Do mayor. El pulgar pulsa la quinta y comienza el baile. La menor. Una pareja se levanta y se dirige al
centro de la pista. Los miro sin verlos. Me duelen las manos, sobre todo la izquierda, la artritis le pone
fuego a cada cambio de acorde. Sol mayor. Un solo rasgueo y un respiro. Ahora viene un arpegio en Fa mayor,
la nota más cruel, con el índice en cejilla. Por más que aprieto no piso bien las cuerdas, y el ruido
sordo del bordón pone nerviosa a la cantante, que gira la cabeza hacia mí con gesto de súplica. Ojalá se
enfadara, podría decirle que no es culpa mía, que son estos malditos huesos y tendones.
Sigo con la vista al infinito, las gafas empañadas, sintiéndome todo manos, todo manos y nariz húmeda
de sudor de gafas que resbalan y yo sin manos que las sujeten, aferradas a su guitarra y a su artritis. Echo
la cabeza hacia atrás y arrugo la nariz, pero las gafas no suben. Cambio a Do mayor. Por encima de las
lentes veo a la gente sentada en la barra, al fondo del local. Fijo en ellos la mirada, buscando escapar por
un instante del dolor, de la música hecha piel, carne y huesos torcidos. Entre el público, una joven con
la cara pintada de blanco hace de mimo con desgana. Casi nadie la mira. A mí tampoco. Re séptima.
Desde detrás de la columna se asoma un rostro femenino vagamente familiar. Su mirada se posa por turno
en cada uno de los músicos. Se detiene en mí. Segunda estrofa, Do mayor. La miro y veo el rostro de Elena,
más joven, como en las fotos de antes de que yo la conociera. Y vuelvo atrás en el tiempo, ¿cuánto
tiempo?, ¿veinte años tal vez, tantos? La menor. Veinte años sin verla, y serían seis que se fue del
todo, sin despedirse siquiera, y me dejó aquí con mi carga de abrazos pendientes, ya sin futuro, perdidos,
y qué se hace uno con ellos, y con los besos que nunca le di, qué hago ahora con ellos. Sol mayor, un solo
rasgueo. Arquea las cejas y sus ojos se vuelven tristes, tristes al mirarme, y mis dedos intentan estirarse
desde lejos, sin soltar el mástil de la guitarra, ella sin apartar la vista de mí, apenada de mí, y mis
dedos estirándose para que ella pueda tocarlos, volverlos veinte años atrás, liberarlos. Pero desvía la
mirada hacia su acompañante y mis dedos se tuercen y ya no es Elena, ya no es nadie. Arpegio en Fa mayor.
Para evitar el reproche aprieto fuerte el índice plano contra las cuerdas. Aliviado, escucho el sonido
limpio del bordón, la cantante no se gira esta vez. Y después, oigo, o siento, un chasquido. Miro mi mano,
con más curiosidad que miedo, esperándola quebrada, pero se mantiene firme. El chasquido sonó dentro, no
fuera, como de grieta en el alma. La música se aleja, ahora en Do mayor.
Estoy flotando. Mis dedos se deslizan ágiles por el mástil, acariciando las cuerdas. Deben estar
tocando una música hermosa, pero apenas puedo oírla. Improviso unas notas antes de pasar a Re séptima. El
contrabajista me mira sonriente y asiente con la cabeza. No puedo oír nada, la música suena en la
habitación de al lado y alguien ha cerrado la puerta. Miro mis manos, y sin dolor no las reconozco,
¿quién está tocando esta guitarra, quién mueve los dedos para colocar el Do mayor en el momento preciso,
en el momento de comenzar la última estrofa?
Tengo miedo. Me siento solo en esta sala, donde no puedo oír la música que toco, donde ni mi propio
cuerpo me extraña, y el alma se me encoge bajo el peso del tiempo malgastado. Alguien cambia a La menor. Te
busco entre la gente, pero no te encuentro, ¿dónde estás, Elena, dónde? Ahora veo a tu pareja, habla
contigo, pero a ti te oculta la columna, déjame verte, por favor, solo una vez más, antes de que termine
esta canción que se me antoja elegía, y ya llega Sol mayor y tú sigues oculta, y él sigue hablando,
interminable, nunca calla, nunca, y ahora te mira y ríe, y tu risa estalla detrás de la columna, y cabalga
sobre la música, galopa entre las voces de la gente y el arpegio en Fa mayor, que ya ni duele, y tu pelo
asoma tras la columna, y después tu cara, los ojos cerrados por la risa, y cambio a Do mayor, y la canción
se consume y tú sigues riendo, y tus ojos cerrados no me miran, ya nunca me miran y no llego a cambiar a Re
séptima.