedonista de las
tersuras de la vida, el primero; obseso de la muerte y de sus destellos...
Las fusiones y los contrastes a los que nos someten Bioy Casares y Dabove son innumerables. Ambos fueron
también escépticos a ultranza y cosmopolitas, apátridas del universo y teogónicos, fervorosos de Swift y
de Poe, razonadores de Hume y de Berkeley pero, por encima de todo, librepensadores, para usar un arcaísmo
que muy pocas bocas dejan caer en este tiempo. He querido sustraerme a las crasas connotaciones del
sustantivo "retrato". Si bien incluyo el término en el título de esta nota, tengo la necesidad
de declarar que lo hago en un sentido paródico y de alusiones imaginarias. ¿Acaso las máscaras que
simulan un "retrato" o, inversamente, el tétrico laberinto de una cara, no proyectan siempre la
vigilia de un reino que estamos a punto de descubrir?
Éxtasis y resurrección de Santiago Dabove: esa feroz criatura que atravesó el relámpago
Sus ojos son llama de fuego,
y en su cabeza lleva muchas coronas
con un nombre escrito que no sabe sino él mismo...
Apocalipsis
XIX, 12
To the clear day whith thy such clearer light,
When to unseeing eyes thy shade shines so!
William Shakespeare, Soneto XLIII
¿Cuál es la representación ulterior, el diseño más fiel que nos queda de un rostro, acaso el
perdurable, el verosímil, cuando ese rostro ya es polvo, o ni siquiera eso? Plotino se negaba a la vanidad
de ser reproducido en erróneos retratos que delataran al porvenir (también dudoso) la forma sensualizada
de unos labios, dos ojos empeñados en traducir este universo insoluble, tal vez la extraña reminiscencia
de una nariz griega. Menos cerca de los dictámenes de Pirrón de Ellis que de las proposiciones de
Berkeley, veía de este lado las sucesivas o concéntricas ramificaciones del mundo ilusorio que no era sino
otra de las formas de un yo hecho de escorias y cenizas.*
El irisado Leonardo escribiría, siglos más tarde, que cumplidos los cincuenta años cada hombre tiene
la cara que se merece: una especie de cartografía individual, un definitivo censo de premios y derrotas, su
propia efigie gastada por él y por los otros bajo incontables días. En un desconocido texto sobre
Montaigne y Whitman, Borges se pregunta: "¿Quién, entre los autobiógrafos, es un rostro y quién una
máscara?", para indagar a continuación en esas "extensiones mágicas o divinas del principio de
identidad".
¿Cómo dibujar, en el espacio y el tiempo que me toca, un retrato de mi cercano Santiago Dabove, nacido
y muerto en un mítico Morón del que ya nadie habla? ¿Empezar por las malditas —y por qué no erróneas—
fechas que la lápida y los diccionarios registran: 1889-1952? ¿Escudriñar la conjunción de agonía,
crueldad y metafísica del extrañamiento que prefiguran los relatos y poemas de La muerte y su traje,
su único libro? ¿Recordar (o entrever la nostalgia del recuerdo) de las incalculables tertulias con su
hermano Julio César, Enrique Fernández Latour, Macedonio Fernández, y a veces un dentista de apellido
Roccatagliata, en esa habitación destartalada de Morón que el mismo Macedonio alquiló frente a las vías
del Ferrocarril Oeste para estar cerca de los Dabove, y que bautizó luego con el insólito nombre de
"El Tríquio (con pelos y señales)", habitación donde nació El zapallo que se hizo cosmos?
¿Acaso hablar del violinista más solitario del mundo tocando el instrumento sin el arco como si fuera
un laúd, con las manos trasvasadas por enfermedades incurables e invocando a la Nada (sólo a la Nada
podía invocar Santiago) por su muerte total? ¿O entrar, minucioso y secreto, en los complejos y altos
alminares donde el testigo aún nos narra la terrorífica pero espléndida catábasis de Finis?
¿Mirar al poseído recorriendo su vieja casa como un rehén —al cabo de un tiempo todo poseído se
convierte en prisionero—, y repitiendo aquello de Hafiz: "Soy; mi polvo será lo que soy", y
tantas otras cosas que el olvido borró "en la carrera de todos hacia abajo"? Estas preguntas
contienen verdades parciales de alguien que en la Tierra se llamó Santiago Dabove y que, por fortuna del
azar, jamás mereció el precario epíteto de "clásico", ni integró las deleznables e
insuficientes listas del "canon oficial". Todo retrato implica una agonía imposible, y sólo la
dimensión imaginaria de los textos del escritor pueden aproximarnos a sus máscaras.
Cuando visité por primera vez a Borges en su laberinto (el ya mitológico departamento de la calle
Maipú), yo era un adolescente obsesionado, entre muchas otras cosas, con aquella terrorífica línea de uno
de sus poemas sobre Buenos Aires, línea que sentencia: "...Es una esquina de la calle Perú, en la que
Julio César Dabove nos dijo que el peor de los pecados que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y
sentenciarlo a esta vida espantosa". ¿Quién era esta criatura abismal y abismada, cuya presencia me
depararía una serie de revelaciones a lo largo de los años? ¿Quién, ese anarquista coronándose de
espinas frente a la desesperada inutilidad de los objetos del mundo? No resulta azaroso que Borges
descubriera en casa de los Dabove siempre los cajones de los muebles a medio abrir y curiosamente vacíos.
Julio César Dabove, médico y escritor, fue la puerta de entrada a la obra de Santiago, que coincidía
con su hermano en aquello de que la vida es la cosa más atroz, y que engendrar un hijo es condenarlo a la
más profunda miseria. Borges sentía, aún en 1983 y 1984, la presencia amistosa de los Dabove, su
legendaria y nutriente hospitalidad. Borges, el verdadero descubridor de Dabove (publicó inicialmente sus
relatos en el suplemento de Crítica
y en Anales de Buenos Aires
en la década del ‘30, incluyendo diez años después el relato "Ser polvo" en la Antología
de la literatura fantástica,
escrita en colaboración con Bioy Casares y Silvina Ocampo), recordaba a un Santiago que, como Mark Twain o
Emily Dickinson, casi nunca salía de su casa (hablaba, naturalmente, de Morón) porque opinaba que los
avatares de los viajes no son necesarios para la obra literaria, menos aun para la vida. Una sola excepción
mencionada por Borges: "...y fuera de algún viaje al sur de la provincia de Buenos Aires...".
Santiago Dabove se me presenta, por sobre todo, como un maestro oral en la tradición de Cristo,
Sócrates, Orfeo, Pitágoras o el Buda. Acaso —¿por qué no?— como un maestro druida. Es sabido que, al
igual que Macedonio, regalaba cuentos y poemas para que otros lo escribieran, influido seguramente por
aquello de que "la letra mata y el espíritu vivifica" (Borges cuenta al principio de "La
intrusa", que la primera versión le fue dada por Santiago; análogamente "Tlön, Uqbar, Orbis
Tertius", la teología de Hakim, "El Estupor",** e incluso no pocos cuentos de puñales del
maestro argentino tienen reminiscencias del universo de Dabove).
Los veintinueve textos de La muerte y su traje
son el mismo espíritu del manantial que entrevió Mallarmé. Porque "Todo fluye de manantial... y el
esplendor tiende a fundirse en la pureza total del cauce". El genial conversador, el irreprochable
amigo, el devoto de la muerte y sus metamorfosis, el cáustico humorista y el cínico empedernido, están en
esa única e imprescindible obra de nuestro tiempo. Todos ellos se asemejan a Santiago Dabove. Todos ellos
se mutilan y se alejan de sí mismos en una desgarrada orgía carnavalesca para volver a crearse.
En aquellos años en que yo visitaba a Borges, no sospechaba siquiera, no podía sospechar, que algún
día escribiría el primer estudio sobre la obra integral de Santiago Dabove. La escritura de ese ensayo me
deparó una incalculable felicidad, siempre afín a la literatura, y no fue sino un reencuentro más con el
amigo querido. Cito un pequeño fragmento del final del mismo: "Al igual que esos lujosos y
extrañísimos juguetes de la geometría no euclidiana —los fractales—, que nacen y se deconstruyen cada
vez, o acaso como el Mælström, esa corriente marítima del Ártico hecha de torbellinos espiralados y de
negras lluvias reverberantes, caníbales, así se nos presenta el universo de Santiago Dabove: esta feroz
criatura que atravesó el relámpago, que lamió su llaga (como quiere René Char), que entrevió la Vigilia
y entró, ya para siempre. Santiago Dabove es nuestro precursor, nuestro actual, un ingobernable futuro. Es
un gran Ojo Escrutador. ¿Por qué no sumar a estas palabras dos palabras más, acaso claves: El
Testigo?".
Junto a las plantaciones de una eternidad en la que se repliega y se expande, en la que nos sobrevive,
Santiago Dabove ensaya su postergada novela sobre un Morón de duros guapos y de errantes metafísicos.
Santiago Dabove, que sabe ahora que el rostro de Cristo es idéntico al del grabado de Holbein, realiza
extraños viajes. Juega con los dados de esa eternidad.
Adolfo Bioy Casares: "Irse o esta luz reverbera hasta el futuro"
What promise hast thou faithful guarded since
the day of sacrifice? Or, have new sorrows...
John Keats, Endymion
Después, qué importa del después...
Naranjo en flor,
Homero
Expósito, tango
Al diseñar (al intentar transcribir con palabras de este mundo) en el espacio y en el tiempo la figura
de un hombre, corremos el albur de cerrar tras de nosotros puertas secretas, acaso inconcebibles y por qué
no apócrifamente maravillosas, o de eludir, con negligencia, rasgos de un esplendor que ya no vuelve. Un
retrato es siempre nada más que un perfil de vértigos, un titubeo de significantes, la peligrosa denuncia
de un instante mortuorio en la que el retratado no es más que una suma de vacíos sobre la mirada del otro.
Convocaré a esa "serpiente del recuerdo" —como quiere el Shelley de Adonais—, y empezaré
a habitarme por las presencias del Bioy Casares que frecuenté y leí fervorosamente, presencias que se
entrecruzan ahora como en la atmósfera de un sueño lustral, el sueño más lúcido de la vigilia,
fusionándose aun en sus contrastes más extremos. Ese recuerdo, de ahora en más, estará hecho de eternos
presentes, como en estas líneas de Eliot que Bioy gustaba repetir: "And the way up is the way down,
the way forward is the way back. / You cannot face it steadily, but this thing is sure, / That time is no
healer...".***
Muy pocos críticos han indagado la influencia de la fotografía en la obra de Bioy y de Silvina Ocampo.
Desde La invención de Morel, Plan de evasión
y los relatos de La trama celeste
hasta Historias desaforadas,
pasando por el ineludible La aventura de un fotógrafo en La Plata
—uno de sus libros predilectos, según me confió una tarde de 1988—, la resignificación de la imagen y
la representación de la realidad se enriquecen junto a las enérgicas (pero casi invisibles) sombras de
pensadores leídos y estudiados por ambos: los empiristas ingleses del siglo XVIII, en especial Hume y
Berkeley, Shopenhauer, Blanqui, Dunne, Francis Galton, entre otros.
En el caso personal de Silvina Ocampo, su afición y deslumbramiento por la fotografía provenían de su
oficio de pintora: estudió en París, durante los ‘20, con Giorgio de Chirico y Léger. Recuerdo una
tarde del otoño de 1989 (casi otoño, mediados de marzo), en el que compartí un paseo con ellos por la
plazoleta San Martín de Tours, ubicada enfrente de su casa, y nos sentamos a charlar debajo de los gomeros
centenarios. Silvina traía, casi a escondidas, una pequeña valijita de color verde grisáceo. Al final del
encuentro, la abrió, no sin disimulada ansiedad, y comenzó a mostrarme fotografías tomadas por ella y por
Bioy a una cantidad increíble de personajes: Mastronardi, Horacio Rega Molina, José Bianco, Borges,
Victoria y Angélica Ocampo. En algunas de ellas, Silvina se había recortado o borrado con ácido. Es
conocida su aversión por el rostro y sus metamorfosis, que ella sentía a veces como un objeto intolerable
y atroz.**** Esa tarde me mostró una deslumbrante toma de Wilcock, un perfil armonioso y ambiguo, como un
rostro de Cimabue o del Giotto.
En Bioy, la fotografía era una pasión equiparable al amor o a la literatura, una forma de felicidad en
este mundo. La aventura de un fotógrafo en La Plata,
más allá de los avatares incidentales o de los rasgos propios de una mera comedia de enredos, es una
metáfora del hombre de letras y un homenaje a la fotografía. ¿No seremos acaso otro Nicolasito extraviado
en la complejidad de la urbe, emblema (a su vez) del universo? La historia del mundo es una historia de
impresiones. El objetivo fotográfico crea el mundo de Nicolasito, lo crea pero también lo fulmina.***** De
manera análoga, puede leerse La invención de Morel.
Bioy admiraba al escritor, antropólogo, explorador y fotógrafo Francis Galton. Si bien éste debe
considerarse una lectura de juventud (sobre todo de su estancia en Pardo y en Villa Allende, Córdoba), en
sus últimos años solía citarlo no sin una sonrisa ingenua y cómplice. Silvina lo pintó leyendo su Inquiries
into human faculty and its developmet,
cuadro que Bioy prefería entre todos los de Silvina, y que me mostró contentísimo, a fines de 1989, con
motivo de una restauración hecha por el hijo de una empleada suya.
El humor era una constante en él. Cierta vez, me dijo que constituía "uno de los más eficaces
remedios contra la solemnidad", a lo que repuse inmediatamente, "y contra el enfático
tremendismo, como quería Cortázar". Estas características eran las que Bioy admiraba en autores como
Santiago Dabove, Cancela o Macedonio Fernández. También en Swift y en el doctor Johnson. Así, el humor es
detectado por sus múltiples variantes como chiste, como parodia sobre la parodia, como suceso cómico,
hasta la exaltación de la sátira o del grotesco más descarnado. Los cuentos de Bustos Domecq o de Suárez
Linch son escritos a la manera de una transgresión: reflexión del lenguaje a través del mismo lenguaje
(es decir, un lenguaje vuelto hacia adentro, incluso, en ocasiones, a expensas de las tramas), como forma de
fisura de lo convencionalmente aceptado por el uso. También gustaba de definir al humor, siguiendo a
Humberto Saba, "como una de las formas más íntimas de la cortesía".
"Lo que hay que evitar en literatura" (para citar una especie de vademécum de la prehistoria
de Bioy), parece convertirse en una enumeración inacabable de preceptos académicos, de neologismos y de
eufemismos tendientes a lo barroco y estrafalario. Él aceptaba haber cometido todos esos errores, razón
por la cual no gustaba referirse demasiado a textos como La estatua casera
o Siete disparos contra lo por venir.
En una oportunidad, aludí a la trama de uno de los textos del primero de ellos, creyendo hallar algunas
claves o señuelos de sus libros futuros. "La estatua casera",
me respondió, "sólo se salva por los lindísimos dibujos de Silvina". Es verdad que en ellos no
encontramos el magnífico y exigente narrador de El sueño de los héroes
o de El gran Serafín,
pero no deja de resultar interesante indagar en aquellos primeros libros de un Bioy Casares por demás
extraño.
Cuando publiqué mi segundo libro de poemas, La línea y el círculo,
****** aún vivía en Misiones, y decidí acercárselo con una timidez que rondaba el temor, si no el
espanto. Mi admiración literaria me había llevado a dedicárselo a Adolfo y a Silvina (a ésta aún no la
conocía personalmente, pero ya había empezado a dictar conferencias sobre su obra). Un suceso mágico —no
encuentro otro epíteto más justo— me depararía esa mañana: allí estaba Silvina, con sus cabellos
sueltos y descalza, por detrás de la alta y blanca puerta de aquel quinto piso de la calle Posadas,
diciéndome en la penumbra lo que después me escribiría en una carta: "Te esperé durante tantos
años. ¿Por qué no me habían hablado antes de vos?".
Ese mediodía sentí que me encontraba con la literatura viviente. "¿Viste?", me dijo Bioy,
"Silvina es siempre original, a pesar suyo". Silvina no quería abandonar aquella reunión. Cuando
le quise entregar mi libro casi al final de la misma, Bioy entró en el estudio con un ejemplar que había
mandado a buscar, y le dijo: "Silvinita, éste es nuestro libro". Experimenté, entonces por
primera vez, una especie de hipnótica felicidad que crecía por mi cuerpo y por eso que llaman alma,
advirtiendo en él una grandeza y una hospitalidad poco comunes en los ámbitos del rastacuerismo literario
de nuestro país. Bioy Casares era, para parafrasear a Borges, "un genial de la amistad".
Bioy amaba la poesía y asiduamente la encontraba en autores que leía y releía con fervor, pero
también en escenas de la vida cotidiana. Un día me mostró una foto de dos mariposas haciendo el amor,
tomada por él en la terraza de su casa, en la década del sesenta. Le dije que esas mariposas tenían,
increíblemente, algo de tigres. Ahí mismo, creo, recordamos al unísono el poema "The great
cats", de Vita Sackville West. Él la admiraba más como poeta que como novelista, y la recordaba como
"una dura mujer con ruleros, extraviada en un castillo". Bioy y Silvina la habían visitado alguna
vez.
En no pocas ocasiones limó algún endecasílabo o algún verso libre, pero nunca los publicó: era tal
su respeto por el género. Sí se animó con algunas traducciones (de Horacio, por ejemplo). Podía
encontrar, con absoluta libertad, poesía en Catulo y en Dante Gabriel Rossetti, en un blues cantado por
Carmen McRae o Billie Holiday,******* o en un tango de Contursi o de Azucena Maizani. Bioy Casares fue el
último de nuestros librepensadores, un librepensador que simulaba con gran delicadeza y humorismo una
inteligencia luminosa.
A diferencia de Santiago Dabove, que visitó alguna vez en su mítico Morón con un ejemplar de La
invención de Morel
recién editado, Bioy Casares creía en los avances de la técnica y deseaba vivir "por lo menos
doscientos años más". A pesar de su cáustico escepticismo, de "haber cometido el peor de los
pecados que un hombre puede cometer: engendrar un hijo...", a pesar de tantos viajes imaginarios y
reales (aquí los adjetivos son invariablemente arbitrarios), de la fama trivial y de las amistades
perdurables, Bioy se negaba a cesar.
Lo logró. Como en la línea memorable de "Narcissu’s Voice", de Silvina, "su ausencia
será su presencia para siempre".
Post-scriptum alrededor del nombre Santiago
La madrugada del 25 de julio de 1952 —su día onomástico o "el día de su santo", como se
decía en épocas no tan pretéritas—, Santiago Dabove encontró el filo de esa "daga
subterránea", reminiscencia del verso de Jules Supervielle que tanto quería y que cita en uno de sus
relatos.
He pensado mucho en las posibilidades de esta coincidencia: terminar el día del origen. Se sabe que
Santiago era un grito de guerra de los antiguos íberos. Alrededor del siglo XIII, se convirtió en una
invocación al discípulo de Cristo. Pero también se sabe que el apóstol recibió con el tiempo algunos
atributos de un mito solar celta de la fertilidad. ¿Una mutación de Endovélico, enemigo de Antúbel?
¿Una mutación de Asclepio, hijo de Apolo y hermano de Hygia, ambos protectores de la salud? ¿Acaso otra
mutación más lejana llegada de Egipto a los "Campus Stellae"?
Santiago muere la madrugada del 25 de julio de 1952 con los ojos llenos de lágrimas. En esos dominios,
empezaba a inmolar los vestigios de una nueva transformación. ¿Lloraba porque entendía?
Notas
* Cfr. Villiers de L’Isle, Adam, Isis:
"¿Qué valor tenían las observaciones de Zenón respecto a la máscara de Sócrates? Ninguna, en
efecto. La clarividencia del fisonomista no puede nada, pasado cierto límite que le impone la fatalidad del
rostro". Regresar.
** No es una hipótesis arriesgada el señalar que la trama de este relato de "El oro de los
tigres" haya salido, por primera vez, de la boca de Santiago Dabove. El narrador ("Un vecino de
Morón") con toda su carga fantasmática o apócrifa parece ser el mismo Dabove. Regresar.
*** Cfr. Four Quartets, The Dry Salvages. Regresar.
**** Obsesión no compartida por Bioy que recorre toda la obra de Silvina, y que se vuelve más furiosa
en poemas como "La cara" (Amarillo celeste),
o en su último libro, Cornelia frente al espejo. Regresar.
***** El caleidoscopio que le revela Julia es sólo una prolongación —o quizás un reverso— de la
cámara fotográfica. Regresar.
****** Ediciones Corregidor, Buenos Aires, 1988. Regresar.
******* Una noche de 1990, en mi departamento de la calle Arenales, de Buenos Aires, le hice escuchar dos
versiones de "Strange Fruit". De repente lo miré y vi que lagrimeaba. "Caramba", me
dijo. "Esa canción y esa voz están hechas de la más alta poesía. ¿No resulta intolerable, en
ocasiones, tanta belleza?". Regresar.