A menudo, el silencio es lo más fácil,
sobre todo si es viernes y has venido
otra vez hasta el ronco desengaño
de lo útil.
No voy a recordar
lo sublime, lo frágil, la palabra,
ni el sabor cotidiano de la lucha.
Callaré, desde luego, los matices
con que irrumpe la luz entre tus dedos
dibujando el color en su destreza,
tu manera de hacer lo impredecible
con un gesto conciso, casi humano.
Porque, a veces, la voz se delimita,
aunque griten las manos y sean labios
y preparen los besos como puños
y fracasen y vuelvan diminutas
al bolsillo.
Olvido ya el clamor
de la pausa adecuada a cada instante,
tu costumbre de andar desabrigada,
de inventar las excusas necesarias
—parecer despistada, por ejemplo—,
la magnífica curva de tu forma
de soñar muy despacio, casi siendo.
La palabra también se queda quieta,
pero ahora se fue, como quien dice,
corrigiendo certezas a su paso.
No depende de ti, porque no es tuya
la amistad que permite el desatino,
y otra vez culparemos a la edad
—juventud del amor equilibrista—
de saber la verdad y no sabernos
despertar:
También dos son multitud
y, aunque quiero decirlo, también callo
que te amé demasiado, casi nada.