El señor Butter llamó a mi puerta un viernes invernal, a esa hora en que las oficinas estatales cierran
y la floreciente pero aburrida burocracia inicia su gozoso peregrinaje de retorno al hogar. Butter entró en
mi departamento sin que yo estuviese seguro de querer recibirlo. Ya se había acomodado plácidamente en el
único sofá de mi sala cuando decidí que lo mejor era dejarlo hablar.
Sus afanes de alcanzar popularidad y una honra permanente me sorprendieron desde el primer instante.
Sabía de la existencia de tipos así, mas nunca creí que uno de ellos se cruzaría en el camino de mi
vida. Fumador incansable, quiso compartir sus largos cigarrillos con alguien que, como yo, repugnaba el
vicio del tabaco. Él, supongo, sólo quería ser amable.
Planteó su oferta y no alcancé a meditarla. Mi serenidad, mi rostro imperturbable, mis manos quietas
contrastaban con su exaltación. El conocía —decía conocer— "mis virtudes literarias, mi
facilidad para la redacción, mi capacidad para la invención y resolución de ficticias aventuras".
Él había decidido —era otra ocurrencia— perpetuarse en el mundo de las letras con una presencia
trascendental. Su dinero —una inmensa fortuna basada en la exportación de pieles— debía estar
acompañado del prestigio que supuestamente otorga el firmar obras impresas. Prestigio que le darían
algunos premios en concursos bien reconocidos de cuento o novela. Un antojo, o capricho, que únicamente se
satisfacía con una pulcra escritura, capaz de convencer a críticos especializados y atraer a exigentes
lectores. Con la anuencia de ambos grupos, el camino para conquistar la gloria (?) se allanaba.
Pero nada conocía Butter de aquéllo. Jamás había intentado plasmar en narraciones sus ideas poco
claras. En mí, de quien se había enterado por terceros o por referencias periodísticas (mis habituales
columnas de cultura y política), encontró al agente que lo convertiría en omnisciente triunfador. O
creyó haberlo encontrado.
Confiaba a ciegas en mí. Sabe, es una necesidad, expresó sobre su plan, mientras dejaba a un lado el
extralargo cigarrillo. Confesó que había leído algunas de mis notas. Me gustaron sus reportajes, me dijo.
¿Usted ha concursado en certámenes literarios?, inquirió. Mi silencio nada dejaba entrever, aunque a él,
creo, lo convencía más de su decisión.
No es un genio, pero a mí me hará tal, terminó. Se puso de pie (había estado casi echado sobre el
mueble) y, dirigiéndome una mirada que sólo los diabólicos personajes de audaces tramas poseen, me
ofreció una suma de dinero que nadie podría rechazar. Más aun si equivalía a un esfuerzo para escribir
en nombre de quien —grave ilusión— buscaba ganarle puntualmente una batalla a la literatura.
"Puede cobrarlo ahora mismo", dijo al momento de extenderme un atractivo cheque que no
habíamos llegado a acordar previamente. "No me interesa cuál sea el tema ni cómo solucionará el
problema —pese a que no lo es para usted, me permito suponer— de escribirlo. Asuma su oficio. Volveré
en una semana". Recordó que para el primer concurso teníamos un mes de plazo. "Vale el primer
puesto, olvídese del resto". No alcancé a despedirlo pues, con sus últimas palabras, tan seguras
para sí mismo, desapareció del pequeño escenario que era mi sala.
Vivía en el tercer piso de un edificio nada opulento y que rechazaba continuamente, y creo que a
propósito, la limpieza. Me acerqué a la ventana y, al agachar la cabeza, comprobé cómo Butter se metía
en su automóvil negro. Debió acelerar demasiado rápido, pues el carro se esfumó al instante, como un
auto ganador de fórmula uno. Por mi parte, busqué en mi archivo temas policiales diversos y, sobre la
mesa, dispuse la máquina de escribir. A la medianoche, varias horas después de la inesperada visita,
tenía terminado un borrador abundante en delicadeza y elegancia. Que, por cierto, no son nada útiles
cuando se relata un sangriento asesinato. Así que comencé a reflexionar y corregir. A romper papeles y
sonreír. Sonreír mucho, porque mi trabajo, aunque en verdad me pertenecía, más iba a ser de otro. Y
recordé el cheque que también a mí, en forma imprevista, me conducía a una bonanza siquiera temporal.
Butter regresó a la semana. Buena muestra de puntualidad. En la brillantez de su rostro podía comprobar
la complacencia que sentía ante mis inocentes pinceladas con dudosos propósitos artísticos. Es usted una
divinidad, dijo mientras me miraba con atención, simulando sorpresa. "Bueno, digamos una pequeña
divinidad". Abandonaba sus conceptos de la anterior ocasión. "Me pregunto si ya habrá cobrado el
cheque. Qué importa, aquí tiene otro". No supe qué decir. El "gracias" de siempre, como
respuesta cortés, o amable, era demasiado ambiguo. Tomó el original y la copia del relato acerca de una
muerte violenta con ciertos retoques innecesarios que no advirtió. O fingió no advertir.
Supongo que no alcanzaba a distinguir la delgada pero irreductible frontera entre la calidad y lo
puramente vano. Al salir (ahora despacio, educado, menos emotivo), me obsequió una sonrisa mercantil, y una
arenga en la cual me invitaba, "si ganábamos", a formar "una gigantesca, increíble, lícita
asociación". Otra vez, quedé pensativo.
La labor iba en serio. Butter no esperó los resultados del concurso. Cuando faltaban dos semanas para el
fallo me telefoneó pidiéndome que escribiera al menos otros dos cuentos. "Soy un hombre
precavido", lo oí decir. Al terminar la conversación, miré las carillas de mi redacción
periodística, evoqué el encantador y creciente pago y fui en busca de otros materiales para
continuar surtiendo mi imaginación. Fabulé situaciones y comencé una nueva tarea, con un sentimiento que
es difícil de explicar.
El jurado reveló que, entre cuatrocientos tres participantes, el señor Butter había obtenido el
primer premio "con un cuento renovador, digno de tomarse en cuenta como piedra angular en el proceso de
nuestro auge literario". Casualidades de la vida. Sentí satisfacción, fugaz, extraña. Había ganado,
pero Butter estrechaba manos consagradas, recibía una medalla y un trofeo, y agradecía leyendo unas
cuantas líneas que, lógicamente, se cuidó en solicitarme.
Butter creyó haber encontrado, producto de su ingenua fe en la alquimia, a su "salvador". La
siguiente vez estuvo irascible porque alcanzó una mención honrosa. Le aseguraron, en cambio, que su
composición figuraría en un libro a manera de antología, junto con el resto de cuentos galardonados. Eso
lo consoló un poco. Yo, las noches siguientes al resultado, paseándome en la soledad de mi
habitación, enjuiciaba el verdadero sentido de esta empresa. La excentricidad y el oportunismo de
Butter martilleaban mi cerebro obligándome a una —decisiva— toma de posición. En tanto, ya tenía
listos otros tres relatos, a la espera de verlo nuevamente ganador y disfrutar de mis respectivos
honorarios.
En tres meses, envió seis cuentos a distintos certámenes literarios. En el extranjero le concedieron un
segundo puesto. Más casualidades. En el país no obtuvo nada e hizo lo imposible por impedir que alguien se
enterase que había participado sin siquiera aproximarse a una mínima victoria.
Una noche, mientras entraba a mi propiedad, ubiqué su mirada entre mis paredes. Quise
anticiparme, ser el primero en aprovechar los trucos que nos permiten hacer las palabras (milenaria riqueza
bienheredada). Por el contrario, escuché sus reclamos: —...no es posible, ni aceptable, la derrota.
—Estas lides son semejantes a competencias deportivas y por lo mismo el único camino es alcanzar la
victoria, que nos llena de orgullo y mantiene nuestro encanto de ser diferentes", sentenció con esa
habitual grandilocuencia que ya había aprendido a distinguir en él. Le interrogué si consideraba
insuficientes los esfuerzos realizados (tenía que acomodarme a su oratoria), y le aclaré que nada
aseguraba una total efectividad. Ni yo mismo me entendía y se me ocurrió un argumento extra. "Tomemos
mis cuentos, perdón, los suyos", me corregí, "como obras maduras y logradas. Sin embargo, medite
usted acerca de la cantidad de autores que se encuentran en las mismas condiciones".
Mi elemental y hasta burda explicación lo hizo reaccionar y, sin pedir disculpas, Butter me invitó a
seguir en lo que él llamaba "la dulce brega", y ofreció doblarme la paga. Me habló de un
concurso nacional de novela, cuya existencia yo ya conocía, e insistió en que nuestro norte era conquistar
"ese importante torneo". Mi silencio y el humo de su extralargo cigarro se entrecruzaron en el
silencio de mi sala evidenciando nuestras irreconciliables contradicciones. Y me dijo que la novela podía
versar, por ejemplo, sobre su persona. ¿No tengo, acaso, un carácter atractivo?, inquirió. Giré a tiempo
para que no advirtiera mi sonrisa llena de ironía o de simple burla. Cuando me volví lo escuché invitarme
a cenar a su casa. "Mi esposa vuelve al país después de dos años de exilio voluntario y quiero que
la conozca. Quizá ella sea otra buena fuente de inspiración". Esperaba que así fuera. Ansiaba
encontrar la imaginaria belleza.
Al terminar la velada, ella y yo quedamos solos en la sala, mientras Butter iba a recostarse porque lo
estaba volviendo loco la fortaleza del vino tinto que acababa de tomar. Ella era joven, y no denotaba
ninguno de todos los rasgos patológicos que su esposo mostraba profunda, exageradamente. No le haga caso,
me dijo. "Sé para qué lo ha contratado: suele ser insoportable, qué se le va a hacer. Respeto sus
actos. Pero no creo que ustedes duren ni se entiendan lo suficiente en este negocio". Llevaba razón, y
eso fue lo último que atendí, porque después, al tiempo que ella seguía abriendo y juntando sus labios
invadidos de carmín, revelando secretos eternos, sólo atinaba a explorar las tersas facciones de su rostro
y adivinar qué había hecho este tiempo, largo, fuera de nuestro mundo avasallador.
Días después, Butter me indicó que debía apurar la novela. Yo era habilísimo y él, un impaciente,
recalcó. Pidió leer fragmentos de lo ya avanzado, pero le aclaré que ello era imposible, porque hasta que
estuviese completamente terminada, y sólo en ese momento, él podría conocer la obra. Me sentía un
artesano que burila su creación y espera al mercader quien, otorgándole un sentido totalmente opuesto,
viene a adquirirla.
Su espera se alargaba con el paso de las semanas, y yo casi enloquecía tratando de forjar —esta vez—
algo que satisficiera su explícito gusto. La novela no trató sobre él, pero, sacrificándome, le incluí
como personaje secundario, intrascendente, que bien pude obviar. En tanto, obtuvo el primer premio en un
concurso convocado por una empresa pesquera y ello lo hizo sentirse demasiado feliz. A los dos meses, con la
peor novela —o una de las peores— que deben de haberse escrito en muchos años, se presentó a una nueva
prueba y —yo más que nadie sabía su destino— ni siquiera advirtieron su presencia.
En sus gestos, en sus actos, era impulsivo, tosco, hasta matonesco. Y grosero. Nada lo equiparaba a su
hermosa pareja. Era la cruel antítesis de ella. Volví a meditar y, mejor, lo llamé. Me amenazó y dijo
que venía de inmediato a verme —"para solucionar y concluir el asunto". Sus insultos, sus
agresiones verbales, que en otras ocasiones soporté y hasta ignoré, me causaron temor. Que quién era yo.
Que quién me había creído.
La señora Butter, igual que una obsesión, que ya había acompañado mis nocturnos sueños recientes, se
confundía ahora en mi repentina y urgente desesperación.
Sí, no tenía otro camino que elegir. No tenía por qué huir. Igual que en alguna de las historias por
encargo que escribí, llegaba el momento de ubicar mi antigua arma. Me quedaba tiempo. Mi enemigo vendría,
apurado y patético como siempre, acelerando su auto con la desesperación que motiva la rabia que ciega y
obnubila. Vendría por la ruta corta de la antigua y gris avenida. Yo aceitaría mi revólver y prepararía
la emboscada inusual, la más prudente.
Usted, señor Butter, con sus artimañas que yo había aprendido a detectar en nuestros meses de
fructífera (¿será correcto afirmarlo?, me pregunto) amistad, irrumpiría, feroz, en mis aposentos,
buscando intimidarme. Contemplaría la habitación tan solitaria, que sospecharía y se pondría, cauto, a
explorar cada rincón. Regresaría a la sala y decidiría que lo mejor era esperarme para —masacre de una
presa acorralada— destrozarme sin compasión apenas me viese.
Butter, usted no sabe el daño que me ha causado. Comprado con sus atractivos talonarios de bancos
inhumanos —esos que la naturaleza de la gente común es, por lo general, incapaz de rechazar—, casi me
eliminó y me convirtió en una industria de la cual usted usufructuó casi a su antojo, aunque,
desgraciadamente (felizmente para mí), sin toda la fortuna que hubiera deseado.
En este instante, Butter, está usted en el centro de mi estudio y sostiene estas hojas. Puedo verlo
temblar —hay que ser muy perspicaz para notar esto en ¿robustas? personalidades como la suya— y mirar
alrededor. Puedo verlo —antes lo intuí— palpar sus armas que no lo dejan solo, previniendo catástrofes
o estragos, productos de una tragedia que usted protagoniza. Puedo verlo arrastrarse en el piso, salir del
estudio, preparar una trinchera para una guerra que usted no llegará a terminar. La guerra fue la de
nuestras conciencias. Al llegar a este punto, ya está usted desahuciado. Yo, vengado a mi manera.
Aplicándole, porque yo también tengo algo de ella, su propia ponzoña. Ignoro (finjo ignorar) un detalle,
sin embargo: si usted dejará estas líneas por propia voluntad, o porque, cuando una bala le atraviese el
cuerpo, no tendrá más fuerza para leerlas. Me inclino por lo segundo: ahora mismo, desde mi estratégica,
invisible posición, me regocijo advirtiendo la desesperación y sorpresa que revela su figura y el pánico
que le embarga. Ese pánico que usted ya no se preocupa en disimular.
Aprieto el gatillo y siento la dulzura de la señora Butter, esa dama fresca, atractiva, a quien,
después de llorarlo en su funeral, el suyo, Butter, puede que se le ocurra continuar las farsescas
pretensiones del difunto que para entonces será usted, mi estimado señor. Para ella, con inocultable
placer, con sincera hipocresía, yo sí escribiré. Su cariño será el mejor pago. Más que cualquier
cheque en blanco. Roguemos por ello.