El mediodía había pasado de largo, perdiéndose en algún remoto escondrijo perteneciente al tiempo y
del que jamás retornaría. Tenía aún mucho trabajo pendiente y también estaba hambriento. El frugal
desayuno de esta mañana había sido completamente digerido y aprovechado hace ya unas cuantas horas.
Ramírez y Susana, los dependientes, y Rosaura, la cajera, se habían retirado hacía un buen rato a
almorzar. ¡Dichosos ellos que tan sólo tenían que cumplir un horario! Me tocaba cerrar el negocio por
unos cuantos minutos y tratar de comer algo por ahí. Por un instante estuve tentado a pedir por teléfono
comida china o una pizza, pero me contuve. Necesitaba urgentemente despejar la cabeza y estirar un poco las
piernas ya que los números y los revelados me tenían estresado y a punto de estallar. Tranqué el negocio
y me encaminé a la feria. Allí estaban situados, uno tras otro, infinidad de negocios dedicados a la venta
de comida; estaban los chinos y sus fritangas, dos burguers con sus especialidades y ofertas, los
vegetarianos, los criollos, los mexicanos, los tradicionales, los españoles, los tejanos y la pizzería. Me
apeteció esta última. Conocía muy bien a uno de los dependientes, quien era cliente asiduo del negocio.
La feria lucía atiborrada de comensales cada cual tratando de satisfacer sus necesidades alimenticias
del caluroso mediodía. En el patio exterior la divisé. Estaba sentada solitaria y se me antojó tan
frágil y desvalida. No le conocía el nombre pero nos habíamos saludado en varias oportunidades. Trabajaba
de dependienta en una boutique situada como a cuatro locales más hacia el fondo de la fototienda de la que
soy propietario. Vestía un ligero conjunto rosa que acentuaba sus exquisitas formas y dejaba entrever
desnudas un par de hermosas piernas cruzadas una sobre la otra. ¿Sería que esperaba a alguien? Me armé de
valor y me acerqué a su mesa. Desde que la vi por primera vez esperaba una oportunidad como aquella.
—¿Esperas a alguien? —interrogué con voz trémula.
Me dedicó una mirada entre curiosa y picaresca. Se veía divinamente bella. Una leve sonrisa asomó a
sus carnosos labios cuando finalmente me reconoció.
—No —contestó luego de algunos segundos—. Sólo estoy haciendo hora para entrar al trabajo.
Sería como la una y media; generalmente todos los negocios en el centro comercial, entre ellos la
fototienda, se reabrían a las tres. Faltaba una hora y media. Asomé tímidamente otra pregunta.
—¿Ya almorzaste?
Tardó también unos cuantos segundos en responder. Tal vez por pena.
—No. Hoy no tuve tiempo de ir hasta mi casa —su voz sonaba deliciosa.
No quise preguntarle el porqué no estaba comiendo algo en este mismo instante. La respuesta era obvia:
no tenía dinero. Ya estábamos casi a fin de mes y, seguramente, todavía no había cobrado la quincena.
—¿Qué te parece si compartimos una pizza? —aventuré. Iba a pedir una mediana para mí, pero bien
podía pedir una familiar y compartirla con ella. Valía la pena.
La sentí dudosa y mimosa.
—Oh... me da pena —contestó con un tono de voz que perturbaba mis sentidos.
—Qué pena ni qué nada —insistí—. No te preocupes. Me disgusta comer solo; será un placer
almorzar en tu compañía.
Terminó por acceder.
—Bueno..., está bien.
—¿Cómo la quieres? Iba a pedir una cuatro sabores con doble queso, jamón, champiñones y anchoas.
—Es que... —se sentía dudosa e insegura—, es que no me gustan las anchoas —balbuceó taimada y
coqueta. No podía dejar de embriagarme con sus embrujadores ojos negros y con su melodiosa voz.
—Bueno... ¿qué te parece entonces, en vez de anchoas, pepperoni?
—Okey.
—¿Y qué te traigo para beber?
—Una Pepsi estará bien. Gracias.
Le dediqué la mejor de mis sonrisas, volteé y me encaminé al patio interior en donde se encontraba
ubicada la pizzería. En la cola delante de la caja —que era donde también se hacían los pedidos—
estaban en fila cinco personas. Yo era la sexta. Pacientemente me acomodé al final de la fila.
—Me da una familiar cuatro sabores: doble queso, jamón, champiñones y pepperoni —pedí cuando por
fin llegó mi turno.
—¿Y para beber? —interrogó el encargado de la caja.
—Dos Pepsis medianas.
—Sólo tenemos Coca-Cola.
—Bueno —claudiqué—. Entonces que sean dos Coca-Colas.
Pensaba que la diferencia no era significativa después de todo. El encargado de la caja-toma-pedidos
apretó solícitamente unas teclas en la registradora y por el revés de ésta pude apreciar el costo de mi
pedido.
—Son siete mil cuatrocientos con el IVA —confirmó el cajero.
Le alcancé un billete de diez mil. Me alcanzó un ticket y el vuelto.
—Espere a que lo llamen por el número —indicó. Era un hombre de mediana edad, probablemente era el
dueño del establecimiento o el gerente.
Salí de la fila y vi el número: era el ciento dieciséis.
—¡Ciento cuatro! —llamó de pronto uno de los otros dos dependientes del mostrador, que eran los que
entregaban las pizzas. Ninguno de los dos era el cliente de la fototienda. Lástima; quizás hubiese podido
acelerar mi pedido. Faltaban aún doce pedidos para que saliera mi pizza cuatro sabores que me disponía a
disfrutar con..., con... ¡Imbécil! —me dije—. ¡Te olvidaste de preguntarle su nombre! Bueno, ya
tendré bastante tiempo para estar junto a ella y averiguarlo. Tenía que aguardar...
—¡Ciento cinco! —...sólo once pedidos más.
Desde donde me encontraba aguardando la pizza no podía distinguirla, así que enrumbé hacia el patio
exterior. Al llegar al umbral que separa ambos patios la divisé. ¡Se veía tan hermosa!
—¡Ciento seis! —alcancé a escuchar, casi imperceptiblemente. Iban rápido, por lo que preferí
volver a la pizzería. Me reconoció y me dedicó otra de sus seductoras sonrisas. Le hice una señal con la
mano levantada como dándole a entender que tenía que esperar un poco más. Sin dejar de sonreír levantó
ligeramente los hombros dándome a entender, a su vez, que no importaba, que me esperaba. ¡Me sentía tan
dichoso!
—¡Ciento siete!... ¡Ciento ocho! —casi los vocearon simultáneamente.
Antes de llegar a la pizzería divisé a una antigua cliente del negocio y que también trabajaba en el
centro comercial. Tenía bastante tiempo que no la veía y la última vez que estuvo en la tienda quedó
debiendo casi la mitad de un revelado. No era mucho, es cierto, pero como buen administrador prefería no
sentar malos antecedentes. No le cobraría —así descaradamente— porque la vi acompañada y no quería
hacerle pasar vergüenza; únicamente la saludaría cortésmente y le preguntaría cuándo volvería por la
fototienda, que la extrañábamos, etc.
Así fue. Me entretuve poco tiempo con ella. Al principio se mostró esquiva y asustada. ¡El que la
debe, la teme! —pensé—. Cuando cayó en cuenta de que no le iba a cobrar ahí mismo, se mostró amable
y, al final, se despidió afablemente más o menos con estas palabras:
—Pasaré mañana por su negocio, señor Espinosa. Gracias por acordarse de mí.
Y continúe hacia la pizzería.
—Señor Espinosa... señor Espinosa —oí que alguien me llamaba por mi apellido, un poco atrás y a
la izquierda de donde me encontraba. Volteé hacia esa dirección y vi que eran los administradores del
condominio del centro comercial que me hacían señas con las manos para que me acercara a ellos. No les
debía cuotas de mantenimiento ni tenía nada pendiente con ellos, así que me aproximé a su mesa.
Seguramente querían consultarme algo o simplemente saludarme.
—Señor Espinosa —me dijo sonriente el más grueso y de mayor edad de los dos—, le tengo una grata
noticia.
—¿Qué será? —pregunté extrañado.
—¿Se acuerda del localcito en el que estaba interesado para fin de año?
Ya me había olvidado del pequeño local para el que hace algunos meses les había solicitado
información y me habían contestado, en esa oportunidad, que ya se encontraba arrendado. Era un minilocal
en el que me interesaba montar un negocio de estampado y venta de franelas.
—Ah... sí.
—Bueno. La persona que lo iba a arrendar se echó para atrás. Se encuentra disponible. ¿Está usted
aún interesado?
Claro que sí lo estaba.
—Pues... sí. Aún queda tiempo para montar algo antes de fin de año —contesté.
—¿Qué está pensando montar en él? —volvió a preguntar el hombre grueso.
—Un estampado y venta de franelas.
—¡Espléndido! —exclamó el más delgado y joven—. Está mandado a hacer para ese tipo de negocio.
¿Cuándo pasa por la oficina para tratar el asunto?
—¿Estará bien mañana como a las siete y media, luego de cerrar el negocio?
—De acuerdo —comían unos grasientos chop-sueys con pollo y camarones.
—Bueno. Gusto en saludarlos, sigo camino —me despedí de ellos a la vez que les mostraba mi ticket
para darles a entender que llevaba prisa; eran capaces de cerrar el trato allí mismo.
Llegué a la pizzería. No voceaban ningún número.
—¿Por qué número van? —pregunté a uno de los despachadores que cargaba puestas unas gruesas
gafas.
—Creo que por el ciento diecisiete.
Menos mal —dije para mí—. Eso quería decir que mi pedido estaba ya aguardando.
—Qué bien —exclamé mientras le alcanzaba el ticket—, ¿me puedes alcanzar mi pedido?
—¿Qué número es?
—El ciento dieciséis.
—Ese ya lo retiraron.
—¡¿Cómo que ya lo retiraron?! Yo tengo el ciento dieciséis.
El tipo toma el ticket y lo mira y remira. Se da cuenta de que es realmente el ciento dieciséis y de que
en algún lado se ha deslizado un error. Busca entre los tickets que corresponden a los pedidos ya
entregados y cae en cuenta de qué se trata la equivocación.
—Oh, lo siento mucho, señor —se excusa mientras me alcanza un ticket por siete mil cuatrocientos
bolívares que corresponden a una pizza familiar de cuatro sabores: doble queso, jamón, champiñones y anchoas,
con dos Coca-Colas. Es el ciento diecinueve—. Creo que hicimos una entrega equivocada.
—¿Cómo que equivocada? —estoy molesto—. ¡Quiero mi pizza!
Dentro de mí me pregunto qué imbécil ha podido contratar a este otro imbécil para despachar pizzas.
El despachador mira alrededor del establecimiento, como buscando algo o alguien.
—Busco al cliente que se llevó su pedido, ¿no lo ve usted, señor? Era un tipo alto y grueso, viste
jeans y camisa beige manga corta.
No. Ninguno de los dos lo logra precisar. Además, ya se la debe estar comiendo.
—Señor —propone finalmente el cajero-toma-pedidos-propietario-gerente que está pendiente del show—,
si desea puede esperar el pedido del ciento diecinueve. Ya debe estar por salir.
—Lo que pasa es que no me gustan las anchoas.
Raudo el dependiente de las gruesas gafas se dirige hacia la cocina. Regresa al poco tiempo. Se le nota
afligido.
—Lo siento mucho, señor. La ciento diecinueve ya se encuentra en el horno. Si quiere puede esperarla o
le puedo mandar a elaborar una nueva pizza.
—¿Cuánto tendré que esperar por una nueva?
—Como quince a veinte minutos.
Ni hablar; ahora sí llevo prisa. El dependiente se queda mirándome, esperando una toma de decisión por
mi parte. Yo estoy dudando y dentro de mí me pregunto en cómo es que vine a desembocar en esta incómoda
situación. Lo único que yo deseaba era comer una pizza en buena compañía y ahora esto se ha convertido
en un problema patéticamente existencial. Decido que, en caso dado, ella le quitara las anchoas a las
tajadas de pizza que se coma; yo no tengo problema.
—Tomaré la ciento diecinueve.
—Muy bien, señor. Su pedido estará listo en un rato.
Ni modo. Termino por resignarme. A veces es mejor no nadar tanto contra la corriente.
—Bien —accedo—. Esperare aquí, sin moverme.
—¡Ciento dieciocho!
Total que el rato viene siendo como de cinco minutos.
—¡Ciento diecinueve! —vocea, finalmente, el otro dependiente que estaba en la luna acerca de la
confusión de tickets. Le alcanzo el que quedó en mis manos. Es el ciento dieciséis.
—Lo siento mucho, señor. Estoy llamando al ciento diecinueve y no al ciento dieciséis.
Estoy a punto de explotar cuando, afortunadamente, intercede el cajero.
—Despáchalo así —le ordena—. Hubo un error, no importa.
Por fin cargo en una bandeja la bendita pizza cuatro sabores y las dos gaseosas. Ahora sí —como te
llames—, te voy a conocer mejor y voy a aprovechar para tener una agradable tertulia contigo. Miro el
reloj, son cinco para las dos. Aún tengo más de una hora para disfrutar de tu compañía. Quién sabe; tal
vez surja algo prometedor.
Salgo al patio exterior de la feria y allí está aún ella. En su mesa y sentado en frente se encuentra
un tipo alto y grueso vestido con jeans y camisa beige manga corta. Ambos están disfrutando de dos
refrescantes Coca-Colas y de una apetitosa pizza cuatro sabores: "Mi" pizza número ciento
dieciséis. Desilusionado y turbado busco con la mirada un apartado y solitario lugar en donde poder beber
dos gaseosas y comer tranquilamente la pizza cuatro sabores tamaño familiar, la número ciento diecinueve.