"Una mujer desnuda es un mundo vestido"
Dalmiro Sáenz.
Nunca pude confesar a nadie mi secreto amor por Araceli. Nuestra prohibida relación fue un acuerdo
implícito. Ninguno quebró el pacto que perduró casi veinte años. Durante todo ese tiempo nos escondimos
prejuiciosamente. Al principio fue un juego amoroso. Ambos nos dejamos llevar por el instinto carnal. No
pudimos gobernar la sangre, la explosión del orgasmo, la sutileza de la carne, el respeto por la mirada.
Fuimos creciendo lentamente, paso a paso. Sabíamos que al afecto no había que apurarlo. Los días se
agotaban sin darnos cuenta. Primero estipulamos vernos los viernes. Ella trabajaba como empleada
administrativa en una empresa de servicios. Vivía con su madre en la cálida casita de la calle Madero, en
la localidad de Vicente López. Tenían una vida organizada, serena, sin altibajos económicos. Eran
modestas, sencillas, casi diría: normales. Nos conocimos en la inauguración de cuadros de un amigo. Yo era
reacio a las presentaciones, al contacto directo con el público. Me molestaba esa vulgaridad a la que el
artista debe someterse para vender una obra. Sin embargo, aquella oportunidad dejó abierta en mi vida un
tiempo de placer.
Araceli no era una mujer atractiva para el común de los hombres. Ella padecía el hecho de ser
extremadamente obesa. A pesar de su gordura se movía con una agilidad sorprendente. Personalmente no me
preocupaba en absoluto su estética. Es más: viví la relación como un desafío. La sociedad es la
excedida en grasa, no la gente. El primer encuentro después de la vernissage fue en mi departamento. Me
esmeré con la limpieza y la sorprendí con una cena propia de un sibarita: pato a la crema de mango.
Araceli fue rotundamente honesta. Me confesó que hubiera preferido un plato menos sofisticado. Corrí mejor
suerte con el champagne. Dos botellas sirvieron para alegrarnos al extremo. Ambos sabíamos que esa noche se
quebraría el hechizo de la carne. Como un artesano que modela su pieza fui soltando su ropa. Cuando
quedamos desnudos un inocultable pudor nos invadió. Ella cerró sus ojos para entregarse. Yo me refugié en
sus pechos para sentir el éxtasis. Al despertar del sueño amoroso nos miramos buscando un mensaje, una
señal, una fórmula, algún código secreto. La voz del silencio nos dejó sin palabras. Nació el tiempo
de las caricias y el reconocimiento de las eróticas formas voluminosas. Las mamas de Araceli
empequeñecían mis manos. Los pliegues de su abdomen formaban un intrincado laberinto. Su piel blanca y
estriada era una barrera rolliza que ocultaba el vello pubiano. Sus piernas monumentales como pilotes de
cemento, terminaban en unos pies carnosos, hinchados y pequeños. Sus glúteos escandalosamente montañosos
y flácidos, desbordaban la línea de su cola. Su espalda era una especie de recorte marmolino invadido en
el ángulo superior por el torrente espeso de su cabello. Por primera vez cumplía con la fantasía hindú
de concebir el cuerpo como recipiente del alma. Me acercaba al kama
y al despertar del moksha
. Araceli, como una mariposa con alas de deseo, glorificaba el momento y celebraba la franqueza del amor
partiendo en mil pedazos la mojigatería y esa moral hipócrita que la condenaba al fracaso. Yo doblegaba la
histórica conducta del macho para transformarme en hombre. Como un cristal que se astilla en irregulares
formas, aparecieron las razones de un ser nuevo.
La vida empezaba a entregarme la sublime redondez del sexo.
Nuestro refugio de fin de semana lo encontramos en el delta, sobre un brazo del río San Antonio. Araceli
se había autoimpuesto la construcción de una huerta. Yo probé suerte con la pesca y las artesanías en
mimbre. Éramos libres, independientes, decididamente felices.
Al caer la tarde doblegados por un grato cansancio, nos sentábamos a mirar las aguas palpitantes y la
cadencia sutil del follaje. Inaugurábamos así una vida primitiva, lejana del consumo. Partíamos como
dueños al tiempo. Habíamos logrado minimizar al reloj transformándolo en un mero objeto. Ese ostracismo
nos apuntalaba, nos adhería a la naturaleza.
Aquel proyecto de weekend
se fue modificando con el correr de los días. Nuestra estancia se transformó en permanente. Convencidos
fuimos dejando algunos hábitos urbanos. Cambió la ropa, las necesidades competitivas, la relación con el
otro. Araceli abandonó su trabajo y reconquistó el título de maestra, ocupando un cargo en la escuela
Domingo Faustino Sarmiento, sobre el río Luján. Yo vendí la veterinaria y me dediqué a la crianza de
conejos para exportación. Éramos para los isleros la "seño" y el "conejero".
Este hermetismo nos reeducó. Esa bola humana que parecía una bomba a punto de estallar, tenía el
encanto audaz y primitivo de la anatomía. A nadie podía explicarle que estaba inmerso en el body play,
que me alejaba del canon estereotipado de la belleza rubia de ojos azules y cuerpo anoréxico. Yo había
crecido con la estafa volumétrica de Audrey Hepburn y el ideal filiforme de Marilyn Monroe. Sin embargo
tenía a mi lado una mujer robada a un cuadro de Botero, una Madonna culona, un dibujo obsceno de Heinrich
Mann. Sexualmente dejábamos todo sobre esa cama ruidosa de hierro fundido. El milagro del cuerpo a medida
sucumbía en la esclavitud del ideal soñado. Araceli era una bestia, la exageración babilónica, mi
luchadora de sumo.
Así la sentía, la valoraba, la endiosaba.
Con los años la flacidez aumentó, los tejidos cedieron. La luna de su rostro comenzó a agrietarse. La
piel colgaba como una esponja marina. Yo tampoco era el mismo. La apetencia del sexo se aquietaba
serenamente. Ya mirábamos la sombra. Una noche calurosa, mojado de sudor, desperté irritado. A mi lado
Araceli parecía una foca que emitía un sonido gutural odioso. Ese ronquido punzante resonaba en el cuarto
como una alarma que anunciaba el peligro. El sobrepeso se presentaba con aquella queja molesta. No tuve
paciencia. Acaso la manifestación era parte del amor y aceptarla significaba descartar lo perfecto. Me
levanté y la miré angustiado. Aquel encanto de ballena blanca casi adolescente, magníficamente
idealizada, se escurría de mi imaginación como agua entre las manos. Araceli era un elefante bañado de
transpiración olorosa, desbordada sobre el lecho que guardaba nuestros más íntimos secretos. Tomé
conciencia de mi cercana realidad. La compasión me había cegado. Ella sólo representaba un objeto
perverso de mi deseo infantil. No podía seguir engañándola, mintiéndole, humillándola, haciéndola
ilusionar con una vejez compartida. Yo no era hombre de desafíos. No estaba acostumbrado a librar batallas.
Nunca me jugué por nada. Araceli tenía 54 años y estaba seguro de que todavía podía volver a empezar.
Desde hace una semana soy sexagenario. Decidí volver a pintar y dibujar. Sin ningún otro objetivo que
el placer creativo, me uní al grupo de alumnos de Carlos Gorriarena. Después de 8 meses y algunas manchas
sobre el bastidor, opté por dedicarme al modelo vivo. Busqué en el listado del taller algún nombre. Me
detuve en el texto que anunciaba a Antonia: Española, 32 años, pulposa. Un festival del volumen.
Imagíname. Soy única. 543-2730.
Antes de abundar en palabras ya se había desnudado. No era necesario pedirle tiempo de espera. Sabía
mostrarse a la perfección. Manejaba la seducción y el erotismo. Todo lo acompañaba con una sonrisa
pícara y sugerente que despertaba una atracción dominadora. Inicialmente busqué atraparla. Tuve
curiosidad en hurgar sus formas. Antonia no era una principiante. Tampoco una vulgar ramera. Experimentar
con el cuerpo tenía sus alegrías y debo reconocer que en las cuestiones de las fantasías, la española
daba cátedra. Osadamente me preguntó: tú todavía mueves al manolo.
Sentí vergüenza y un profundo malestar que se marcó en mi rostro. Bueno, tío, no te enfades, que no
eres manco y tienes lengua,
disparó nuevamente. Me avergonzó aún más. Antonia sabiéndose triunfadora, avanzó: ¿Cuánto crees
que dura una buena relación en la cama?
No más de media hora, respondí. Yo te puedo hacer coletear 3 horas,
concluyó.
El desafío era cierto, la ibérica dominaba el tantra
y toda su técnica la aplicaba como buena shaktí.
Me reconocí perdedor de esta batalla y ganador de los beneficios. Esa muchacha conocía los caminos, los
senderos, los atajos y las rutas del placer. Yo solamente significaba un juego despiadadamente desdeñoso.
Había llegado a una altura de mi vida donde todo deja de ser presuntuoso. No podía encumbrarme en la
soberbia. Tampoco descreer de mi ingenuidad. Entre ambos nos divorciaba un abismo. Jamás podría decirle
palabras dulces al oído para retenerla. Jamás Antonia se ataría a los calzones de un hombre otoñal. Esa
orca asesina, que doblegó a mis últimos instintos eróticos, se llevaba el maletín de sueños con todas
las estrellas. Después de dibujarla durante toda una tarde, la despedí con un beso profundo e
interminable. La holganza llegaba a su fin. Los dos acabábamos con el duende de la lujuria.
No volví al taller de Gorriarena. Temí que circulara el comentario abyecto. Después de mucho meditar
llamé a Araceli. Una voz masculina me informó que ya no vivía más en esa casa. Herido busqué refugio en
el teléfono de Antonia. Nadie contestó. Todo el solaz del amor había quedado sepultado en la dermis
lechosa que cubría, como un manto mantecoso, la cadera global de Araceli.
El viaje al corazón tenía la forma perfecta y rebelde de una mujer adiposa, rechoncha, opulenta.
Antonia vive en Lisboa, es la modelo exclusiva del pintor Amancio Pascoal. Araceli se radicó en San
Martín de los Andes y fabrica dulces artesanales. Emilio Cárdenas transcurre sus días en soledad, en el
departamento de Caballito, rodeado de dibujos y pinturas de mujeres gordas como a él le agradan.