Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 111
2 de agosto de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
La muerte no mata a nadie
Arnoldo Rosas

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Para Nicanor Navarro,
aunque le falte un tornillo.

Nunca verás sus fotos en las páginas rojas de los periódicos. Sus nombres permanecerán en el anonimato y nadie, jamás, sabrá de estos hechos. Apenas, nosotros, los que estuvimos allí. Pero el tiempo se encargará de cubrir los recuerdos, con su pátina de musgo y moho, para que al final tan sólo quede una tenue mancha difusa, de elementos contradictorios e incongruentes, en la memoria. Así, sin querer, también seremos cómplices del silencio y la injusticia.

Los curas lo saben. Míralos ya tranquilos, conversando con los detectives, chaquetas de cuero y lentes de sol, que van esparciendo polvos y midiendo distancias, por compromiso, por completar los informes, cosas de trámite, usted sabe.

Míralos sonreír al entregar el arma, calibre cuarenticinco, cacha de nácar, con el Escudo Nacional tallado, para que sea guardada en la bolsa plástica de las pruebas, rumbo al olvido.

Míralos despedirse, apretón de manos, palmaditas en el hombro, saludos a tal, en la puerta de la residencia.

Obsérvales el cinismo rielando en los ojos, cuando ya la patrulla ilumina la calle, marchándose, seguro que sí, para siempre.

Ahora, superado el trago amargo, nos reunirán en la sala y, bajo amenazas de expulsión, juraremos, una vez más, silencio, y no se vuelva a hablar del asunto.

Por eso, Culebra, háblame, mejor, otra vez, de la vieja.

Cuéntame en detalle de sus senos turgentes y pecosos y de cómo la medalla de la Virgen del Carmen salta entre ellos a medida que baja y sube el tronco hacia ti, sirviéndote la cena... Cómo se humedece, lento-lento, los labios con la lengua y te pregunta, con la boca arrugadita, si quieres comer y te guiña el ojo... Cómo se dobla a tender la cama y sus nalgas grandes te invitan a imaginar cien caminos de pecados y tragas saliva para pensar en otra cosa, la tabla de multiplicar, tal vez... O, mejor, de cuando en la noche entró a tu habitación y empezó a besarte en la cama, mi amorcito, y a acariciarte, ternura papi; y tú, qué vaina es, qué pasa carajo; y ella, que si no te gusta, que si eres del otro lado y... Qué coño, tus hormonas superan la sorpresa, y esa boca, y esos senos, y no es tan vieja, y está buena, pues, mamita linda de mi corazón... Y de cómo estuviste viviendo gratis en su casa, ahorrando lo que te mandaba tu familia para pagar la residencia, hasta que regresó su hombre, el argentino, y comenzó a fregarte la vida, che, pibe, mirá, ¿viste?

O, si no, vamos a la esquina, a tomarnos un café con leche tibio, a ver a las muchachas y conversar de tu noviecita pueblerina que sólo te suelta besos apasionados hasta que nos casemos, amor de mi vida, los fines de semana cuando vas a visitar a la familia y a que te laven la ropa y te alimenten bien que seguro allá debes estar pasando hambre que estás tan flaco, mijo...

O, de cuando el argentino te hinchó las pelotas, como él decía, y te fuiste de ese apartamento con tus libros y tu mochila rumbo a este edificio de ladrillos rojos y ventanas mostaza que tantas veces viste desde el autobús de la Universidad: Residencia Católica Estudiantil.

Tocas el timbre y, al qué deseas del padre Asunción, lanzas displicente:

—Un cuarto.

No entiendes la carcajada del cura y sus qué cosas tienes, hijo.

Cómo imaginar que para hospedarse en esta casa haya que salir airoso de todo ese proceso de selección que el padre te explica con ternura, como si fueras subnormal.

Y, ahora, para dónde voy, pensaste. Regresar a casa de la vieja y reenfrentar al argentino, ni de bromas.

El cura te adivina la angustia y te hace sentar en una banca de madera tallada en el recibo:

—Espera un minuto. Veamos qué se puede hacer por ti.

Minutos.

Largos minutos de silencio en el amplio salón lleno de detalles hermosos: alfombra persa de tonos verdes. Tapiz portugués con galeones y una rosa náutica. Candelabros de bronce en un largo mesón de madera áspera, rústica. El piso con baldosas rojas vitrificadas. El techo rugoso de donde pende una lámpara extraña que dibuja con sus luces rombos multicolores.

Minutos.

Apenas minutos con tu mochila en el suelo y los libros al lado, mirándote los zapatos deportivos con la pintura caída y sucios. Y, ¿ahora? Ninguna tía. Ningún familiar en esta ciudad inmensa y peligrosa. Te imaginas al argentino carcajeándose a tu regreso, burlándose, humillándote. ¡Ni de vainas, carajo! Repasas el nombre de amigos, conocidos, compañeros de carrera. Por una noche, alguien te ayudaría. ¿Quién? Y a esa hora...

Minutos.

Por fin, por el pasillo regresa el padre Asunción con otro cura: alto, atlético, narigudo.

—Así que tú pides posada. Acompáñame, vamos a conversar.

Un salón íntimo: dos sofás, una mesa de mármol al centro, alfombra de alpaca, papel tapiz claro con relieves de satén, una lámpara de pie con pantalla de pergamino.

Te cuenta: residencia católica para estudiantes universitarios del interior. Buenos muchachos. Buenas familias. Buenos estudiantes. Buenas costumbres. Buenos cristianos. ¿Tú?

Cuentas: valenciano. Estudiante de química. Segundo año. Indice académico decente. Vas al día. Familia de inmigrantes españoles. Un pequeño comercio. Novia y planes de matrimonio al terminar la carrera y tener trabajo. Futbolista. Doce años en colegio católico. Bautizado, confirmado, primera comunión, misa los domingos. No fumas, no bebes. Sí bailas pegao pero con respeto.

El padre Mariano ríe.

—Espérame aquí un momento.

Buenas noches, hijo; el padre Guillermo. Te cuenta y le cuentas. Buenas noches, hijo; y el padre Ignacio te cuenta y le cuentas. Buenas noches, hijo; y el padre Pío te cuenta y le cuentas. Buenas noches, hijo; y el padre Gabriel te cuenta y le cuentas...

Son las doce y esperas. Eres un trapo sobre la banca de madera tallada, al lado de los libros y la mochila de ropa. De memoria cuentas el dinero en tu cartera: suficiente para un taxi y una noche de hotel: ¡pa la mierda estos curas!

El padre Mariano y el padre Asunción regresan sonriendo:

—Tienes cuarto, hijo.

No recuerdas el recorrido desde el salón hasta el ascensor, vas zombie, medio desconcertado y alegre, con tu mochila y los libros.

Habitación quinientosdoce.

Esperas un locker para tus cosas, un baño comunitario, un enorme cuarto plagado de literas y muchachos roncando como en alguna película que has visto.

A pesar del cansancio, te sorprende ver la única cama, el clóset, el baño individual, la estantería para los libros, el escritorio con su silla, el ventanal hacia el jardín.

—¡Para mí solo!

—Y Dios, hijo. Y Dios. Buenas noches.

Y si serás pavoso, Culebra. Dos semanas aquí y esta desgracia. En más de veinte años que tiene la residencia, nunca nada ni parecido. Qué vaina...

¿Y cómo huir de esto?... ¿Cómo callar para sobrevivir mientras el tiempo ahoga los recuerdos?... Si aún siento el trueno que retumba en la tranquilidad de la noche del sábado en la casa... Si sigo mirándonos saltar de sorpresa y angustia en el comedor, dejando la cena y las bebidas abandonadas en las mesas para emprender la carrera hacia los cuartos... Si todavía huelo la adrenalina en los curas, tensos en sus sotanas negras, que corren más que nadie por las escaleras sin destino cierto... Si continúo oyendo el jadeo y las puertas que se abren con violencia: qué pasó, qué pasó, qué pasó... Si persisto paladeando el olor de la sangre que, en el quinto piso, mana del costado de Carlos, pálido y lloroso, abrazado al Memo que suplica no te mueras, no te mueras, carajo, en la puerta del ascensor...

 

Afuera llueve y en la sala el Matemático toca el piano: una canción suave y cariñosa que habla de amor como todas las que le gustan...

Esperamos noticias que no llegan, consumiendo cigarrillos extralargos; mirando al piso, al techo, a la ventana donde el agua corre ondulante, circular...

Necesariamente se piensa en el destino, en el horóscopo, en las estrellas, en el tarot, en las palmas de la mano, en la borra del café...

Memo gime contando por enésima vez que escuchó el disparo y salió asustado de su cuarto.

Un olor a chamusquina en el pasillo y nada más.

—Un cohetón —dice que pensó.

Pero había un río sanguinolento en el piso.

—¡Carajo! —dice que dijo.

Caminó hacia el bebedero y allí lo vislumbró recién: un espectro pálido adosado a la pared, sosteniéndose el abdomen, manando sangre:

—Memo, ayúdame —dice que le dijo, ronco, entre pujidos, llorando—. Me muero, coño...

—Que no se muera, Señor... Y es que no faltará quien me meta en este peo, carajo... No debí salir, Señor...

El Matemático continúa en el piano con algo similar a un vals triste, melancólico.

Habla de Borges, su autor preferido, y sobre los espejos, los laberintos, la muerte, el infinito y la memoria...

Nadie le presta atención.

No le importa, lo hace para sí. Es su catarsis...

El Pozo de la Sabiduría ha bajado. Viene de reconocer el lugar de los hechos. Se sienta entre nosotros, recogiendo los faldones de su gigantesco suéter tejido, cruza las piernas, atiza la lumbre de su pipa, impregna el aire de la sala con aromas de cerezas dulces:

—De esta no se salva —dice, conocedor, como siempre.

Ha calculado nuestro interés en sus palabras y enmudece, consciente de la ansiedad y el anhelo.

—¡Habla de una vez, no joda!

—Fue en su cuarto. La sangre viene de allí —compacta el tabaco en la pipa, absorbe y expele el humo gris en coronas de nubes—. Hay un cartucho de cuarenticinco próximo a la cama, un manchón de sangre en la puerta del clóset y una muesca de bala en la pared: no intentó suicidarse.

El Pozo estudia nuestra reacción. Hace una pausa y rellena la pipa con tabaco. Lo compacta y lo enciende con un fósforo que acrecienta su llama a medida que aspira rápido y seguidito.

—Y, ¿entonces?, güevón.

—Es obvio. El disparo se lo hizo alguien desde el pie de la cama hacia el clóset, donde él estaba. La bala lo atravesó. Nadie sobrevive a un disparo de cuarenticinco desde esa distancia. ¿Está claro?

El Matemático suspende el concierto para encender un cigarro. Le pido uno, el Memo y el Amadís también: escasean.

El Matemático disfruta el suyo hasta consumirlo totalmente. Sólo ahora mira al Pozo y sonríe:

—Estás leyendo demasiado a Agatha Christie.

El Pozo se siente ofendido. Ha cambiado su expresión satisfecha por un ceño fruncido y unos ojos inyectados. Salta hacia el Matemático, pero Memo habla:

—Allí, en el quinto piso, no había nadie. Carlos y yo. Ni siquiera una sombra... Estoy jodido, compadre... Qué vaina...

Llueve cada vez más fuerte.

El piano vuelve a sonar: un blues.

Seguimos sin noticias.

Las luces de un carro entrando en el estacionamiento se adivinan tras el surrealismo de la ventana: ¡por fin!

Pero no. Es el Gocho quien llega de su rumba sabatina y se nos une, chorreando agua, feliz, ignorante de todo:

—Y, ¿qué?, muertos. ¿Hablando paja?

El Pozo no pierde la oportunidad de ponerlo al día.

El Gocho escucha sin interés, sacudiéndose el agua de la cara y el pelo:

—Me voy a resfriar —murmura.

Saca una caja de cigarros virguita que desencelofana y golpea para extraer un haz de cigarrillos a los que le caemos con avidez:

—¡Mierda, cabrones, que esta vaina da cáncer! —protesta indefenso ante el saqueo.

El Pozo reelabora su hipótesis de asesinato y desenlace fatal:

—De una cuarenticinco no se salva nadie.

—¡¿Cuarenticinco?! —se interesa repentinamente el Gocho—. ¿Alguien la vio? ¿Cómo era?

El Amadís dice que sí, que el padre Gabriel la recogió con un pañuelo, que era linda, con la cacha de nácar, que debía ser oficial, que tenía el Escudo Nacional tallado, ¿por qué?

Se queda boquiabierto el Gocho con la mirada en la ventana y el cigarro entre los dedos...

—Necesito un abogado, susurra...

No entendemos y sonreímos. Este Gocho siempre echando bromas.

El Memo se levanta y camina hacia el piano para robarle un cigarrillo al Matemático. Lo enciende, lanza la primera bocanada y dice que el abogado lo necesita él. Es, seguro, el principal sospechoso. ¡Qué vaina!

El Gocho también se levanta y desde el medio de la sala nos mira a todos con desesperación:

—¡Es que esa mierda es mía, cuerda de güevones! La pistola es mía...

 

No debimos venir.

Hace frío en estas salas de espera...

...Y silencio.

No permiten visitas. Solo familiares. De uno en uno. Por una hora: De cinco a seis. Se visten con trajes de cirujano y entran.

Estamos sobrando.

Dicen que está inconsciente. Que la bala interesó hígado y pulmón. Que si vive será un milagro.

Está prohibido fumar y no se sabe qué hacer con las manos, con la mirada.

Debimos ir, como cualquier otro domingo, Culebra, a las canchas de básket o al cine o a pasear por allí.

El Zamuro invita un café y es la excusa para huir.

Un hasta luego a la familia cansada por la angustia y el viaje apresurado de esta madrugada, para enrumbarnos hasta el ascensor.

Seis cafés negros bien cargados, coincidimos, y el mesonero apático se devuelve resignado con la bandeja bajo el brazo y su chaleco de cuadros escoceses, ante tan magra orden.

Parece mentira lo de la pistola, dice el Zamuro como si los demás no estuviéramos. A lo mejor por eso, por increíble, es verdad.

Imagínense el terreno. El campo de beisbol. Pero no le pongan grama que en nuestros pueblos la grama es un lujo. Piénsenlo arenoso, amarillento, cuarteado por el sol, con un hormiguero en segunda base, con su fila de bachacos por el raifil, con lagartijas aletargadas al pie de la cerca de alambres oxidados del costado izquierdo. Engamelotado en los jardines. Basura dispersa, latas de cerveza y refrescos, bolsas de plástico, papeles, lo que se les ocurra... Y al viento levantando polvaredas con remolinos de pueblo fantasma, y ese calor verraco de Maracaibo al mediodía, que el Gocho, no sé por qué, es maracucho.

Ahora, den el grito de pleibol y vámonos derechito al quinto ining que es cuando el cuarto bate de La Salina da aquel tremendo tablazo hacia el cénter, donde está el Gocho muy adelantado y tiene que embalarse hacia atrás sin perder la bola de vista, y córrela que se va, se va... Y el Gocho se ha caído de espaldas como un mismísimo en el gamelotal del fondo, caray...

Piensen que el hombre se para medio aturdido, pendiente de buscar la pelota que ya el cuarto bate de La Salina anda por la segunda y se empuja para tercera, y le están gritando: Gocho, que nos hacen una, carajo...

Y, ahí está: plateadita, brillante, con su cacha de nácar con el Escudo Nacional en relieve, al lado de la puta pelota en el puto gamelotal.

Y ya el hombre está que se manda para el jom y ni que fuera Antonio Armas lo saca aut. Y el Gocho simula entonces un dolor arrechísimo y cae en la hierba y ¡zuas!, se esconde la bicha entre el pantalón y la franela, antes que vengan todos a ayudarlo. ¿Qué te pasó?, ¿qué te pasó?, ¿qué te pasó?... Que me siento mal, primo. Me voy para la casa.

Ya en la intimidad de su cuarto se quedaría observándola con detenimiento. Le pasaría un trapito de algodón para quitarle el polvo y hacerla brillar: con el cepillo de dientes recorrería la talla del Escudo Nacional para liberarla de la pátina marrón que se acumula en los bordes. Buscaría una bolsa de terciopelo púrpura para guardarla y la escondería en la profundidad del clóset, lejos de los ojos de mamá, la muchacha de servicio, y cualquier otro curioso de los que nunca faltan en la vida de uno.

Por las noches, antes de dormir, la saca de su guarida y la acaricia. Se deleita con los reflejos de la luz en el metal y el nácar: una gama de azules infinitos van brotando hacia sus ojos y una suerte de hipnosis lo invade. Así llega el sueño. Entonces, místico, la retorna a su nicho: hasta mañana.

A Caracas llegó con él. En la maleta, sorteando milagrosamente alcabalas y requisas de policías y guardiasnacionales por los ochocientos kilómetros de carretera.

Desde entonces la ha tenido oculta en lo alto del clóset de su cuarto, de donde la baja únicamente para el ritual nocturno.

Nunca se la ha enseñado a nadie. Nunca la ha disparado, no sabía siquiera que funcionara. La conserva por su belleza, porque la ama...

El mesonero sirve el café y displicente entrega la hoja con el monto, seguro que estos desdichados se le pueden ir sin pagar.

—Yo invito —nos sorprende Borococo—. Estas situaciones me ponen espléndido.

El mesonero se aleja desubicado por una propina inesperada.

—Lo cierto, compadres, es que esto apenas comienza. Hay demasiado en juego: una vida, la seguridad de todos, el prestigio de la casa... ¿Qué hará la familia de Carlos?... ¿Y los curas?... ¿Y nuestros padres?... ¿Y nosotros mismos?... ¿Y la Ley?...

El café está muy caliente y cargado, como lo pedimos. Lo bebemos despacio.

Al fin alguien, el Ganadero, se atreve a sacar cigarros: cinco manos le salimos al asalto.

—¡Coño! A ver si compran.

—Especulemos. Dos opciones: error e intención. Error: cómo llegó el arma al cuarto de Carlos. Quién sabía del arma. Cómo se disparó. Intención: motivo y oportunidad. De nuevo: quién sabía del arma. Motivo: para ser honestos, la pregunta debería ser, quién no tenía, ¿verdad?

Silencio y miradas dispersas, que para qué responder, que para qué seguir conversando, si ya todo estaba dicho.

Apagamos los cigarros y nos levantamos rumbo al estacionamiento. Mañana hay clases y hay que descansar.

 

—Adelante.

Y el padre Gobernador entra:

—Buenas noches, hijo.

Lo miro, Culebra, ya sin palabras, de la pura sorpresa no más.

—¿Puedo? —me dice señalando la silla naranja frente al escritorio.

—Y, claro, padre, no faltaba más.

Y recién atino a levantarme de la cama, Culebra, y gracias a Dios que estoy vestido y no en interiores como siempre, que de la pena me hubiera dado un infarto si no.

—¿Estudias?

—No, padre. Leo.

—Ah, sí, me han dicho que comes libros. No muy piadosos por cierto.

Sonrío sin dar detalles: quien se excusa se acusa.

—Ha estado duro el fin de semana, ¿no?

—¡Imagínese!. Con lo de Carlos...

—Una pena. Sorprendente. Inimaginable.

—Ujum.

—Para nosotros es terrible. La familia de cada uno de ustedes confía en nosotros, para cuidarlos, protegerlos, y, claro... Una desgracia de este tipo, inexplicable, nos deja en entredicho, de muchas maneras, frente a ellos, frente a ustedes, frente a nosotros mismos.

Casi humano, Culebra. De carne y hueso. Estaba que me pellizcaba. ¿Estaría soñando?

—Por eso. Por la responsabilidad. Tenemos que corregir ciertas cosas, ciertos errores... Y, necesitamos ayuda.

¡Te imaginas, Culebra! ¡Mi ayuda!

—Usted dirá, padre.

—Lo primero, hijo, es silencio. Se entiende, claro, que estas cosas impresionan. Se quieren comentar con los compañeros, con los amigos, con la familia y, sin querer, las cosas se tergiversan, se exageran, y surgen rumores que perjudican sin beneficio... Así, hijo, lo primero es silencio. Ningún comentario a nadie fuera de esta casa. E, incluso, tampoco entre nosotros: se crea un ambiente muy desagradable que lejos de aportar entorpece la convivencia. ¿Estás de acuerdo?

—Claro, padre, claro.

¿Y qué le iba a decir, Culebra? ¿Qué le dijiste tú? Que contigo también habló es seguro. Que habló con todos es seguro. Que todos dijimos, claro, padre, claro, es seguro.

—Bien. Realmente te agradezco. Todos te agradecemos. Pero entenderás que no es suficiente...

—Usted dirá, padre.

—Carlos, como tú sabes, no es un chico fácil de llevar. Quizá, si Dios le da vida, pueda tomar otra dirección, otra manera de ser. Quién sabe. Quizá esté en nosotros ayudarlo. Pero, finalmente, Dios dirá.

—Ujum.

—Sabemos que Carlos ha tenido problemas con algunos de ustedes, pero, dentro de nuestro interés por que maduren y puedan solventar sus propios conflictos, nunca quisimos intervenir en esas cosas. ¿Entiendes?

—Claro, padre, claro.

A que tú también dijiste claro, Culebra. A que todos dijeron claro. Qué más se iba a decir.

—¿Me permites que fume?

Me pedía permiso, Culebra. A ¡MÍ!

—Adelante, padre, adelante.

—¿Me acompañas?

¡Carajo! Que eso ya era el colmo. En tres años, carajo... ¡Había que vivir para eso! ¡Un cigarro del Gobernador! ¡De bolas que acepté! Como tú no fumas, ni le habrás parado.

—¿En tu casa saben que fumas?

—Sí, padre. No les hace ninguna gracia, pero sí saben.

—Sospechan, quizá...

—No. Saben. Yo se los dije.

—Qué bien... Qué bien...

—Las cuentas claras y el chocolate espeso, padre.

—Así es, hijo. Así es. Me alegra que tengas esa confianza en tus padres. No todos a tu edad se atreven a mantenerla.

—Ujum.

—Quisiera ser merecedor de esa misma confianza. ¿Puedo contar con ello?

—Claro, padre, claro.

Ah, sí. Seguro tú te negaste, güevón. Ni pendejo que fueras, Culebra. Ni que hubieras querido regresar donde el argentino le habrías dicho que no. Y todos le dijimos que sí, apuéstalo.

—Cuéntame. Carlos y tú eran vecinos pero, ¿tenían la relación íntima que hay entre otros similares acá en la casa?

—La verdad no lo entiendo, padre.

—Déjame explicarme.

Deshacía la ceniza del cigarro en el cenicero plástico, tallando la punta, rodeándolo como un torno, casi concentrado en el gesto. Pero se veía que era automático, que era su manía, como seguramente dobla sus calcetines antes de guardarlos, cuidando los detalles. ¿Hizo lo mismo en tu cuarto?

—Esta casa tiene años, más de veinte. No tengo la fortuna de haber permanecido tanto acá, pero sí he vivido quince en ella. He visto lo suficiente como para establecer un patrón de comportamiento entre sus habitantes. Cambian los nombres pero no las costumbres. ¿Entiendes?

—Algo, padre.

—El vecino es un cómplice. No un amigo. No un compañero. No un confidente. Un cómplice. Puede responder la llamada telefónica de los padres o de la novia y brindar la coartada perfecta: está durmiendo. Se quedó en la biblioteca de la Universidad concluyendo un trabajo y llegará tarde. Tenía una actividad de campo y regresará en dos días. Puede hacernos creer a los de la casa que sí durmió esta noche con nosotros, que llegó tarde y se fue temprano, y puede sustituirlo en sus responsabilidades dentro de la residencia. ¿Habrías hecho eso por Carlos?

¿Qué le hubieras dicho tú, Culebra? ¿Que sí? ¿Que ese coñoemadre merecía algún esfuerzo de tu parte? ¡Ni cagando!

—La verdad, no, padre.

—¿Me entiendes, ahora? Siendo vecinos tú y Carlos, no lo eran. Eso me inquieta. Me hace pensar. Me da temor.

—Ahora sí es verdad que no lo entiendo, padre.

¿Te miró con la misma inexpresividad? ¿También apagó el cigarro en ese momento en tu cuarto?

—Vamos a encontrar al que disparó. Puede ser que nos lo diga Carlos si Dios permite que se recupere. Puede que la policía lo descubra. Puede ser que alguno de ustedes tenga el valor y la honestidad de decirlo. Pero, como que Dios existe, vamos a encontrar al que disparó. Todo será más fácil si hay colaboración. ¿Entiendes?

¿También te cagaste, Culebra? ¿También te sentiste cucaracha? ¿Alguno habrá tenido cojones para mandarlos al carajo?

—Creo que sí, padre.

—Bien. Mañana temprano tendremos misa. Por la salud de Carlos, por supuesto. Sería de muy buen gusto que todos fueran, se confesaran y comulgaran. ¿Lo harás?

Que todos dijimos: sí, claro, padre. ¿Quién se iba a negar, Culebra? De bolas que nadie, güevón.

Y, te pregunto: y si fueron ellos; y si fue un cura. Y por qué no. O es que fuiste tú.

 

Ya es tarde, Culebra, van a cerrar el local, y no quedamos sino nosotros. Regresemos antes que noten nuestra ausencia y nos hagamos más sospechosos de lo que somos.

Esta semana se irán desarrollando los acontecimientos.

Carlos vivirá o morirá con extremaunción garantizada, que siempre uno de los curas estará a su lado.

Alguno de nosotros estará viajando hacia el exilio protector de errores y culpas, a lo mejor con beca especial, o autofinanciado.

Los que hoy no se confesaron estarán cambiando de domicilio, que total más de algún papá tiene apartamentos en la ciudad y, ante esta coyuntura, qué mejor que un hijo para ocuparlo con sus amigos; y, por otro lado, siempre hay jóvenes necesitando residencia...

Tal vez el Gocho ya no esté mañana por su imprudencia, ni el Pozo de la Sabiduría por curioso, ni Memo por estar allí justo cuando estuvo, ni el Zamuro por imaginar cosas, ni nosotros por malos vecinos.

Tal vez, más de un cura termine sus días en las misiones de África o el Amazonas donde siempre hacen falta almas piadosas y gente con fe y amor a Dios para el sacrificio por el prójimo.

Lo que sí puedes jurar por tu madre que se caiga muerta ahorita mismo, Culebra, es que nuestros nombres nunca estarán en las páginas rojas de los periódicos, y que los detectives se fueron para no regresar y que todo se irá cubriendo poco a poco de olvido y al final del día nadie estará seguro de nada.

Hemos jurado silencio y es hora de comenzar a cumplir nuestro juramento. Centremos nuestro interés en el Cálculo Diferencial, en las Leyes de la Termodinámica, en el Derecho Romano. Apuntemos nuestra pasión hacia el Campeonato Mundial, hacia las Olimpiadas, hacia los juegos Caracas-Magallanes. Ejercitemos nuestra curiosidad con el Cubo de Rubick, la Cinta de Moebius, la National Geographic. Trotemos, nademos, bailemos que en cuerpo sano, mente sana... Si es por vicios, pues allí están los cigarros, la cerveza, el ron, el café, las mujeres...

Comencemos de una vez el ejercicio del olvido. Total Carlos seguro se buscó esta vaina... Total estas cosas pasan y no son nada del otro mundo... Total no está en nuestras manos cambiarlas... Total hay que vivir... Total, como dice la vieja copla española: Yo no le temo a la muerte / aunque la encuentre en la calle / sin el permiso de Dios / la muerte no mata a nadie...


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 16 de agosto de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes