Al fondo, a la derecha, puede verse un árbol repleto de pájaros callados. Ni un trino, ni un revoloteo,
nada. Sólo una multitud de pájaros de ojos inmensamente abiertos, de ojos fijos; pájaros inmóviles y
silenciosos como si estuvieran dormidos. Pero no están dormidos, sólo quietos.
Ligeramente más abajo hay una fuente cuyas aguas manan o parecen manar muy lentamente, como lamiendo con
incierta voluptuosidad cada piedra, cada matojo de hierba amarillenta, como acariciando sin deseo, sin
precipitación, desapasionadamente, el estrecho cauce apenas pronunciado. Sobre la boca del manantial, una
pequeña roca parece ir a desprenderse provocando la catástrofe, cegando para siempre el ojo que destila
las frescas gotas de agua. Pero sin duda lleva siglos allí, amenazando sin esperanza el tranquilo discurrir
del escueto regato sobre la tierra seca.
Más arriba, agazapado en la oscuridad de la roca, un lagarto gris acecha cualquier posible presa
disimulándose contra la frialdad de la piedra. Parece alerta y, sin embargo, diríase incapaz del menor
gesto, como si su inquietante inmovilidad no fuese una excusa sino un fin. Sus ojos miran, sin espanto,
hacia el oeste, donde el sol debería estar poniéndose, mas el sol no se ve por parte alguna; sólo el
ligero resplandor rojizo que suele acompañar los atardeceres, pero con una tonalidad más pesada, más
asfixiante, como un turbio presagio de tormenta. En el cielo semioscurecido, sin embargo, no se aprecia la
presencia de ninguna nube que pudiera apoyar tal hipótesis. A pesar de todo, una extraña claridad domina
el paisaje.
A juzgar por el silbante sonido que llena el valle adormilado, está soplando el viento. Pero ni una
brizna de hierba se mueve, ni una hoja del árbol se agita, no hay un solo grano de arena volando por los
aires. Nada.
La llanura, que en un punto indeterminado aparece cortada sugiriendo un barranco, rezuma quietud, como si
el tiempo no existiese todavía. Salvo por las dos figuras que a lo lejos caminan acercándose y en cuyos
labios puede apreciarse algún movimiento. Probablemente charlan.
Tal vez el viento ha cesado; acaso no existió jamás. Lo cierto es que a pesar de la distancia pueden
oírse las voces. Vienen resonando por el centro de la llanura, desde el lugar que ahora ocupan las dos
sombras que se acercan. Por su aspecto, nadie hubiera sospechado que fuesen capaces de hablar de esa
extraña manera, en ese curioso tono quebradizo y glacial. Es tan profundo el silencio, que las voces llegan
con total nitidez y casi parece que procedan de los cuatro puntos cardinales, tal es su intensidad.
A ambos lados de un camino indefinible, presentido apenas, las piedras reverberan carentes de brillo y se
diría que su indiferencia es sólo aparente, que en realidad esa quietud no se debe sino al tremendo
esfuerzo realizado para absorber el estricto sentido de esas voces que se van acercando con lentitud, tan
despacio como fluye la exigua corriente que, después de resbalar por la roca hasta el suelo, rodea el
árbol y va a perderse serpenteando en la distancia, más allá del lugar en que se hallan los caminantes,
allende el final de la llanura, como si en un punto el agua quedase suspendida entre dos planos superpuestos
e irreconciliables.
En la lejanía se divisa un puntito en el cielo descolorido y lánguido. Tal vez sea un ave sobrevolando
el lugar del que acaso vengan los dos hombres que ya están cerca, un lugar que posiblemente ya no exista o
que tal vez nunca haya existido sino en su imaginación. Quizá no sea un ave. También podría tratarse de
un sol lejanísimo y negro, destinado a negar la luz a quienes tengan necesidad de ella de igual modo que a
los otros, aquellos que renegaron de la claridad e hicieron de las tinieblas su morada, su mundo, su
religión. Acaso no sea más que la sombra de un dios desconocido e inseguro, proyectada por él en esa
lejana dimensión, pretendiendo así carecer de ella, tratando de ignorarla para no sentirla
esclavizándole.
Al pasar los dos hombres junto al árbol, los pájaros deberían estremecerse y estallar en una violenta
y ensordecedora algarabía, deberían echarse a volar y llenar el cielo de trinos espantados y de alas
negras. Pero no lo hacen. Permanecen quietos, mudos, indiferentes, negando con su impasibilidad las voces y
la presencia de los dos hombres que caminan cansinamente. Alguno, quizás, ha girado con desgana la cabeza
en un intento superfluo de seguir la marcha acompasada e irremediable de los dos hombres que conversan.
Cuando hayan terminado de pasar (si es que alguna vez llega ese momento, si ese momento es en verdad
posible) las piedras seguirán calladas y expectantes. La fuente, el árbol, los pájaros y hasta la misma
hierba seca y amarillenta y baldía, permanecerán en sus puestos como leales soldados en espera de una
escaramuza que nunca ha de llegar. Seguirá el lagarto derramando su mirada sobre ese sol que jamás
acabará de ponerse, ese sol que no ha de volver a levantarse de la tierra. Quedará el cielo, plomizo e
insoportablemente denso, como único testigo de una conversación absurda, de un nuevo diálogo suicida
entre dos hombres que, aunque ellos lo ignoren, nunca aprendieron a hablar el mismo idioma, nunca
comprendieron la lengua del otro. El mismo resplandor agónico iluminará con escasez la escena donde nada
va a ocurrir, donde, con toda seguridad, nada ocurrió jamás.