"Pensé que Argos y yo participábamos de universos distintos".
J. L. Borges, "El Aleph".
Yo sé lo que tú hacías allí en ese momento, y a la vez me invade la idea de que nuestras
circunstancias estaban dibujadas en cada rostro que atravesaba la calle, con sus inquietudes anónimas y la
carga del diario ajetreo dirigiendo sus pasos desde las sombras. Cada gesto tuyo es la compensación de mi
indecisión; volteo mi mirada a un punto anónimo y dejo la estela presentida bajo tu inercia.
Cuando caminabas por el boulevard sentí tu respiración inquieta ante lo fantástico; pero muy por
debajo del traje largo y la bufanda negra latía un corazón que ya lo sabía todo. A unos metros divisaste
el escenario, con sus mesitas de hierro y los amigos charlando los insospechados traspiés de la jornada. Te
diriges allí porque te crees ajena en semejante lugar.
Te imaginas a salvo de la sensación; de los automóviles y la gente y de todo aquello que nos ata a la
rutina, la peligrosa rutina. Te crees ajena, repito... ¿Lo eres?
Pero déjame hablarte. O siquiera ponerte al tanto de la situación, porque ya sé que no cambiará nada,
por más que lo intente. Aunque lo intentemos.
Todos los días yo vengo acá a la misma hora, sentándome en esta misma mesa oscura. Quizá sea la
única rutina que me permito, y entonces, como parte del ritual olvidado, despacho una taza de café como si
nada ocurriera a mi alrededor. Lo hago quizá para mirar furtivo entre este bosque de almas en su rutina,
pero siempre alerta ante el sino ineludible: lo hice, lo hago, lo haré; mientras te esperaba, te espero y
etcétera.
Porque ya todo está cumplido.
Siempre lo estuvo. Sólo que yo decidí una mañana perdida hacerle frente a lo fatal y acá me tienes.
Ya sé que esa mirada de pájaro no oculta tu complicidad. Yo no te culpo. Cuando te veo encender un
cigarrillo comprendo que se trata de tu ansiedad desmedida, que, descubierta en su raíz, clama por senderos
propicios para escabullirse.
"Aunque lo intentemos", es la frase.
Tú te sentaste allí buscando huir. Huir de tu destino, cosa imposible: como si pudieras desviar tus
pasos una millonésima y luego ¡plaf! me dejaras sin aliento.
El vino, que ahora moja tus labios, es mi cómplice. Sus lejanas notas de almíbar recorren tus sentidos
y cumplen cabalmente su tarea tediosa.
Ahora diriges tus pasos sin prisa por las calles dormidas de otoño.
Se cuela una brisa de mar y ya te parece no haber vivido nunca; más bien haber vivido otras miles de
ocasiones y sentir la cansada rutina con su carga de horas desoladas reventando tu espalda.
Sentado te miro desaparecer por una esquina deliberada.
No lo olvides, mañana a la misma hora, con los mismos gestos y las mismas explicaciones a todo.
Tan lejanos en nuestra cercanía.