Cuando se tienen catorce y uno es más que común y más que silvestre, es una sorpresa vivir lo que
después será recordado como lo más significativo, lo que se recuerda con más cariño aunque no sea el
primer beso que y que no se compensa de manera inversa con el dolor de una muerte o la perdida de la
inocencia a gotas, característica fundamental de eso que llaman la madurez con sus decisiones serias y
compromisos.
Y si, en días así como este, cuando la quincena no cuadra, el fregador está lleno de corotos y el
marido la hace sentir a una de ochenta aunque se ande sólo por la mitad, ese momento regresa, generando la
excusa que se estaba buscando para olvidar por un rato el tedio de lo cotidiano y flotar entre nubes...
Porque sólo se pueden tener catorce cuando se acepta ser el centinela de la hermana mayor en su fiesta
de graduación en contra de ambas voluntades, siendo una compañía insegura, tímida e incómoda, aunque
este cheque sí hay que mandarlo y el cable se quede para la próxima vez. Edad donde se trata de aprender a
trancazos a cerrar el sostén sin ver los broches y se sale apurada al liceo, y el varón estrella de la
noche pasea su mirada con desdén sobre sus recientes ex compañeras de estudio que lo acosan y la fija en
ti y tú te sonrojas, pero qué barbaridad, cómo ha subido la luz. ¡Carajo, apaguen ese televisor si no lo
están viendo!
Cuando te invita a bailar la mano la tienes de hielo, y ni tú misma escuchas el sí que das, sí, pasé
por casa de tu mamá hoy y le dejé su bendita bandeja, ella como que cree que yo me la quería quedar, yo
la verdad no lo podía creer, que podía verme, me hacía preguntarme la baja estima característica de esta
etapa, y sí, hay que desocupar el fregador por etapas, porque con la amontonadera de corotos y restos que
son incapaces de tirar en la basura parece que se tapó, hay que buscar el destapador de cañerías.
Finaliza la canción y lo que pensabas que era debut y despedida sigue, así como sigue jodiendo este
muchacho que ni estudia, ni ayuda ni hace nada. Las manos no se sueltan al terminar el set y yo ni la muevo
a pesar de sentirla dormida y estar incómoda, como incómoda me siento cada vez que llamo a la bendita
oficina y me contesta la Yolanda esa, ¡cuidadito con una vaina, pues! Ya sentados y yo con la mirada
humillada sólo con monosílabos contesto sus preguntas, así como humillada me siento cada vez que Maruja,
mi amiga, me dice lo gorda que estoy, esa es ella que tiene un marido con real que le permite el botox, los
masajes, la peluquería y el amante.
La sorpresa no pasa aún a pesar de que la noche sí lo hace, repitiéndose como si se hubiesen ensayado
las paradas a bailar, la conversación casi monólogo y la mano acalambrada, chico, es que tengo calambre en
una pierna y no me pude poner la pijama, no, no te estoy invitando a nada ni cambié la excusa del dolor de
cabeza, no me quites toda la cobija y voltéate para no oírte roncar más tarde. Ya parece que
compartiésemos una sola extremidad a la hora de regresar a casa, con mis tacones trata-de parecer-mayor en
la mano libre debido al dolor de pies, mano que envidiosa encuentra al menos en qué ocuparse, sí, mamá,
yo me ocupo de llamar al seguro y buscar los exámenes, hay que ir el próximo viernes, ¿no?
Y mucho antes de que los primeros besos, abrazos, drogas, relaciones, rompimientos, desilusiones,
enfermedades, hipotecas, pruebas, supermercados, bautizos, velorios y demás formaran parte de mis
vivencias, un simple beso de despedida en el cachete me sacó de órbita y la simpleza de ese roce me hizo
obviar la posibilidad de aquel momento que se convirtió luego en realidad: no habría reencuentro y aquí
me encuentro, sin recordar ni siquiera su nombre, ni cómo era y sin saber sus razones para preferirme, esa
noche entre todas, ese día especial cuya importancia me transfirió sin motivo ni razón, como no hay
razón para que sea la hora que es y el trabajo esté atrasado: ¡la carne no se terminó de descongelar y
cómo está de sucio el piso! De todas maneras se quedará lo demás para mañana, ya la novela va a
empezar.