Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 112
16 de agosto de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
La larga siesta
Vanessa Ordovás García

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A Alfonso, mi eterno compañero

"¡Ay! ¡Qué bien se está!", pensaba su adormilado cerebro. Estaba acostado boca arriba, con los ojos cerrados y las manos entrelazadas en la nuca. La luz del sol de la siesta lo calentaba a través de las cortinas claras. La madera de los muebles coloreaba los rayos y les confería una mayor calidez. Y así se encontraba en su alcoba, protegido y mimado, metido en la suave cama, que cada día, a esas horas, susurraba dulcemente a su subconsciente: "Ven, acércate, reposa sobre mí, que yo te arrullaré y te envolveré con mis tiernas sábanas...". ¿Quién podría resistirse a esa voz, más tentadora y sutil que la de las sirenas? Él, al menos, no.

Ella tampoco. Se echaba junto a él, acurrucada, con una mano reposando en su hombro y las rodillas rozando la piel de sus muslos. Antes de cerrar los ojos, observaba con admiración durante unos segundos aquel perfil tan amado, contorneado por la luz solar. Siempre lo hacía para tener bien viva su imagen en la mente: la última y mejor antes de abandonarse al sueño, la primera y mejor al despertar.

Juntos, sincronizados por la costumbre de tantos años, se sumían en una profunda y tranquila siesta en el benévolo ambiente, que sonrojaba sus mejillas. Habían llegado incluso a compartir el mismo sueño, como si fuera una experiencia de la vida consciente. Sus almas se habían enlazado por un hilo comunicador que ya no se podía desatar...

Y así sentía él que la suya tenía irremediablemente trazado el camino que poco antes había recorrido la de su amada. El misterioso hilo tiraba de él lenta pero incesantemente, sin punto de rotura, conduciéndolo allá donde había llegado el otro extremo.

***

La niña entró sigilosa en la habitación para no despertar a su abuelo. Se aproximó a la cabecera de la cama para observarlo de cerca: su rostro irradiaba una serenidad aun mayor de la que en él ya era habitual. Los tiernos ojos de la criatura empezaron a humedecerse, pues comprendió que se había cumplido lo que tantas veces había vaticinado el anciano: "El día que ella se vaya, me iré yo, porque somos uno".


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 30 de agosto de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes