Tequila coxis, Eduardo García Aguilar, Ediciones Colibrí, México DF, julio 2003.
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Dos o tres cosas que sé de Eduardo García Aguilar, autor de la novela Tequila coxis.
Primero y principal: viene de la poesía y tiene la paciencia salvaje del entomólogo y del corredor de
fondo.
Collage, montaje, desmontaje con delectación e insistencia son algunos de sus artilugios favoritos, como
el regusto por el encaje, el minimalismo, el detalle que revela un universo de pirámides truncas, ciencias
sombrías y enigmas inauditos.
Su axioma y norma metodológica es que una ciudad se conoce palmo a palmo por las vicisitudes de las
plantas de los pies.
Luego ejerce el periodismo y se define como "cazador de las noticias inútiles del Imperio". La
herramienta le permite aguzar el elogio del fragmento.
Eduardo García Aguilar apadrina errancia, porque ella está a salvo de la comercialización, de los
mercaderes que nunca fueron arrojados de ningún templo.
Para EGA el mundo es un depósito inmenso, caótico de imágenes, hay que cavar, bucear, sumergirse en
ellas, disponerlas sobre la mesada de la carnicería —almas complacientes abstenerse—, y con la ayuda de
escalpelos y bisturíes disponerlas en su aparente desorden.
La sugestión hará de las suyas, la lógica menos. Sobre todo cuando entre las líneas se deslizan
hermosas mujeres en las que el poeta siempre encuentra materia para la maravilla.
Las ciudades, como los amores, tienen diferentes maneras de revelarse ante nosotros. Venadito, Lola,
Scherezada y todas las futuras narradoras aún sin nombre son las guías favoritas de Eduardo para descifrar
las ciudades. Ellas lo llevan de la mano y él las lleva en su maleta de ropavejero por el Arco de Triunfo,
la Plaza de las Tres Culturas o el centro de Calcuta.
El color de la redención física puede no situarse ni en el tiempo ni en el espacio, pero en Tequila
coxis
pasa sin duda por el color cobrizo, el cuerpo del continente americano, que a manera de filo metálico de la
mayor nobleza casi no admite las falsificaciones de los monederos falsos. Ese cuerpo joven y libertario es
el alfa y omega del deseo aguilariano.
Las chicas de Eduardo bailan en los lechos desvencijados de los hoteles pulguientos, toman un bloody mary
en el Harry’s o provocan a los empleados asustados en los excusados. Se desperezan y desesperan, se
enrollan como Cleopatras en tapices de mercado pero siempre sacan estrellas de la manga para desestabilizar
el mundo de los probos.
El modo y la manera con que Eduardo relata las ciudades de su tránsito nos hacen pensar en esos cortes
transversales del cerebro con que se iluminaban los libros de texto o los planos de arqueología donde se
nos mostraban diversos estamentos y sedimentos por capas de las ciudades prehistóricas, de sus establos a
sus faros. Una clave para entender la ciudad y sus habitantes es desentrañar la relación y tratamiento que
brindan a sus ruinas. Eduardo se especializa en leer las piedras, los rostros, los lugares comunes; en
relatar sus signos, en traducir sus símbolos. La ciudad monta y baja en su estima en forma pendular y nos
la transmite, nos la contagia: la soñamos con él, después nos despertamos; la realidad irrumpe y
enceguece, peleamos con su México DF, y algunas veces hasta nos reconciliamos. Se convirtió en la
depositaria de utopías, caprichos, avideces o ignorancia. A nuestra imagen y semejanza. En pocas palabras,
la ciudad gruyere de Tequila coxis
es a veces pestilente, otras aromática, embriagadora siempre. Alguna vez afirmó que esta novela, como la
de Lowry, alcohólicas ambas, deberían descifrarse a través del prisma del whisky, o en su caso, del
mezcal y el tequila.
Pero en ella hay también espacio para que Eduardo recupere el centro de la ternura en el sabor de un
níspero, encuentre fontanelas donde abrevar su "extraña codicia de amor físico, ficticio" que,
lo admite, no le permitirá "modificar el sino de ser víctima".
Viajero impenitente e impertinente de plurales finis terras de dentro y de fuera, aterrizó en el sitio
que para él eligió, de momento, la rosa de los vientos; la comarca y sembradíos de ninfa Sequana, la que
con los siglos y tanto barro rodando, rodando, se hizo llamar Sena, rive gauche, bien sure.
Me gusta por fin de Eduardo que no cree en los compartimentos estancos de ningún género y navega
fecundo, pruebas al canto, a gusto en la novela, la poesía, la crónica, el relato y el ensayo. Para él
como para sus mayores, Malcolm Lowry, Henri Michaux, Laurence Durrell, Huidobro o César Moro, el mínimo
común denominador es el hierro, calentado a blanco, de la pasión. Eduardo querría tal vez que lo
viéramos como a esos dinosaurios que venera con cariño, y con quienes comparte fantasmas y alucines y
sobre todo el poder de la palabra. De acuerdo, como a ellos te fotografío en "viejo humanista
polígrafo", un traje que te va de maravillas, al que ningún sastre hará, de seguro, retoque alguno.