"La casualidad y la suerte
han sido demasiado determinantes en mi vida
para que no las reconozca cuando aparecen,
aunque sea bajo formas adversas".
Maruja Torres.
Fue en un puesto de libros usados de la Avenida Luis Carlos López y en una tarde que hoy mi recuerdo
resume en las apresuradas horas de un calor indolente en donde me reencontré con aquella historia. Años
atrás había perseguido su urdimbre con la voracidad exquisita de un loco en cada una de las diez entregas
que día por día publicara con gran despliegue un diario capitalino: La aventura de Miguel Littin
clandestino en Chile.
En la breve verticalidad que ocupaba aquel libro se quedó atrapada mi atención y en mi cara sentí
dibujarse una mirada de encanto. No había en ese atiborre lugares de prominencia, por lo que mi ejemplar
reposaba allí, homogéneo e intacto, al azar de cualquier curiosidad y entregado a la intuición de Aníbal
que, sin alardear de tactos fundamentales en el oficio de las ventas librescas, me sorprendió atrapado por
esa recóndita curiosidad que nos impulsa hacia la pretensión de saber lo que podría estar ocurriendo
dentro de un libro mientras sus páginas permanecen cerradas.
Llamó mi atención por el simple hecho de haberlo perdido varias veces en el lapso de cinco años y me
hice a él sin que mediaran regateos ni remilgos —dos mil pesos—, despidiéndome al lugar de mis
lecturas dispuesto a releer y ser feliz. No sospechaba siquiera que mi reencuentro habría de sobrepasar los
lindes de lo insólito porque al abrirlo, justo en su primera pagina, encontré una dedicatoria deliciosa
que el mismo Miguel Littin hacía a una desconocida de nombre María Fernanda.
La letra era encrespada y resuelta con prisa pero de legible caligrafía. Se notaba que Miguel Littin
había padecido el asedio de un cazador impenitente, de esos incisivos e implacables que no cejan hasta
lograr el objetivo, y que lo habían abordado en un cruce apresurado, sin saludos, sin reverencias; sólo
diciéndole con el arrojo que padecen los emboscados de amor, "Yo amo a María Fernanda y ella te
admira. Si le dedicas este libro en mi nombre me ayudarías a conquistarla". Y, por supuesto, quién no
aplaza la prisa para colaborar con las causas del amor.
De inmediato imaginé a María Fernanda recibiendo el regalo antecedida por un preámbulo romántico —cena,
flores o algo parecido—, pero en cuanto me asaltó la suspicacia comencé a dudar del final feliz de
aquella historia, porque noté de inmediato la forma inaudita como ella misma perdía su cauce.
Me resultaba absurdo e inconcebible que aquel regalo, arrancado a la desvergüenza y sobrepuesto al
ridículo, estuviese ahora haciendo parte de una mercancía de segunda mano; feriado a un postor de ocasión
al igual que se feriaban artículos de cuero, prendería de oro goldfield, sahumerios y abalorios; que
perteneciera al acervo misceláneo de aquel bazar de cambalacheros de la Luis Carlos López; que hibernara
con desesperanza en el esmirriado anaquel de un librero sin tacto ni conciencia para el oficio.
Nunca pude olvidar aquel episodio por su coincidencia y particularidad, aun cuando tampoco creí nunca en
su trascendencia hasta aquella noche de jueves de cóctel cuando en el foyer del Auditorio Getsemaní,
mientras asistía al lanzamiento del festival de cine, el ocio me asentó en la confirmación de que la vida
siempre se nos presenta desprotegida de cualquier casualidad: esa noche, después de unos actos solemnes,
conocí a María Fernanda.
En un principio su nombre no me revelaría detalles que pudiera catalogar como significativos, pero en
tanto comenzó a comentar apartes del filme de Resnais que acababan de proyectar —Hiroshima, mon amour.
Había leído que era el preferido de Littin— con la precisión de los conocedores, tuve indicios de su
erudición en torno al tema e, inevitablemente, brotó en mí ese sentido de nostálgica concordancia que me
permitió revivir la sensación producida por aquella dedicatoria veloz y apasionada, o como la pensaría
desde un principio, casi temeraria.
Mis sentidos se aguzaron y la imagen de aquella mujer, como en las más eficaces construcciones
novelescas, se fue transformando de una simple figuración estética en el ser humano amplio y jovial que me
haría saltar el cercado de la discreción.
Durante un largo rato temí que se notara mi contenida impaciencia y me limité al simple ejercicio de
masticar galletitas con grullere y dar vueltas a un vaso en el que se desleían unos cubos de hielo pero,
antes de que esto ocurriera, mi espera tuvo su oportunidad.
Todavía disfrutaba de la gracia que me había causado su comentario respecto de la forma como se
producían sus reacciones frente a las escenas de algunos directores —las calificaba de naturaleza
afectiva: algunas de Kubrick, por ejemplo, le producían urticaria, y otras de Spielberg, una congestión
nasal que incluía estornudos y hasta molestias reumáticas—, cuando ensayé mi primer golpe, dudando
todavía si lo hacía por el efluvio de su Estée Lauder o por la altura de su conversación.
La abordé en una pausa difícil que le permitieron sus interlocutores y, esquivando los cánones
impersonales de la formalidad, le pregunté sin ambages si para ella tenía algún significado el nombre de
Miguel Littin.
Con un apacible gesto de salón me dio un sí desconcertante; tan rayano en lo natural, que fue engorroso
lograr un nuevo resquicio para acuñar otra pregunta, otra intervención más audaz, una que no me hiciera
sentir como el propietario de la más enternecedora estupidez. Me había traicionado la agudeza.
No había dejado de solazarme con la novelesca idea de por lo menos entornar su mirada, zancadillear las
palabras de su respuesta o, mejor aun, lograr en ella un sobrecogimiento de pudor en donde se compensara mi
arbitrariedad, o en donde mi presencia le inspirara el único sentimiento que de seguro me devolvería la
importancia: el de la complicidad.
Al siguiente día la volví a ver. Otra vez desenvuelta y ágil. Portaba el único rostro de complacencia
a pesar de que acabábamos de padecer un filme francés que había dejado en mí y en todo el auditorio un
leve regusto de inconformidad. Su prisa se notaba más en su rostro que en sus movimientos. Lo pensé y no
me equivoqué, porque al poco tiempo sus pasos cruzaron por entre la concurrencia y bajaron la escalera.
Desde el segundo piso pude ver cuando, en medio de aquella noche prematura y serenada, ella atravesaba la
calle adoquinada del Arsenal esquivando a saltitos los charcos y se perdía tras el umbral de un barcito
sugerente y discreto. Imposible negarlo, mi intención seguía siendo acuñar otra pregunta. Aquella que me
permitiera hilvanar la hebra que aún mi curiosidad mantenía asida por un extremo y, azuzado por esa
audacia incorregible que pone en nosotros la intriga, se me ocurrió seguirla, elevando mi chapucero oficio
detectivesco al rango de máxima virtud.
Dentro palpitaba otro mundo, uno más lento y resignado, como movido al son del saxofonista que con
mansedumbre arrancaba notas al instrumento en medio de una penumbra fácil. Su interior no era grande ni
alto y su concurrencia, a primera vista, se podía calificar de escasa. Las conversaciones no se subían de
tono y hasta el mesero que me asistió en la barra tomó mi pedido con cierto aire de confidencialidad. Un
whisky en la roca había ordenado antes de que mis ojos descubrieran a María Fernanda ya acomodada en torno
a una mesa con personas que a juzgar por sus atuendos y sus perdidos gestos, eran extranjeros.
Ella tomó asiento en un lugar que le esperaba y saludó con la informalidad propia de los asistidos por
la confianza mientras un mesero se apresuraba a atenderle. Intercambiaron algunas palabras, coincidieron en
sonrisas hasta cuando se dio el acuerdo y yo lo pude escuchar ordenando en la barra, justo por encima de mi
hombro derecho, para una mujer con complaciente claridad:
—Un martini para la señora María Fernanda Esteves —dijo.
Apenas entonces me di cuenta de que estaba escuchando por primera vez aquel apellido y que, por supuesto,
sería imposible borrarlo de mi memoria. Así que no lo dejé escapar y comencé a considerarlo como esa
otra señal que me arrimaba hacia las inmediaciones de una aprensión que, si bien había nacido años
atrás en forma de curiosa dedicatoria, ahora se convertía en el leitmotiv de una intriga que me traía
suspendido de los cabellos.
Alcancé a tomar mi segundo y último trago invirtiendo el tiempo en pensar que debía buscar una
ocasión con horizontes más despejados y un camino menos escabroso para llegar hasta ella. Creo que ahora
ya lo saben: me trastornan hasta el asombro los azares que riega la vida en nuestro camino —tienen algo de
premonitorios—, y me atrapan hasta la obsesión las mujeres con pasado.
Al día siguiente, antes de salir hacia la primera de las películas enlistadas en la programación,
enfundé en mi bolsillo aquel ejemplar que le había comprado más a la nostalgia que a Aníbal, como quien
enfunda un arma; y me preparé para la nueva sesión con todos los sentidos en orden y dispuesto a disparar
a quemarropa.
La tarde había entrado con ese brillo de trópico que se torna a veces insoportable y a la entrada del
auditorio se arracimaba un gentío en el que se mezclaban cineastas, críticos, periodistas, curiosos,
espectadores y ociosos. Comencé a buscar con la mirada a María Fernanda, ya sabía seguirle la pista. Me
fijaba con detenimiento en cada uno de aquellos grupos que se notaban dentro de la concurrencia
repasándolos con detenimiento, pausando en cada rostro y sin dejar de asegurarme de que mi arma seguía
conmigo pero, después de un momento, me di cuenta de que aún no había llegado. Entonces, mientras la
intriga me otorgaba esa tregua, yo me dediqué a repasar la lista de las películas del día y a descubrir
que aquella extraña sensación que ahora me asía era frágil y breve pero desgastante; tanto como el
rencor, sólo que menos virulenta, pero sí más apremiante.
Repasaba a la ligera la programación cuando me encontré, como un aderezo del destino, una película de
Miguel Littin, era la segunda en el orden. Incrédulo y con una urgencia de la que intentaba sacudirme, me
dirigí a la información en donde me confirmaron no sólo la presentación del filme, sino también la
presencia del director en el auditorio. Me asaltó entonces el pensamiento de que debía haber algo de
injusticia ante semejante sino, porque sentí que la consternación que me invadía en ese instante hacía
peligrar mi prudencia, más aun cuando me percaté de que todos los presentes dirigían la mirada a un mismo
sitio: la entrada del foyer. Ambas puertas bascularon en un mismo sentido y un pequeño tumulto entró de
golpe arrastrando una suave andanada de calor al tiempo que disminuía la prisa y cruzaba el quicio.
En un principio no logré localizarlo. La última imagen que hallé de él en mi memoria fue aquella
cotidiana y resentida que lo hizo entrañable durante una entrevista de televisión en la que con el tino de
una fina ironía, se refería a la dictadura de su país sin poder soportar la evidencia de ese corrosivo
sentimiento entre la nostalgia y la ira. —Le llaman depresión. Es el encanto principal que imprime el
exilio—. Sin embargo, lo identifiqué por su risa corroborando con complacencia la veracidad de aquel
capítulo del libro: "Si te ríes te mueres". Pero el asombró me atornilló al piso y engatilló
mi arma al observar que a pesar de las atenciones que brindaba al público de un lado y de otro, su mano
derecha se mantenía enlazada a la de María Fernanda Esteves en una dualidad inobjetable, en esa actitud de
mutua posesión que confiere a sus víctimas el amor.