Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 110
26 de julio de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
La sublime redondez del sexo
José María Gatti

Comparte este contenido con tus amigos

"Una mujer desnuda es un mundo vestido"
Dalmiro Sáenz.

Nunca pude confesar a nadie mi secreto amor por Araceli. Nuestra prohibida relación fue un acuerdo implícito. Ninguno quebró el pacto que perduró casi veinte años. Durante todo ese tiempo nos escondimos prejuiciosamente. Al principio fue un juego amoroso. Ambos nos dejamos llevar por el instinto carnal. No pudimos gobernar la sangre, la explosión del orgasmo, la sutileza de la carne, el respeto por la mirada. Fuimos creciendo lentamente, paso a paso. Sabíamos que al afecto no había que apurarlo. Los días se agotaban sin darnos cuenta. Primero estipulamos vernos los viernes. Ella trabajaba como empleada administrativa en una empresa de servicios. Vivía con su madre en la cálida casita de la calle Madero, en la localidad de Vicente López. Tenían una vida organizada, serena, sin altibajos económicos. Eran modestas, sencillas, casi diría: normales. Nos conocimos en la inauguración de cuadros de un amigo. Yo era reacio a las presentaciones, al contacto directo con el público. Me molestaba esa vulgaridad a la que el artista debe someterse para vender una obra. Sin embargo, aquella oportunidad dejó abierta en mi vida un tiempo de placer.

Araceli no era una mujer atractiva para el común de los hombres. Ella padecía el hecho de ser extremadamente obesa. A pesar de su gordura se movía con una agilidad sorprendente. Personalmente no me preocupaba en absoluto su estética. Es más: viví la relación como un desafío. La sociedad es la excedida en grasa, no la gente. El primer encuentro después de la vernissage fue en mi departamento. Me esmeré con la limpieza y la sorprendí con una cena propia de un sibarita: pato a la crema de mango. Araceli fue rotundamente honesta. Me confesó que hubiera preferido un plato menos sofisticado. Corrí mejor suerte con el champagne. Dos botellas sirvieron para alegrarnos al extremo. Ambos sabíamos que esa noche se quebraría el hechizo de la carne. Como un artesano que modela su pieza fui soltando su ropa. Cuando quedamos desnudos un inocultable pudor nos invadió. Ella cerró sus ojos para entregarse. Yo me refugié en sus pechos para sentir el éxtasis. Al despertar del sueño amoroso nos miramos buscando un mensaje, una señal, una fórmula, algún código secreto. La voz del silencio nos dejó sin palabras. Nació el tiempo de las caricias y el reconocimiento de las eróticas formas voluminosas. Las mamas de Araceli empequeñecían mis manos. Los pliegues de su abdomen formaban un intrincado laberinto. Su piel blanca y estriada era una barrera rolliza que ocultaba el vello pubiano. Sus piernas monumentales como pilotes de cemento, terminaban en unos pies carnosos, hinchados y pequeños. Sus glúteos escandalosamente montañosos y flácidos, desbordaban la línea de su cola. Su espalda era una especie de recorte marmolino invadido en el ángulo superior por el torrente espeso de su cabello. Por primera vez cumplía con la fantasía hindú de concebir el cuerpo como recipiente del alma. Me acercaba al kama y al despertar del moksha . Araceli, como una mariposa con alas de deseo, glorificaba el momento y celebraba la franqueza del amor partiendo en mil pedazos la mojigatería y esa moral hipócrita que la condenaba al fracaso. Yo doblegaba la histórica conducta del macho para transformarme en hombre. Como un cristal que se astilla en irregulares formas, aparecieron las razones de un ser nuevo.

La vida empezaba a entregarme la sublime redondez del sexo.

 

Nuestro refugio de fin de semana lo encontramos en el delta, sobre un brazo del río San Antonio. Araceli se había autoimpuesto la construcción de una huerta. Yo probé suerte con la pesca y las artesanías en mimbre. Éramos libres, independientes, decididamente felices.

Al caer la tarde doblegados por un grato cansancio, nos sentábamos a mirar las aguas palpitantes y la cadencia sutil del follaje. Inaugurábamos así una vida primitiva, lejana del consumo. Partíamos como dueños al tiempo. Habíamos logrado minimizar al reloj transformándolo en un mero objeto. Ese ostracismo nos apuntalaba, nos adhería a la naturaleza.

Aquel proyecto de weekend se fue modificando con el correr de los días. Nuestra estancia se transformó en permanente. Convencidos fuimos dejando algunos hábitos urbanos. Cambió la ropa, las necesidades competitivas, la relación con el otro. Araceli abandonó su trabajo y reconquistó el título de maestra, ocupando un cargo en la escuela Domingo Faustino Sarmiento, sobre el río Luján. Yo vendí la veterinaria y me dediqué a la crianza de conejos para exportación. Éramos para los isleros la "seño" y el "conejero".

Este hermetismo nos reeducó. Esa bola humana que parecía una bomba a punto de estallar, tenía el encanto audaz y primitivo de la anatomía. A nadie podía explicarle que estaba inmerso en el body play, que me alejaba del canon estereotipado de la belleza rubia de ojos azules y cuerpo anoréxico. Yo había crecido con la estafa volumétrica de Audrey Hepburn y el ideal filiforme de Marilyn Monroe. Sin embargo tenía a mi lado una mujer robada a un cuadro de Botero, una Madonna culona, un dibujo obsceno de Heinrich Mann. Sexualmente dejábamos todo sobre esa cama ruidosa de hierro fundido. El milagro del cuerpo a medida sucumbía en la esclavitud del ideal soñado. Araceli era una bestia, la exageración babilónica, mi luchadora de sumo. Así la sentía, la valoraba, la endiosaba.

Con los años la flacidez aumentó, los tejidos cedieron. La luna de su rostro comenzó a agrietarse. La piel colgaba como una esponja marina. Yo tampoco era el mismo. La apetencia del sexo se aquietaba serenamente. Ya mirábamos la sombra. Una noche calurosa, mojado de sudor, desperté irritado. A mi lado Araceli parecía una foca que emitía un sonido gutural odioso. Ese ronquido punzante resonaba en el cuarto como una alarma que anunciaba el peligro. El sobrepeso se presentaba con aquella queja molesta. No tuve paciencia. Acaso la manifestación era parte del amor y aceptarla significaba descartar lo perfecto. Me levanté y la miré angustiado. Aquel encanto de ballena blanca casi adolescente, magníficamente idealizada, se escurría de mi imaginación como agua entre las manos. Araceli era un elefante bañado de transpiración olorosa, desbordada sobre el lecho que guardaba nuestros más íntimos secretos. Tomé conciencia de mi cercana realidad. La compasión me había cegado. Ella sólo representaba un objeto perverso de mi deseo infantil. No podía seguir engañándola, mintiéndole, humillándola, haciéndola ilusionar con una vejez compartida. Yo no era hombre de desafíos. No estaba acostumbrado a librar batallas. Nunca me jugué por nada. Araceli tenía 54 años y estaba seguro de que todavía podía volver a empezar.

 

Desde hace una semana soy sexagenario. Decidí volver a pintar y dibujar. Sin ningún otro objetivo que el placer creativo, me uní al grupo de alumnos de Carlos Gorriarena. Después de 8 meses y algunas manchas sobre el bastidor, opté por dedicarme al modelo vivo. Busqué en el listado del taller algún nombre. Me detuve en el texto que anunciaba a Antonia: Española, 32 años, pulposa. Un festival del volumen. Imagíname. Soy única. 543-2730.

Antes de abundar en palabras ya se había desnudado. No era necesario pedirle tiempo de espera. Sabía mostrarse a la perfección. Manejaba la seducción y el erotismo. Todo lo acompañaba con una sonrisa pícara y sugerente que despertaba una atracción dominadora. Inicialmente busqué atraparla. Tuve curiosidad en hurgar sus formas. Antonia no era una principiante. Tampoco una vulgar ramera. Experimentar con el cuerpo tenía sus alegrías y debo reconocer que en las cuestiones de las fantasías, la española daba cátedra. Osadamente me preguntó: tú todavía mueves al manolo. Sentí vergüenza y un profundo malestar que se marcó en mi rostro. Bueno, tío, no te enfades, que no eres manco y tienes lengua, disparó nuevamente. Me avergonzó aún más. Antonia sabiéndose triunfadora, avanzó: ¿Cuánto crees que dura una buena relación en la cama? No más de media hora, respondí. Yo te puedo hacer coletear 3 horas, concluyó. El desafío era cierto, la ibérica dominaba el tantra y toda su técnica la aplicaba como buena shaktí. Me reconocí perdedor de esta batalla y ganador de los beneficios. Esa muchacha conocía los caminos, los senderos, los atajos y las rutas del placer. Yo solamente significaba un juego despiadadamente desdeñoso. Había llegado a una altura de mi vida donde todo deja de ser presuntuoso. No podía encumbrarme en la soberbia. Tampoco descreer de mi ingenuidad. Entre ambos nos divorciaba un abismo. Jamás podría decirle palabras dulces al oído para retenerla. Jamás Antonia se ataría a los calzones de un hombre otoñal. Esa orca asesina, que doblegó a mis últimos instintos eróticos, se llevaba el maletín de sueños con todas las estrellas. Después de dibujarla durante toda una tarde, la despedí con un beso profundo e interminable. La holganza llegaba a su fin. Los dos acabábamos con el duende de la lujuria.

No volví al taller de Gorriarena. Temí que circulara el comentario abyecto. Después de mucho meditar llamé a Araceli. Una voz masculina me informó que ya no vivía más en esa casa. Herido busqué refugio en el teléfono de Antonia. Nadie contestó. Todo el solaz del amor había quedado sepultado en la dermis lechosa que cubría, como un manto mantecoso, la cadera global de Araceli.

El viaje al corazón tenía la forma perfecta y rebelde de una mujer adiposa, rechoncha, opulenta.

 

Antonia vive en Lisboa, es la modelo exclusiva del pintor Amancio Pascoal. Araceli se radicó en San Martín de los Andes y fabrica dulces artesanales. Emilio Cárdenas transcurre sus días en soledad, en el departamento de Caballito, rodeado de dibujos y pinturas de mujeres gordas como a él le agradan.


       

Aumentar letra Aumentar letra      Reducir letra Reducir letra



Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 2 de agosto de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes