Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 112
16 de agosto de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Butter
Jorge Zavaleta Balarezo

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El señor Butter llamó a mi puerta un viernes invernal, a esa hora en que las oficinas estatales cierran y la floreciente pero aburrida burocracia inicia su gozoso peregrinaje de retorno al hogar. Butter entró en mi departamento sin que yo estuviese seguro de querer recibirlo. Ya se había acomodado plácidamente en el único sofá de mi sala cuando decidí que lo mejor era dejarlo hablar.

Sus afanes de alcanzar popularidad y una honra permanente me sorprendieron desde el primer instante. Sabía de la existencia de tipos así, mas nunca creí que uno de ellos se cruzaría en el camino de mi vida. Fumador incansable, quiso compartir sus largos cigarrillos con alguien que, como yo, repugnaba el vicio del tabaco. Él, supongo, sólo quería ser amable.

Planteó su oferta y no alcancé a meditarla. Mi serenidad, mi rostro imperturbable, mis manos quietas contrastaban con su exaltación. El conocía —decía conocer— "mis virtudes literarias, mi facilidad para la redacción, mi capacidad para la invención y resolución de ficticias aventuras". Él había decidido —era otra ocurrencia— perpetuarse en el mundo de las letras con una presencia trascendental. Su dinero —una inmensa fortuna basada en la exportación de pieles— debía estar acompañado del prestigio que supuestamente otorga el firmar obras impresas. Prestigio que le darían algunos premios en concursos bien reconocidos de cuento o novela. Un antojo, o capricho, que únicamente se satisfacía con una pulcra escritura, capaz de convencer a críticos especializados y atraer a exigentes lectores. Con la anuencia de ambos grupos, el camino para conquistar la gloria (?) se allanaba.

Pero nada conocía Butter de aquéllo. Jamás había intentado plasmar en narraciones sus ideas poco claras. En mí, de quien se había enterado por terceros o por referencias periodísticas (mis habituales columnas de cultura y política), encontró al agente que lo convertiría en omnisciente triunfador. O creyó haberlo encontrado.

Confiaba a ciegas en mí. Sabe, es una necesidad, expresó sobre su plan, mientras dejaba a un lado el extralargo cigarrillo. Confesó que había leído algunas de mis notas. Me gustaron sus reportajes, me dijo. ¿Usted ha concursado en certámenes literarios?, inquirió. Mi silencio nada dejaba entrever, aunque a él, creo, lo convencía más de su decisión.

No es un genio, pero a mí me hará tal, terminó. Se puso de pie (había estado casi echado sobre el mueble) y, dirigiéndome una mirada que sólo los diabólicos personajes de audaces tramas poseen, me ofreció una suma de dinero que nadie podría rechazar. Más aun si equivalía a un esfuerzo para escribir en nombre de quien —grave ilusión— buscaba ganarle puntualmente una batalla a la literatura.

"Puede cobrarlo ahora mismo", dijo al momento de extenderme un atractivo cheque que no habíamos llegado a acordar previamente. "No me interesa cuál sea el tema ni cómo solucionará el problema —pese a que no lo es para usted, me permito suponer— de escribirlo. Asuma su oficio. Volveré en una semana". Recordó que para el primer concurso teníamos un mes de plazo. "Vale el primer puesto, olvídese del resto". No alcancé a despedirlo pues, con sus últimas palabras, tan seguras para sí mismo, desapareció del pequeño escenario que era mi sala.

Vivía en el tercer piso de un edificio nada opulento y que rechazaba continuamente, y creo que a propósito, la limpieza. Me acerqué a la ventana y, al agachar la cabeza, comprobé cómo Butter se metía en su automóvil negro. Debió acelerar demasiado rápido, pues el carro se esfumó al instante, como un auto ganador de fórmula uno. Por mi parte, busqué en mi archivo temas policiales diversos y, sobre la mesa, dispuse la máquina de escribir. A la medianoche, varias horas después de la inesperada visita, tenía terminado un borrador abundante en delicadeza y elegancia. Que, por cierto, no son nada útiles cuando se relata un sangriento asesinato. Así que comencé a reflexionar y corregir. A romper papeles y sonreír. Sonreír mucho, porque mi trabajo, aunque en verdad me pertenecía, más iba a ser de otro. Y recordé el cheque que también a mí, en forma imprevista, me conducía a una bonanza siquiera temporal.

Butter regresó a la semana. Buena muestra de puntualidad. En la brillantez de su rostro podía comprobar la complacencia que sentía ante mis inocentes pinceladas con dudosos propósitos artísticos. Es usted una divinidad, dijo mientras me miraba con atención, simulando sorpresa. "Bueno, digamos una pequeña divinidad". Abandonaba sus conceptos de la anterior ocasión. "Me pregunto si ya habrá cobrado el cheque. Qué importa, aquí tiene otro". No supe qué decir. El "gracias" de siempre, como respuesta cortés, o amable, era demasiado ambiguo. Tomó el original y la copia del relato acerca de una muerte violenta con ciertos retoques innecesarios que no advirtió. O fingió no advertir.

Supongo que no alcanzaba a distinguir la delgada pero irreductible frontera entre la calidad y lo puramente vano. Al salir (ahora despacio, educado, menos emotivo), me obsequió una sonrisa mercantil, y una arenga en la cual me invitaba, "si ganábamos", a formar "una gigantesca, increíble, lícita asociación". Otra vez, quedé pensativo.

La labor iba en serio. Butter no esperó los resultados del concurso. Cuando faltaban dos semanas para el fallo me telefoneó pidiéndome que escribiera al menos otros dos cuentos. "Soy un hombre precavido", lo oí decir. Al terminar la conversación, miré las carillas de mi redacción periodística, evoqué el encantador y creciente pago y fui en busca de otros materiales para continuar surtiendo mi imaginación. Fabulé situaciones y comencé una nueva tarea, con un sentimiento que es difícil de explicar.

El jurado reveló que, entre cuatrocientos tres participantes, el señor Butter había obtenido el primer premio "con un cuento renovador, digno de tomarse en cuenta como piedra angular en el proceso de nuestro auge literario". Casualidades de la vida. Sentí satisfacción, fugaz, extraña. Había ganado, pero Butter estrechaba manos consagradas, recibía una medalla y un trofeo, y agradecía leyendo unas cuantas líneas que, lógicamente, se cuidó en solicitarme.

Butter creyó haber encontrado, producto de su ingenua fe en la alquimia, a su "salvador". La siguiente vez estuvo irascible porque alcanzó una mención honrosa. Le aseguraron, en cambio, que su composición figuraría en un libro a manera de antología, junto con el resto de cuentos galardonados. Eso lo consoló un poco. Yo, las noches siguientes al resultado, paseándome en la soledad de mi habitación, enjuiciaba el verdadero sentido de esta empresa. La excentricidad y el oportunismo de Butter martilleaban mi cerebro obligándome a una —decisiva— toma de posición. En tanto, ya tenía listos otros tres relatos, a la espera de verlo nuevamente ganador y disfrutar de mis respectivos honorarios.

En tres meses, envió seis cuentos a distintos certámenes literarios. En el extranjero le concedieron un segundo puesto. Más casualidades. En el país no obtuvo nada e hizo lo imposible por impedir que alguien se enterase que había participado sin siquiera aproximarse a una mínima victoria.

Una noche, mientras entraba a mi propiedad, ubiqué su mirada entre mis paredes. Quise anticiparme, ser el primero en aprovechar los trucos que nos permiten hacer las palabras (milenaria riqueza bienheredada). Por el contrario, escuché sus reclamos: —...no es posible, ni aceptable, la derrota.

—Estas lides son semejantes a competencias deportivas y por lo mismo el único camino es alcanzar la victoria, que nos llena de orgullo y mantiene nuestro encanto de ser diferentes", sentenció con esa habitual grandilocuencia que ya había aprendido a distinguir en él. Le interrogué si consideraba insuficientes los esfuerzos realizados (tenía que acomodarme a su oratoria), y le aclaré que nada aseguraba una total efectividad. Ni yo mismo me entendía y se me ocurrió un argumento extra. "Tomemos mis cuentos, perdón, los suyos", me corregí, "como obras maduras y logradas. Sin embargo, medite usted acerca de la cantidad de autores que se encuentran en las mismas condiciones".

Mi elemental y hasta burda explicación lo hizo reaccionar y, sin pedir disculpas, Butter me invitó a seguir en lo que él llamaba "la dulce brega", y ofreció doblarme la paga. Me habló de un concurso nacional de novela, cuya existencia yo ya conocía, e insistió en que nuestro norte era conquistar "ese importante torneo". Mi silencio y el humo de su extralargo cigarro se entrecruzaron en el silencio de mi sala evidenciando nuestras irreconciliables contradicciones. Y me dijo que la novela podía versar, por ejemplo, sobre su persona. ¿No tengo, acaso, un carácter atractivo?, inquirió. Giré a tiempo para que no advirtiera mi sonrisa llena de ironía o de simple burla. Cuando me volví lo escuché invitarme a cenar a su casa. "Mi esposa vuelve al país después de dos años de exilio voluntario y quiero que la conozca. Quizá ella sea otra buena fuente de inspiración". Esperaba que así fuera. Ansiaba encontrar la imaginaria belleza.

Al terminar la velada, ella y yo quedamos solos en la sala, mientras Butter iba a recostarse porque lo estaba volviendo loco la fortaleza del vino tinto que acababa de tomar. Ella era joven, y no denotaba ninguno de todos los rasgos patológicos que su esposo mostraba profunda, exageradamente. No le haga caso, me dijo. "Sé para qué lo ha contratado: suele ser insoportable, qué se le va a hacer. Respeto sus actos. Pero no creo que ustedes duren ni se entiendan lo suficiente en este negocio". Llevaba razón, y eso fue lo último que atendí, porque después, al tiempo que ella seguía abriendo y juntando sus labios invadidos de carmín, revelando secretos eternos, sólo atinaba a explorar las tersas facciones de su rostro y adivinar qué había hecho este tiempo, largo, fuera de nuestro mundo avasallador.

Días después, Butter me indicó que debía apurar la novela. Yo era habilísimo y él, un impaciente, recalcó. Pidió leer fragmentos de lo ya avanzado, pero le aclaré que ello era imposible, porque hasta que estuviese completamente terminada, y sólo en ese momento, él podría conocer la obra. Me sentía un artesano que burila su creación y espera al mercader quien, otorgándole un sentido totalmente opuesto, viene a adquirirla.

Su espera se alargaba con el paso de las semanas, y yo casi enloquecía tratando de forjar —esta vez— algo que satisficiera su explícito gusto. La novela no trató sobre él, pero, sacrificándome, le incluí como personaje secundario, intrascendente, que bien pude obviar. En tanto, obtuvo el primer premio en un concurso convocado por una empresa pesquera y ello lo hizo sentirse demasiado feliz. A los dos meses, con la peor novela —o una de las peores— que deben de haberse escrito en muchos años, se presentó a una nueva prueba y —yo más que nadie sabía su destino— ni siquiera advirtieron su presencia.

En sus gestos, en sus actos, era impulsivo, tosco, hasta matonesco. Y grosero. Nada lo equiparaba a su hermosa pareja. Era la cruel antítesis de ella. Volví a meditar y, mejor, lo llamé. Me amenazó y dijo que venía de inmediato a verme —"para solucionar y concluir el asunto". Sus insultos, sus agresiones verbales, que en otras ocasiones soporté y hasta ignoré, me causaron temor. Que quién era yo. Que quién me había creído. La señora Butter, igual que una obsesión, que ya había acompañado mis nocturnos sueños recientes, se confundía ahora en mi repentina y urgente desesperación.

Sí, no tenía otro camino que elegir. No tenía por qué huir. Igual que en alguna de las historias por encargo que escribí, llegaba el momento de ubicar mi antigua arma. Me quedaba tiempo. Mi enemigo vendría, apurado y patético como siempre, acelerando su auto con la desesperación que motiva la rabia que ciega y obnubila. Vendría por la ruta corta de la antigua y gris avenida. Yo aceitaría mi revólver y prepararía la emboscada inusual, la más prudente.

Usted, señor Butter, con sus artimañas que yo había aprendido a detectar en nuestros meses de fructífera (¿será correcto afirmarlo?, me pregunto) amistad, irrumpiría, feroz, en mis aposentos, buscando intimidarme. Contemplaría la habitación tan solitaria, que sospecharía y se pondría, cauto, a explorar cada rincón. Regresaría a la sala y decidiría que lo mejor era esperarme para —masacre de una presa acorralada— destrozarme sin compasión apenas me viese.

Butter, usted no sabe el daño que me ha causado. Comprado con sus atractivos talonarios de bancos inhumanos —esos que la naturaleza de la gente común es, por lo general, incapaz de rechazar—, casi me eliminó y me convirtió en una industria de la cual usted usufructuó casi a su antojo, aunque, desgraciadamente (felizmente para mí), sin toda la fortuna que hubiera deseado.

En este instante, Butter, está usted en el centro de mi estudio y sostiene estas hojas. Puedo verlo temblar —hay que ser muy perspicaz para notar esto en ¿robustas? personalidades como la suya— y mirar alrededor. Puedo verlo —antes lo intuí— palpar sus armas que no lo dejan solo, previniendo catástrofes o estragos, productos de una tragedia que usted protagoniza. Puedo verlo arrastrarse en el piso, salir del estudio, preparar una trinchera para una guerra que usted no llegará a terminar. La guerra fue la de nuestras conciencias. Al llegar a este punto, ya está usted desahuciado. Yo, vengado a mi manera. Aplicándole, porque yo también tengo algo de ella, su propia ponzoña. Ignoro (finjo ignorar) un detalle, sin embargo: si usted dejará estas líneas por propia voluntad, o porque, cuando una bala le atraviese el cuerpo, no tendrá más fuerza para leerlas. Me inclino por lo segundo: ahora mismo, desde mi estratégica, invisible posición, me regocijo advirtiendo la desesperación y sorpresa que revela su figura y el pánico que le embarga. Ese pánico que usted ya no se preocupa en disimular.

Aprieto el gatillo y siento la dulzura de la señora Butter, esa dama fresca, atractiva, a quien, después de llorarlo en su funeral, el suyo, Butter, puede que se le ocurra continuar las farsescas pretensiones del difunto que para entonces será usted, mi estimado señor. Para ella, con inocultable placer, con sincera hipocresía, yo sí escribiré. Su cariño será el mejor pago. Más que cualquier cheque en blanco. Roguemos por ello.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 30 de agosto de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes