Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 113
30 de agosto de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Un cuento de cine
Hernando Bolaño

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"La casualidad y la suerte
han sido demasiado determinantes en mi vida
para que no las reconozca cuando aparecen,
aunque sea bajo formas adversas".
Maruja Torres.

Fue en un puesto de libros usados de la Avenida Luis Carlos López y en una tarde que hoy mi recuerdo resume en las apresuradas horas de un calor indolente en donde me reencontré con aquella historia. Años atrás había perseguido su urdimbre con la voracidad exquisita de un loco en cada una de las diez entregas que día por día publicara con gran despliegue un diario capitalino: La aventura de Miguel Littin clandestino en Chile.

En la breve verticalidad que ocupaba aquel libro se quedó atrapada mi atención y en mi cara sentí dibujarse una mirada de encanto. No había en ese atiborre lugares de prominencia, por lo que mi ejemplar reposaba allí, homogéneo e intacto, al azar de cualquier curiosidad y entregado a la intuición de Aníbal que, sin alardear de tactos fundamentales en el oficio de las ventas librescas, me sorprendió atrapado por esa recóndita curiosidad que nos impulsa hacia la pretensión de saber lo que podría estar ocurriendo dentro de un libro mientras sus páginas permanecen cerradas.

Llamó mi atención por el simple hecho de haberlo perdido varias veces en el lapso de cinco años y me hice a él sin que mediaran regateos ni remilgos —dos mil pesos—, despidiéndome al lugar de mis lecturas dispuesto a releer y ser feliz. No sospechaba siquiera que mi reencuentro habría de sobrepasar los lindes de lo insólito porque al abrirlo, justo en su primera pagina, encontré una dedicatoria deliciosa que el mismo Miguel Littin hacía a una desconocida de nombre María Fernanda.

La letra era encrespada y resuelta con prisa pero de legible caligrafía. Se notaba que Miguel Littin había padecido el asedio de un cazador impenitente, de esos incisivos e implacables que no cejan hasta lograr el objetivo, y que lo habían abordado en un cruce apresurado, sin saludos, sin reverencias; sólo diciéndole con el arrojo que padecen los emboscados de amor, "Yo amo a María Fernanda y ella te admira. Si le dedicas este libro en mi nombre me ayudarías a conquistarla". Y, por supuesto, quién no aplaza la prisa para colaborar con las causas del amor.

De inmediato imaginé a María Fernanda recibiendo el regalo antecedida por un preámbulo romántico —cena, flores o algo parecido—, pero en cuanto me asaltó la suspicacia comencé a dudar del final feliz de aquella historia, porque noté de inmediato la forma inaudita como ella misma perdía su cauce.

Me resultaba absurdo e inconcebible que aquel regalo, arrancado a la desvergüenza y sobrepuesto al ridículo, estuviese ahora haciendo parte de una mercancía de segunda mano; feriado a un postor de ocasión al igual que se feriaban artículos de cuero, prendería de oro goldfield, sahumerios y abalorios; que perteneciera al acervo misceláneo de aquel bazar de cambalacheros de la Luis Carlos López; que hibernara con desesperanza en el esmirriado anaquel de un librero sin tacto ni conciencia para el oficio.

Nunca pude olvidar aquel episodio por su coincidencia y particularidad, aun cuando tampoco creí nunca en su trascendencia hasta aquella noche de jueves de cóctel cuando en el foyer del Auditorio Getsemaní, mientras asistía al lanzamiento del festival de cine, el ocio me asentó en la confirmación de que la vida siempre se nos presenta desprotegida de cualquier casualidad: esa noche, después de unos actos solemnes, conocí a María Fernanda.

En un principio su nombre no me revelaría detalles que pudiera catalogar como significativos, pero en tanto comenzó a comentar apartes del filme de Resnais que acababan de proyectar —Hiroshima, mon amour. Había leído que era el preferido de Littin— con la precisión de los conocedores, tuve indicios de su erudición en torno al tema e, inevitablemente, brotó en mí ese sentido de nostálgica concordancia que me permitió revivir la sensación producida por aquella dedicatoria veloz y apasionada, o como la pensaría desde un principio, casi temeraria.

Mis sentidos se aguzaron y la imagen de aquella mujer, como en las más eficaces construcciones novelescas, se fue transformando de una simple figuración estética en el ser humano amplio y jovial que me haría saltar el cercado de la discreción.

Durante un largo rato temí que se notara mi contenida impaciencia y me limité al simple ejercicio de masticar galletitas con grullere y dar vueltas a un vaso en el que se desleían unos cubos de hielo pero, antes de que esto ocurriera, mi espera tuvo su oportunidad.

Todavía disfrutaba de la gracia que me había causado su comentario respecto de la forma como se producían sus reacciones frente a las escenas de algunos directores —las calificaba de naturaleza afectiva: algunas de Kubrick, por ejemplo, le producían urticaria, y otras de Spielberg, una congestión nasal que incluía estornudos y hasta molestias reumáticas—, cuando ensayé mi primer golpe, dudando todavía si lo hacía por el efluvio de su Estée Lauder o por la altura de su conversación.

La abordé en una pausa difícil que le permitieron sus interlocutores y, esquivando los cánones impersonales de la formalidad, le pregunté sin ambages si para ella tenía algún significado el nombre de Miguel Littin.

Con un apacible gesto de salón me dio un sí desconcertante; tan rayano en lo natural, que fue engorroso lograr un nuevo resquicio para acuñar otra pregunta, otra intervención más audaz, una que no me hiciera sentir como el propietario de la más enternecedora estupidez. Me había traicionado la agudeza.

No había dejado de solazarme con la novelesca idea de por lo menos entornar su mirada, zancadillear las palabras de su respuesta o, mejor aun, lograr en ella un sobrecogimiento de pudor en donde se compensara mi arbitrariedad, o en donde mi presencia le inspirara el único sentimiento que de seguro me devolvería la importancia: el de la complicidad.

Al siguiente día la volví a ver. Otra vez desenvuelta y ágil. Portaba el único rostro de complacencia a pesar de que acabábamos de padecer un filme francés que había dejado en mí y en todo el auditorio un leve regusto de inconformidad. Su prisa se notaba más en su rostro que en sus movimientos. Lo pensé y no me equivoqué, porque al poco tiempo sus pasos cruzaron por entre la concurrencia y bajaron la escalera. Desde el segundo piso pude ver cuando, en medio de aquella noche prematura y serenada, ella atravesaba la calle adoquinada del Arsenal esquivando a saltitos los charcos y se perdía tras el umbral de un barcito sugerente y discreto. Imposible negarlo, mi intención seguía siendo acuñar otra pregunta. Aquella que me permitiera hilvanar la hebra que aún mi curiosidad mantenía asida por un extremo y, azuzado por esa audacia incorregible que pone en nosotros la intriga, se me ocurrió seguirla, elevando mi chapucero oficio detectivesco al rango de máxima virtud.

Dentro palpitaba otro mundo, uno más lento y resignado, como movido al son del saxofonista que con mansedumbre arrancaba notas al instrumento en medio de una penumbra fácil. Su interior no era grande ni alto y su concurrencia, a primera vista, se podía calificar de escasa. Las conversaciones no se subían de tono y hasta el mesero que me asistió en la barra tomó mi pedido con cierto aire de confidencialidad. Un whisky en la roca había ordenado antes de que mis ojos descubrieran a María Fernanda ya acomodada en torno a una mesa con personas que a juzgar por sus atuendos y sus perdidos gestos, eran extranjeros.

Ella tomó asiento en un lugar que le esperaba y saludó con la informalidad propia de los asistidos por la confianza mientras un mesero se apresuraba a atenderle. Intercambiaron algunas palabras, coincidieron en sonrisas hasta cuando se dio el acuerdo y yo lo pude escuchar ordenando en la barra, justo por encima de mi hombro derecho, para una mujer con complaciente claridad:

—Un martini para la señora María Fernanda Esteves —dijo.

Apenas entonces me di cuenta de que estaba escuchando por primera vez aquel apellido y que, por supuesto, sería imposible borrarlo de mi memoria. Así que no lo dejé escapar y comencé a considerarlo como esa otra señal que me arrimaba hacia las inmediaciones de una aprensión que, si bien había nacido años atrás en forma de curiosa dedicatoria, ahora se convertía en el leitmotiv de una intriga que me traía suspendido de los cabellos.

Alcancé a tomar mi segundo y último trago invirtiendo el tiempo en pensar que debía buscar una ocasión con horizontes más despejados y un camino menos escabroso para llegar hasta ella. Creo que ahora ya lo saben: me trastornan hasta el asombro los azares que riega la vida en nuestro camino —tienen algo de premonitorios—, y me atrapan hasta la obsesión las mujeres con pasado.

Al día siguiente, antes de salir hacia la primera de las películas enlistadas en la programación, enfundé en mi bolsillo aquel ejemplar que le había comprado más a la nostalgia que a Aníbal, como quien enfunda un arma; y me preparé para la nueva sesión con todos los sentidos en orden y dispuesto a disparar a quemarropa.

La tarde había entrado con ese brillo de trópico que se torna a veces insoportable y a la entrada del auditorio se arracimaba un gentío en el que se mezclaban cineastas, críticos, periodistas, curiosos, espectadores y ociosos. Comencé a buscar con la mirada a María Fernanda, ya sabía seguirle la pista. Me fijaba con detenimiento en cada uno de aquellos grupos que se notaban dentro de la concurrencia repasándolos con detenimiento, pausando en cada rostro y sin dejar de asegurarme de que mi arma seguía conmigo pero, después de un momento, me di cuenta de que aún no había llegado. Entonces, mientras la intriga me otorgaba esa tregua, yo me dediqué a repasar la lista de las películas del día y a descubrir que aquella extraña sensación que ahora me asía era frágil y breve pero desgastante; tanto como el rencor, sólo que menos virulenta, pero sí más apremiante.

Repasaba a la ligera la programación cuando me encontré, como un aderezo del destino, una película de Miguel Littin, era la segunda en el orden. Incrédulo y con una urgencia de la que intentaba sacudirme, me dirigí a la información en donde me confirmaron no sólo la presentación del filme, sino también la presencia del director en el auditorio. Me asaltó entonces el pensamiento de que debía haber algo de injusticia ante semejante sino, porque sentí que la consternación que me invadía en ese instante hacía peligrar mi prudencia, más aun cuando me percaté de que todos los presentes dirigían la mirada a un mismo sitio: la entrada del foyer. Ambas puertas bascularon en un mismo sentido y un pequeño tumulto entró de golpe arrastrando una suave andanada de calor al tiempo que disminuía la prisa y cruzaba el quicio.

En un principio no logré localizarlo. La última imagen que hallé de él en mi memoria fue aquella cotidiana y resentida que lo hizo entrañable durante una entrevista de televisión en la que con el tino de una fina ironía, se refería a la dictadura de su país sin poder soportar la evidencia de ese corrosivo sentimiento entre la nostalgia y la ira. —Le llaman depresión. Es el encanto principal que imprime el exilio—. Sin embargo, lo identifiqué por su risa corroborando con complacencia la veracidad de aquel capítulo del libro: "Si te ríes te mueres". Pero el asombró me atornilló al piso y engatilló mi arma al observar que a pesar de las atenciones que brindaba al público de un lado y de otro, su mano derecha se mantenía enlazada a la de María Fernanda Esteves en una dualidad inobjetable, en esa actitud de mutua posesión que confiere a sus víctimas el amor.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 20 de septiembre de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes