Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 112
16 de agosto de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Dos cuentos
Carlos Briones

Comparte este contenido con tus amigos

La dignidad no consuela, pero ayuda

Mi padre muerto encima de la cama, tirado, botado, dejado, me produjo una pena inmensa. Fui a buscar a Jorge, un amigo de la infancia, que quería ser médico, pero que terminó como enfermero. En vida no tuve problemas para limpiarle las heridas a mi padre: 37 llagas purulentas; no tuve problemas para rezar con él, cuando me lo pidió después de darle dos o tres cucharadas de café con leche, café de máquina y no esa basura de café instantáneo que se vende en Chile. A la española, me había dicho, eran las seis de la tarde y quiso tomar desayuno con churros. Se estaba muriendo y yo salí a buscar churros. Me dijeron que en la Gran Avenida, bastante adentro, a la salida de Santiago, hacia el sur, se ponían puestos con churros. Con mi compadre Jano fuimos a buscar los churros. No quisieron dejarme ir solo. Después de quince años en Europa yo había perdido la manera de comportarse en Chile. Encontramos churros, trajimos churros, y mi comadre Yola preparó con Teresa, mi mujer, un café a la española. Mi padre no se pudo tragar ni un solo churro, pero el gusto si lo sintió. Están sabrosos, me dijo. ¿Los trajo de Las Delicias?, me preguntó. Le dije que sí. Después rezamos y se durmió. No se murió, se durmió: tenía pulso y respiración. Esa noche tomamos café hasta tarde en la casa de mi compadre, y hablamos y hablamos, como se habla después de quince años.

Mi madre, cuando nos avisó, nos dijo: Se lo llevó el amanecer. Muerto mi padre: fui incapaz de asearlo, de tocarlo; verlo me descompuso. Jorge vino y lo atendió. Es normal, me dijo. Lo vistió y lo tuvo listo para cuando llegaron los empleados de las pompas fúnebres. Mi mujer y mi madre habían elegido el ataúd. Según mi madre: Había otros más baratos, pero Teresita quiso éste. Aprobé todas las gestiones. Arrinconado, como estaba, en mis debilidades, no estaba como para plantear objeciones. Puesto en el ataúd: mi padre, mi orgulloso padre, se veía digno, tenía ese gesto seguro, firme, de antes de salir a cumplir alguna gestión importante. Mi madre, claro, siempre lo revisaba; y mi padre esperaba su confirmación, y siempre le corregía algún detalle mínimo: la línea de la solapa de la chaqueta, el prendedor de la corbata, o la eterna y maldita pelusa que las esposas siempre encuentran.

Vi a mi padre en el ataúd y a mi madre revisándolo: le acomodó los pies, los zapatos, rectos, el derecho le costó un poco, las puntas del pañuelo en el bolsillo chico de la chaqueta, pidió que la ayudaran para levantarle un poco la cabeza: Para que esté más cómodo. Nadie dijo nada, y se cumplió su deseo. Satisfecha mi madre, nos dijo: No se preocupen, sé que está muerto, pero, así y todo, sigue siendo mi marido. Me sentí el destinatario de ese comentario, pero guardé silencio.

Sin darme cuenta, me había recuperado. Yo me parezco bastante a mi padre; él no era escritor, yo sí, pero el uso del idioma era algo que nos unía férreamente. En vida, y yo en segundo lugar hasta cierta edad, éramos los responsables de las respuestas; pero el manejo del silencio y de las dudas era un ámbito indiscutidamente manejado por mi madre.

Todos somos irremplazables, dijo mi madre, autorizando con un gesto para que nos acercásemos a despedirnos, y en estos momentos, comprenderán que la dignidad no consuela directamente, pero ayuda. No quiero decir ni dar a entender que casi pensé que mi padre fuese un ventrílocuo y que el cerebro gris donde nacían sus elaboradas reflexiones fuese mi madre; pero que me sorprendió, sí me sorprendió.

La dignidad no consuela, pero ayuda, pensé mientras observaba a mi padre en el ataúd. Pensé en el irrespetuoso comportamiento frente a la muerte, queja del gordo Saldaña, preso político en Estadio Nacional de Chile, en octubre de 1973. El Gordo era fino, fino en sí mismo, además de ser de buena familia, y se quejaba y nos molestaba a nosotros por el comportamiento, nuestro, de los presos políticos, y de los torturadores. Pégueme si quiere, soldado, pero compórtese, le había dicho a uno de los soldados que nos vigilaban mientras limpiábamos las manchas de sangre en el camarín donde estábamos. Unos boinas negras, de esos supuestos súper combatientes, habían venido, y al azar les habían abierto el vientre a dos compañeros. Sabíamos que esas eran tácticas de ablandamiento. Y después de eso el estúpido de Saldaña pidiendo comportamiento. Recordé que le dije: ¿Por qué no te callas?, y él me respondió: Si tengo que morir, ha de ser con dignidad. Lo hicieron hacer las cosas más indignas a las que se puede obligar a un ser humano, y el Gordo, obtuso, obsesionado por la dignidad, exacerbaba el odio y la idiotez de esos enfermos mentales que nos torturaban.

¡Dignidad! Me tranquilizó constatar que mi padre, en ese ataúd elegido por mi mujer, tenía dignidad. El resto del servicio fúnebre lo viví relativamente consolado. La lentitud, el respeto, o eso que parecía respeto, de los empleados de la funeraria, al tomarlo, al sacarlo de la casa, al subirlo al vehículo que lo llevó a la capilla de la iglesia, todo ese ritual, me hizo pensar y me transportó a tiempos remotos, a libros queridos, a lecturas, a lugares visitados como turista, pero que me habían comunicado algo: la frialdad de las catacumbas de Roma, el calor que aprisiona en Egipto cuando uno visita las pirámides, los cementerios en Alemania y el impacto que ahora me causa la confesión anónima de los lugares donde han enterrado presos políticos desaparecidos.

Con incomodidad recuerdo al gordo Saldaña y su manía por la dignidad. No me incomoda el Gordo, me incomoda mi comportamiento. Gordo, cállate, que nos van a joder más, le dije mientras reuníamos los intestinos de no me acuerdo quién, y que el entonces mayor K. Krumm lo había vaciado de un solo corte diagonal. El cuerpo del tipo ahí, vaciado, despanzurrado, y caliente todavía, no me causaba terror, terror me causaba el gordo Saldaña, y que me hubiesen mandado a mí con él a hacer esa tarea. Maldito Gordo, hablando mierda: Descanse en paz compañero. En nombre del Padre, del Hijo... ¡Qué mierda! ¡Qué maldita suerte la mía! Yo que no creo en nada ni en nadie, me toca este idiota obsesionado por un ritual mortuorio. Esa vez, sí, mi suerte no fue tan despreciable: no nos mataron, nos encerraron juntos por varios días en unos tambores que había para juntar agua. Castigo duro, pero soportable. Carlos, me dijo, la dignidad y la muerte van juntas. No le respondí, después de 20 horas, creo, me daba igual lo que dijera. Si te toca tratar mi cadáver, prométeme que los harás con dignidad. Le respondí que sí, ¡santo remedio!, se quedó callado, no habló más. Cuando nos sacaron no podíamos movernos, mientras nos desentumecíamos, me dijo: De más está que te diga que yo haré lo mismo.

Hace algún tiempo, volví solo a este país y a esta sociedad con gente en la que no confío, y si son de esos recuperadores de la democracia: menos, a uno de esos tipos jamás le daría la espalda. Terror me causan los torturadores viejos, convertidos en caballeros, en parlamentarios. Prefiero a los que se han vuelto alcohólicos y que cada cierto tiempo muestran las garras, a esos puedo olerlos. En ciertos documentos recientes se sostiene que el Gordo, Julio Roberto Saldaña Walker, estaría enterrado en un campo de entrenamiento del Ejército de Chile. Desde la muerte de mi padre he pensado pedirle a su familia que, aunque se encuentren sólo algunos huesos del Gordo, se me permita sepultarlos en un ataúd elegido por mí. Mi madre está de acuerdo: Si se lo prometió, tiene que cumplirlo, me ha dicho.

 

Las preguntas de Cósima

Es el primer día de verano, la temperatura en Colonia, casualmente coincide: 24 grados a la sombra. Son las once de la mañana; entro en el café; pido un "espresso" y me voy a la terraza. Los clientes huelen a peste. Me siento a la sombra. Los alemanes lo hacen al sol y beben cerveza. Todos tienen tatuajes en los brazos o en el pecho; cesantes, igual que yo, ninguno pasa de los 25 años. Sus miradas son hoscas. Seguramente también les dijeron que no hoy día. Tal vez también les dijeron: Pero con su figura usted debería estar en la TV. No, aquí no, aquí queremos trabajadores.

Tristes, amargados, aplastados, violentos: su agresividad no es de temperamento, es de angustia. Se comportan con repudio. Hablan sólo en colonés, un dialecto renano. No son duros, pero son peligrosos. No son delincuentes, pero pueden serlo. Se niegan a ser policías o militares. Yo respeto ese resquicio de dignidad.

Cósima me trae el café. La saludo en italiano, me contesta en español. Me inclino un poco hacia adelante para mirarle las tetitas; las tiene cada vez más hermosas. Se da cuenta y hace un amago de cerrarse el escote de la camiseta sin mangas, pero me deja offside irguiéndose sencillamente. Entonces los pezones se le marcan como frambuesas.

Las mujeres llevan pantalones muy cortos o vestidos de telas delgadísimas. Es agradable ver y ver piernas y formas, acercarse a la carne a través de la transparencia de las telas. Ya no me chocan las espaldas faltas de sol o las piernas y las axilas peludas. Depiladas, sin duda, son una maravilla. No deja de llamarme la atención ese loco sangoloteo de senos libres, de todos los tamaños y de todas las formas. Las rubias, después de quince de días de playa, cuando se pintan los labios de un rosado tenue, se sombrean los párpados, y el azul o el verde de sus ojos se destaca, aunque sean feas, se ven hermosas.

Pero en esta ciudad me siento infame. Aquí odio el verano. Todo me angustia. Todo me excita y me trastorna, me provoca, cuando el sol penetra en esta cloaca. Bajo los cielos y sobre las milenarias piedras de Colonia, fermenta la infamia, dice un poeta iraní.

Cósima es morena y tiene el pelo muy corto. La conozco hace diez años. Entonces ella tenía trece y yo veintiséis. Su padre era uno de los dirigentes del Circolo Rinacentista Italiano (una pantalla del PCI, claro). Desde el comienzo simpaticé más con los italianos que con los alemanes, insuperables en su dogmatismo y sectarismo.

Cósima ya no es militante. Esto me alegra; aunque ella se empecina en dejar en claro que no es por las razones que yo supongo. Yo no supongo nada; yo me alegro simplemente.

Cuando les conté mis experiencias, ella me hizo preguntas irrespondibles y críticas severas.

—¿Por qué no armaron al pueblo?

—¿De dónde? ¿Con qué?

—Con armas, por supuesto.

—Si Allende hubiese sólo pensando eso, el Golpe se habría adelantado. Además, nuestra dirigencia política no era una dirigencia guerrillera, militar.

—Entonces no era una revolución verdadera.

—Sí. Era un proceso de Reformas Sociales, nada más.

Vittorio Vitale, su padre, un partisano de la vieja guardia, me aseguró su amistad y su afecto eterno, sólo por el hecho de haber sido víctima del fascismo. La mamma me preguntó trivialidades que ruborizaron a Cósima, pero que entusiasmaron a Vittorio: el Carnaval de la Virgen de la Tirana y la Procesión al Templo Votivo de Maipú. Después seguimos con los terremotos, los volcanes y las comidas.

Tamaña información no le interesaba a Cósima entonces. Así me lo hizo saber y se retiró a su habitación de hija única. Vittorio se levantó a preparar café; entonces la mamma me contó que ella le había rezado a la Madonna di Napoli por los presos que estaban en el Estadio Nacional de Chile. La miró y se persignó antes de que volviera Vittorio. Me di vuelta para mirarla y me detuve en la contemplación de la estampa (todo el tiempo había estado enfrente de Gramsci). Presentí entonces que mis enigmas no se resolverían jamás. La mamma me sacó del embeleso y me salvó del ridículo de la emoción:

—E bella, no?

Sí, era bella, se parecía a Rosario, o como me imagino que debe ser. Alta, suave y dura, como me dijeron en Londres.

Cósima, por lo general, calza suecos, así se le marcan los músculos de las piernas y sus formas; y está tan acostumbrada a usar sólo zapatos de taco alto que cuando camina descalza, lo hace difícil, graciosamente, apoyándose sólo en las puntas de los pies: sus movimientos me ponen frenético. Hace un par de años ya que me hubiese gustado habérmela llevado a la cama, pero no hago nada por conquistarla. Me gustaría escribir lo que estoy pensando.

Me la imagino con la experiencia y la desinhibición de una hija de emigrantes nacida en Colonia; la mamma me ha comentado, en más de una oportunidad, que no descarta que su hija ya se haya ido sola, uguale como le altre, al ginecólogo; y como Vittorio no la reprime: es la emancipación, me ha dicho la mamma. Vittorio, al respecto, es un viejo moderno. Su máxima satisfacción es haber hecho de Cósima una joven comunista.

Nunca me causó celos saber que los muchachos de la Juventud se llevasen a Cósima. Es otro el dolor que me hace mirar las cosas con distanciamiento, que a veces parece cinismo. Y no es que esté enamorado de otra mujer o que su fotografía me haga escribir o me desespere. Regulé treinta y cinco veces la más moderna de las fotocopiadoras, hasta que logré una copia ampliada, con mayor nitidez y contraste que el mismo original. Sé que no la alcanzaré jamás, pero me imagino el amor con ella. Un amor de literatura, denso, breve, fugaz, efímero, donde las dificultades de lo real son superadas por la imaginación: la miro, nos miramos; la beso, nos besamos; nos recorremos; pensamos juntos; pensamos lo mismo; deseamos lo mismo, hacemos planes; y nos separamos sin ningún remordimiento; nos reencontramos. Nunca me he planteado cómo llegar a una mujer como ella; cómo hacerle saber mis intenciones. Cuando escribo, pienso en ella, claro; pero sé que no escribo para ella.

Rosario se parece a la Madonna di Napoli, y la Madonna di Napoli se parece a Cósima. Cósima es una sensación suave, que me recorre, que me inunda, los sueños con ella también son así, y no son más que la realidad: un llegar con la mirada hasta ciertos lugares. A veces, como una virgen, se ruboriza. Luego le brilla la mirada. Yo temo esa pasión.

Aquí, odio y amo con la misma intensidad; pero por sobre todo odio lo cotidiano, y en particular mi exilio en esta sociedad de sirvientes del Estado; pero de aquí hay hábitos de responsabilidad individual, personal, que me llevaría. Cósima me dice que el eclecticismo es reaccionario. Aspiro a una representación real de mi exilio.

Suena la melodía central de El Padrino, siempre la tarareo, pero ahora no puedo. Cósima pasa con algunas botellas vacías, le quiero decir algo pero no me salen las palabras. Me limito a mirarla. Ella me devuelve la mirada. Me imagino la campiña italiana y a Cósima corriendo a mi encuentro, un mediodía silencioso, ardiente, agobiante, y de fondo: el mar; el mar y la eternidad, la vida, la continuidad, inexplicable, con sus interrogaciones cerradas, irrespondidas, archivadas en el inmenso y azul cielo que hace más pequeño el lugar donde me encuentro. ¿Por qué el amor? ¿Por qué la vida? ¿Por qué la muerte? ¿Por qué pensar que estoy a la sombra de un naranjo esperando que su sonrisa y sus formas se hagan cada vez más nítidas? ¿Por qué mientras más se acerca es el rostro de mi mujer el que aparece? Me imagino el gusto de su boca, como una naranja, dulce y ácida. Siento la humedad de su sudor en mi frente. No es un sueño, tampoco es la realidad. Cósima me trae un bitterino analcolico, me dice que es una invitación de Salvatore.

Salvatore Vincenzo Caruana, el piú grande siciliano de la Storia, es codueño del local y nos conocemos hace siete años, desde cuando cargábamos sacos con encomiendas en el Correo Federal Alemán. Él se dedicó a la gastronomía y yo retorné a la literatura. A él le va mejor que a mí, claro. Es generoso, y a su manera se preocupa de mis problemas literarios. Sus soluciones son simples y categóricas: Scrive come parla, me dice. Es sentimental y violento. A veces me pierdo y no vengo por algún tiempo al local, entonces me acusa de ingratitud.

Cósima pasa y me mira. Cósima pasa y la miro. Siento que agradablemente me recorre una melodía. Me bebo el bitterino, enciendo un cigarrillo y salgo. Camino sin prisa pero rápido.

Cuando llego al departamento la excitación se me ha transformado nuevamente en abatimiento. Escribo. Produzco lenta, serenamente. Trabajo tres horas con dolor y satisfacción. Me ducho, alternando la temperatura del agua en repetidas oportunidades: caliente-fría; fría-caliente; caliente-fría. Me preparo un té. Cuando la tristeza no es angustia, cuando la tristeza es dolor, bebo té. Suena el timbre. Abro.

Es Cósima, trae una pizza y una porción de lasañas. Comemos y bebemos. Hablamos sólo en alemán, suave, lentamente; evitamos las expresiones fuertes. No discutimos. Por primera vez no me pregunta por qué no he traído a mi mujer desde Chile, por qué quiero vivir solo. Escuchamos unas grabaciones de música popular latinoamericana interpretadas por un pianista desconocido, y al final, por el mismo intérprete, el Estudio Revolucionario de Chopin.

Mientras pongo mi casete preferido y le hablo de Waldo de los Ríos, el músico argentino que se suicidó en Italia, Cósima me besa. De fondo crece el Coro de los Presos de Nabuco. La acaricio. Me acaricia. Me desnuda. La desnudo. Estamos de pie. Se cuelga de mi cuello y se penetra, me muerde y siento su dolor. La llevo hasta el sofá, la acomodo con cuidado y acometo mi tarea de hombre. Me parece sagrado el momento.

Cumplo. La beso con furia y me retiro de ella. Ella toma su camiseta blanca y se la pone entre las piernas. Sé que se mancha. Me confundo. De pronto quisiera sentirme violentamente siciliano o napolitano y hacerle alguna promesa (para cumplirla) a la Madonna, pero me dirijo al aparato de radio para saber qué pasa en el mundo, en esos momentos. A la espera siempre de escuchar alguna noticia sobre Chile.

Cósima va al baño; vuelve y me pide algo para ponerse arriba. Mientras busco algo adecuado, Cósima se arregla el pelo y lee una de las anotaciones que tengo en el espejo:

—Capitán de mi alma, dueño de mi destino. ¿Qué? ¿Lo escribiste tú?

—No. Ahí dice: Para buscar.

—Para buscar, ¿qué?

—El autor o el lugar dónde aparece.

—¿Para qué? —quiere saber mientras se pone una de mis mejores camisas. Se ve graciosísima. No se parece a mi mujer. Tiene otro estilo. No sé qué voy a hacer. No sé si tengo algo que hacer. Cósima se declara conforme con su aspecto, me pide una bolsa plástica para la fuente de las lasañas; nos besamos y se va.

Vuelve. Abro.

—¿No vas a decir nada?

La miro; no puedo hablar; la acaricio, sin tocarla, la recorro. Me emociono. Junto saliva y me la trago; siento la garganta estrecha. Cósima me abraza. Me da miedo. Siento miedo. Creo que cuesta mucho ser hombre; hombre digno, quiero decir; no un cínico.


       

Aumentar letra Aumentar letra      Reducir letra Reducir letra



Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 30 de agosto de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes