El libro Existencias invisibles,
de Linarejos Ruiz (Ediciones El Kultrún, Valdivia, Chile, 2003), poeta española (Linares, Jaén, 1963)
residente en el sur chileno por más de diez años —y por tanto, chilena de vivencias y de sentir— se
instala por sobre la mediocridad y la infamia de esta región del país que la ha herido en el alma tantas
veces, mas ella ha devuelto sólo belleza y dolor.
Comencemos por decir, con justeza, que en el territorio nacional dificulto exista una poesía de tanta
hondura y fineza. Por mencionar al icono estatal, Raúl Zurita, con todo el poder tras de sí
(gubernamental, institucional, eclesial), palidece con sus cicatrices histéricas ante la profundidad de la
angustia existencial de Linarejos.
Lo incorriente de estos versos es la perplejidad que sitúan ante nuestra razón, preguntas y reflexiones
ensayísticas de una altura a lo Cioran y con la aflicción de una talla de Paul Celan. Y con las
atmósferas de Beckett, Emily Dickinson y también pasajes de Walt Whitman. Por ello, por la filosofía que
entrama, esta es una poesía completamente nueva en el país, y paradójicamente, ha sido España quien ha
traído, esta vez, la savia nueva, el frescor a estas tierras, ya apelmazadas, de lengua muerta, sojuzgada,
maniatada, muda. Secuestrada.
En este país de nadie, en la primera sección de poemas del libro, "La nada piensa", afirma
Ruiz: "ya no habrá descripción que anular / en la falsa desesperación (...). En el extremo disoluto,
la boca ya no habla, no transforma el dolor, señala, en esta curvada urna, ¿qué le importaba el mensaje /
cuando en la herida desflorecen las intenciones". El hablante "No se ha inventado",
simplemente es incontrolable como ese peso (metafísico), asciende. Porque quien la juzgó necesaria,
"le escupió un dardo sin celestiales contornos". Esto la hace pensar que nació de "dos
ciegos / que confesaban vergüenza / cuando se extraviaron". Esta atrocidad es una palabra
inconsistente (inutilidad de la glosis), porque hay vacío, se construyen edificios para el alma, para el
orgullo y para la enfermedad y la muerte. Ese es el instrumento subjetivo de todo lenguaje, en un mundo mudo
de apariencias que nos rechaza. Ese cambio, ese darse cuenta, que es algo "que no habré de dominar
jamás, es un estar" (contemplación) a un paso de ese algo "como un eclipse donde nada se
intercambia" (órfica). Hay oscuridad y hay luz porque simplemente a alguien le divertía convocarlo,
sin más.
Esta revelación que dice la poeta se disimula mientras se vive, es el cóncavo horror (donde) balancea
el atrás, el adelante, es sumisión en crecimiento, sin embargo agotado por la espera. Estamos condenados
al recuerdo por fogonazos al borde del precipicio, donde la sangre es la palabra de las raíces
metafísicas, que no son palabras que existan para describir la angustia (de ahí que sean invisibles
las existencias que se conduelen), donde sólo hay intervalos de ensoñación, donde se trafica con
imágenes heredadas. Son "fraudes del delirio", que no toleran la "invocalización":
pues "te devorará lo que callas, / no llegará a consolarte nunca lo que esperas"; es decir, no
hay dónde buscar, porque todo está construido, de modo que no es ningún enigma, por ello esos lenguajes
"en sus pétalos líquidos-celestes, / cosidos a golpe de manos enloquecen a los que nacieron
perdidos". Ese dolor que hay está adentro del sarcófago y fuera de él, "fuera del
espacio", en "la irrespirable santidad". Pero, ¿y si hubiera un intermedio para el azar?,
donde la ansiedad de lo perdido "frente al río que cruzarán como hermanos".
Esa nota es un número inmudable con su millón repartido, que se astilla, en los microbufidos del
entregado exhalar impenetrable, que son cenizas no esparcidas, multitudes en la espina, en tres dimensiones
de hastío, que no se pueden nombrar, que se desnombran, en acecho de cuatro partes, que anula en vertical
coro, que empuja a desandar, y no se sabe ver con los ojos. Sin embargo, ese desasosiego "ha pulido la
quietud", cuando se queda en la sombra con sus coronas desatadas (sin gloria, sin imposturas, desnuda
ante el ser y el mundo), entonces floja naturaleza balbucea, y si quieren los astros partir su geometría o
"mi suspenso", si quieren las ruedas de los carros vencidos huir por mi sendero dorado (soñado
por alguna divinidad "que teje un tedio antes de evaporarse" —dice la poetisa—), ¡está
preparada! Aunque es pálido el desnudo entre el follaje. Es decir, somos impotentes ante la naturaleza,
ante el mundo bullente donde somos víctimas del flagelo tímbrico, donde toda salvación es transitoria, en
primerísima calidad de pavor, de fuegos consumidos, de sangre regada gratuitamente. Ante ello el giro
bacante es lo que insinúa su vida. Mas "estamos, si intentamos caernos" —es decir, morir—,
protegidos por la prudencia temporal que desata a lo que debe resistir (el instinto de supervivencia), que
nos salva de esos abismos apartándonos.
Antes se era la ausencia, ahora los jueces seleccionaron los vocablos para el horror. Es decir, la
libertad está condicionada, manipulado todo el ser espiritual, y sólo podemos sumergirnos en sótanos con
ciertas imágenes sabiendo "existir", que gritan, en silencio, porque saben que la crueldad para
los libres de espíritu es total, de modo que es sabio el frío que condena a la cárcel del existir y de
las apariencias, y por eso "el flash ennegrece mi triturada viga con la ausencia hermanado". Mas
"dentro del sueño se ardía, el pensamiento ardía", antes de perder la libertad de pensar y de
soñar, ardía como el tapiz egipcio (iniciático, misterioso), "con sangre virgen de los que no
sonríen". Entonces, qué nos queda, no traspasar ningún abismo, porque la venganza de los sauces
plateados, el hierro, la espada, persigue, clava, de manera que hay que mantener el secreto, con un lenguaje
arcano, que es confusión para los filósofos, que son cinco sueños que nos soportan a todos y nos
protegen, con diamantinos velos, y allí el desamparado encontrará un nido que no conocen los mortales, la
delicia de una libertad cómplice.
Mas ese secreto está bien guardado, "ningún gesto abrirá las puertas". Y ella ha tomado el
camino más lamentable, donde, si descifra la incapacidad, aceleraría el espasmo. Hay un mundo, soñado,
donde quebradizas ramas se desprenden, y los deseos no deben escribir sobre esas imágenes (fuego sagrado,
incomunicable: "Sin cuerpo las ideas que fueron alma"). Ella, la iniciada, ha tomado el sendero
más penoso, dijimos, la de la larga destrucción de coronas, y ahora, "lo que contemplé a los pies
del muro se desvanece". Sabe, no obstante, que esta decisión es de un peso desconocido, revienta los
pulmones, y en cada venado (ser espiritual) liberado un yo atroz consume la oscuridad sin dedos. Se trabaja
a solas con las cicatrices de lo primordial, de lo incontaminado, y entre las bocanadas desertoras (de ese
mundo manipulado que se deja atrás), que tal vez no tenga sentido, se puede ver, en el círculo de fuego de
los ojos, el ebrio que somos, los enfermos que construimos el inverso (el otro mundo, el oculto, el
verdadero) que besa la tierra en su empalamiento, en su entrega a la muerte, a la muerte que aquel otro que
cogiendo los lirios se marchita con ellos, sin entenderlos. Porque para comprender el misterio hay que tener
otros párpados, de los ancestros, mas es tan lejano y perdido que hay que intuir el método para verlo.
Para ello se debe poseer un alma serenamente imitando la salvación, cuando las puertas se cierren, los
colores invertidos se amansarán.
Hay llaves para penetrar en la oscuridad, en cada vuelta de clavo, para ver el incendio en su aumento, la
luz liberada, pura, alquímica, entonces la sangre será música de flores cuando nos libertemos, cuando nos
elevemos, de modo que ese hablar susurrado debe ser oído, de todos los que murieron por la luz, entonces
florecerán las retinas. Ese rostro anterior al descubrimiento del auténtico, desfigura, el nunca
"seré" descuartizado, sello de lo que creímos raíz del alma, de otros templos, de su nada fiel,
donde seducía el milagro (ahora lo que era la inmortalidad de Orión). Este nuevo mundo que hemos
encontrado, ahora liberados, no es sagrado, la belleza no lo es, ya. Es un amor desproporcionado, que se
imagina infinitos que se entrevén en la hora siempre final. Ingemible, aunque cruel. Hay náusea en el
alimento (espiritual) diario, vuelve el arcano cinco en contracciones de pluma. Pero aún falta imaginación
porque hay un domesticador que pesa con su cerebro (el juez) señalando el ocaso de los que tiritaron, de
modo que hay que tener coraje, porque ya sabemos que somos los caídos, lo fogoso, somos la música de los
lagos bajo tierra. Luego la sacerdotisa plantea una interrogante: ¿cómo explicaré esta anulación
poderosa que nos adormece? Caminamos y hacemos cosas que no son indispensables.
El llanto volvió al adentro amorfo de la caverna sin salida, y es en la atrocidad de este acto que se
basa la costumbre de los días sin sol, donde las palabras angélicas se volatilizaron con estas prácticas
del espíritu, las palabras eran —antes de la confusión— las mensajeras que abrían esas puertas
impenetrables. Las sensaciones de hoy no tienen alma. ¿Qué hacer? ¡Gritar!, actuar, no permanecer en la
desidia burguesa, salirse de esos límites de ideas de lo que aún no se puede expresar, porque para esa
magia no hay respuestas, no hay lenguaje posible. Somos el ciervo que asoma su cabeza (el espíritu, el
verdadero bien), que no llora más, sino penetra, con una lluvia en las brasas del oro fundido, en su galope
limpio, al espejo del yo, que es el abismo, y ese ciervo ya sabe que no merece caricia cuando en la lid le
den muerte, si acaso ha de perecer quemado. Es un sacrificio impalpable, ya estrellado en el devenir, lleno
de vértigo, un alma de niño en grito eterno. Ese sacrifico de la obsesión es la pérdida del asombro, que
es a su vez la distracción mística de los sentidos, que anuncian repeticiones (tedio), por tanto el
sacrificio alumbra, ahora, sí, el caer, y nos hundiremos como piedra en el agua, con la cabeza cortada.
Será el inicio de una raíz que se imagina, que está en intimidad de alma, donde sólo el propio camino es
la tierra que exista. No hay dos. Cabeza abajo, porque la raíz, advierte, viene del cielo. Es la manera de
entender el camino, la dirección de esto. Crecerán ramas en el costado, será el nuevo cuerpo, de la
liberación.
En ese mundo nuevo donde se ha comenzado a vivir, la eternidad afecta el doble punto de mira, ese doble
que anticipa, que son proezas. Hay que pedir algo que nos dance, no el consuelo de la luz. El dolor de un
hermético cuerpo mortal del que se tiene misericordia de las sombras, porque hacen cosas, son el noveno
círculo de una raíz, nueva. En donde hay que descomponer los conjurados designios —en la silla del
enfrentamiento, murmullos, flores desnudas de hebra atormentada. Por el césped de la imaginación,
pensamientos que fueron cantos, alguna vez han de llorar en el después (con) mis signos. En esa
descomposición universal, cada uno inicia su camino, libre, sin que el iris directo intervenga. Sólo uno
mismo puede verse, es una senda solitaria. No se quiere un sueño común, porque seguiríamos durmiendo: la
lección del filósofo es la individualidad donde no haya pensamiento, donde no exista manipulación alguna.
Luego, en el poema 28, nos indica cuál es la clave. "Cuando hay una pequeña variación",
porque sólo allí "disminuye el trágico letargo de existir". No hay que preguntar, porque el
dorado mueble, el eterno observador no pregunta cuál es la dicha descubierta. Esa "doridad" es la
perfección perpetua sobre las oscilaciones del ser. El poema no puede creer llorar esos resplandores,
porque la variación sin réplica de otro ser es la consciencia primitiva de la cascada. Por lo tanto, hay
que considerar los "enigmas de las imágenes por venir", "antes de que marchiten". No
hay que dejar escapar la observación de ese único instante. Es esa distancia que se posee y se agiganta la
angustia y no se puede hacer nada (por el otro), es un paseo eterno esta fricción de la caída, que,
reitera la poeta, sin objetivo se levanta para —¡observad, atención!— "devolverme la
repetición". Y se desea no tener voluntad, para sobrevivir, para no vegetar, pero otra vez el consejo
es la soledad, el instante en que nada se evoca ni se añora, donde se es el alma, que con la luminosidad
que ciega y no permite pensar. Allí ya no hay mentiras, y ese algo nuevo que se es no se corrompe jamás
(es lo puro).
Entonces la poeta órfica (como Del Valle y Díaz-Casanueva), manifiesta que el comienzo del poema le ha
negado, perseguida a menudo por visiones de otros y se pregunta si no ha sido configurada (manipulada) para
eso. Se rebela, declara que no puede sin embargo arrancar los empujones ya dados (por otros poetas como
ella, ovillando el tejido de lo que le ha nutrido en el exterior). Pues hoy se tiende a desaparecer en lo ya
construido, y se debe esperar cuando el Hombre Exista, es decir, el hombre liberado. Para ese hombre el ojo
ya no duerme, al cerrar los ojos, el relámpago es una insignificancia; es el principio abovedado: quedar en
blanco en un adentro misterioso que nos imaginó en formas. El ojo al abrirlo nos falsifica. La poeta nos
señala rotundamente: "El alma nunca estuvo en los ojos", pues son el pathos,
lo demoníaco, lo subyugante. En cambio lo nunca mirado reacciona con el pensamiento y expulsa esa agonía
de no atreverse a lo finito. Lo nunca dormido es lo que nos hace insaciables (vigilia por dentro), ello nos
trae el mundo nuevo, la variedad (el alma), lo que nos puede elevar si la contemplamos.
La lágrima no derramada es libre, es vivacísimo esplendor, he ahí el coraje, atreverse a ver. Confiesa
que dura es la pureza, para ello hay un lenguaje secreto, inhumano, inalcanzable. Pide: "No me
comprendáis. Dejadme sola con la oscuridad, tejed la transmutación..!". Hay que brotar de sí mismo.
Hay que soñarse a las orillas de nuestra carne. Vuelve a la poesía como hermetismo, "Esto que quiere
expresarme no es poesía", es sólo una variación del vuelo que requiere insaciabilidad. Sedas para el
tercer ojo, son imprescindibles, para detener el cansancio. Que la pausa infinita no me resucite. Nos
franquea: "no hay nada sagrado en todo esto de escribir", porque al perseguirlo se desvanece lo
primordial, que debe estar en el arcano, y al comprenderlo uno se autopersigue. Hay que poseer "la
inercia metafísica" que es la única "que va en busca de los dioses". Los poemas de nada
sirven, ni la gloria ni reconocimiento de los hombres, porque lo duro está por venir. Somos "eternas
costras", de la ruina del presente "en mí sangrante".
Hay que "temidamente inventar el cielo, el candelabro de oración de humildes, consolando al hermano
de mi sangre / que vaciaré en él", "y lo que nos arrastra a ser visillos de un claustro con
huracanes, es hierro en la garganta". El laberinto es desolación, la cabeza estallará, será "el
horror de los sueños perdidos, gime como algo ensangrentando las ánforas". Cuál es la realidad, son
otras calles no verdaderas, donde la sensación de una gloriosa melancolía no cesa de tallar un relieve,
"la oscuridad de los días que viven sin mí, mas si se asomara a ellos levemente, el esbozo que soy
suprimiría el cuadro". "La penumbra de los agonizantes que exhalo". Por eso hay que entonar
un canto, el más desconocido y el más limpio, esos lenguajes tan claros que nos anudaron, que poseemos y
los desmemoriamos.
Pero si un sendero opuesto entra en el rayo para dividirme "la descomposición de mis gusanos
cantores me des-eleva". Este desvarío de lo incontemplado multiplica a los sobrevivientes, porque el
intervalo no nos es ajeno. Esto durará hasta sangrar la iluminación del descorrerse de algo desconocido.
Para ello hay que recuperar el alma que no será. Lo mudo, lo soñado, el polvo, lo oscuro. Hay que entrar
en esos mundos sin mundo, hasta enloquecer, en ese trenzamiento que arrulla a la muerte y beber notas puras.
La criminalización de una chispa disipándose, las trompetas de ninguna doctrina, silbando el caos de los
lenguajes perecederos. alegro "maestroso" para el no-pensamiento. Monstruosamente. El sin sentido,
lo no sentido. El diablo armónico, indefenso. En los abismos ascendientes de pasiones mortales y suicidios
lunares, donde sólo el huérfano de su belleza coronará el cerebro desde el vapor intrínseco. Esa es la
iniciación, las babas primitivas, la restauración del alma, el abandono mortal, en la zona invisible.
Será al fin, el extasiado tirante del caracol, la ignorancia cósmica de los sonidos. Esta es la visión
que se pide, para sí misma. Donde el silencio hace no tener alma. Lejos de mí, donde no existen las cosas,
"donde ya no consigo soñar lo lejos que existo de mí". Allí en su tiempo y en su frío, tan
cerca de sí mismo. "Fuera de esta época que no consigue soñar sino con muertos". Porque no hay
pensamientos humanos. Es lo sin sentido del sentido.
La obra de Linarejos Ruiz es una potencia abarcadora que va desde la búsqueda de recuperar el mundo
primordial, como vimos, dando sus claves de iniciación, lo simbólico, luego, la inutilidad de la poesía,
la música como revelación de ese nuevo mundo, y siempre la sangre como mistificación (no es azar que la
poeta española cite a Nietzsche en dos epígrafes al comienzo de su libro). Finalmente, la vate española,
con raíces chilenas órficas, nos dice que no vamos sino a la gravedad del misterio, a la metáfora que nos
destruirá, y por eso planeamos el duelo, en fuga eterna donde el alma se corrompe.
La contradicción de los paraísos perdidos
Sin embargo, las penumbras ceden a una mirada beatífica, en la segunda parte, después del tránsito de
profundis clamante, porque no es ahora un réquiem lo que explora el robo de la inocencia. Del delirante es
el pañuelo iluminado. Lo comtemplado es polvo. Después, el que inspira los dolores más solitarios, hacia
el desengañado tubo sube. Entonces, dice la poetisa, "he de parar de repetir la clave, como un
abecedario de la traición, de luz pensada", es la expiación de la estatua consumida por la
perfección del ideal.
Finalmente, dirige sus manos limpias de sangre a las palabras envenenadas de sangre, dice que se ha
vuelto simple, que ya no le interesan las conversaciones de los dioses. Simple como la partitura soñada.
Pues ya siente que su ser es inmortal como la lluvia, pues desea la inocencia de una intención que
reconcilie al abismo con la podredumbre. Para ello decide vendarse el sistema nervioso, pues le lastima su
pensamiento y anhela purificarse; como abjurando de la poesía moderna, concluye que abraza esa espada que
es mi exilio y la incendio con la insostenible y espesa red. Esta es la contradicción de los paraísos
perdidos, ahora pasa por las mismas calles que le endulzan la desesperación, con un orden, aunque aparente,
porque tiene sed de las suaves gotas de la lluvia, más allá de todo esto, donde era prisionera.
Ahora se despalabra, pide escribir sobre cosas que aparentemente no tienen sentido, sin mirar cara a cara
a ningún dios, olvidando sus nombres y sus horrores, sin presencia, porque no son palabras ni ecos que
conozcamos, no son nosotros. Y hace suyo el "no pertenecer sino a los turbios paraísos, donde el
centinela, droga a su alma", ya sus palabras nos hablan de dulzura y de gloria, es lírico y bello todo
para enfrentar el duelo definitivo, esperanzas. Tregua consoladora, y ese cuerpo elige el aturdimiento
porque está colmado de días que amó. Porque hay un interno incendio que no aplaca nunca, dora de
maravilla el lenguaje de los cielos, y entonces, vuelve a la música para no tener alma. Hay olvido e
inocente venir. No tejerá ya más el aire de serpiente para que nada describa el imposible follaje que no
nos saciará, entregada a una dorada quietud donde desaparezco (aunque dice no ceder, cede, bajo un yo
desaparecido), baja ciega con el resplandor original de los girasoles, "cayendo en una forma que me
hace incendio". "Soles eternizando la ignorancia de lo que seré", ya que no implora desear
la profundidad de ningún universo. En la iluminación de los extáticos, los gozosos impersonales del no
rodar en el sendero. Después del gemir, estanca la imperfección, ahora a pesar de negarlo es poema el
éxtasis, posee los sueños que nos sobreviven. Pues ya ha vivido de frases imaginadas y conoce el vértigo,
ya no quiere escuchar las voces del vértigo, se renuncia como posible potencia. Ha logrado matar al
verdugo, en el detrás de su visión, ahora quiere resucitar, reconoce sin fidelidad a su sombra, pues ha
agonizado limpiamente besando la carne perfecta.
Sin embargo reconoce la inocencia del terror de lo que le esperaba. La ola encuentra su alma. Mas sin
dioses ni conceptos infinitos, pues "hay tantos poetas cubiertos de angustia / no implorando" —escribe
entonces— los sueños de los cerezos. "El musgo acelera la eternidad que le fluye, reza un oratorio
(...), su placer pensado, sensaciones de arpa para la belleza". Habla de un yo irreconocible, presiente
cosas. Aunque sabe que hay un exterior devorado por su interior, afirma que "está por venir la
evolución de la inocencia (...) para seguir soñando que navega intacta". "Mis otros saben de los
celestiales insultos". La idea de la negritud es brutal, no desafiante. Con el misticismo del presente
implorando el látigo, un misticismo del presente para no perderse en el camino (renuncia), las variaciones
de los bosques despiertan para asombrarnos de nuevo (balada fácil la rodea), hay vidas que vivir,
sobreviviente, como los sueños perfectos de la infancia. Hay una sensatez en cada línea. El logro de la
lágrima es la eternidad para vivir con los dioses que nos abandonaron, puesto que ya el abandono difuminó
sus espectros. Los aborrece, ninguna elección "que atormente a tu esperanza, nada concreto para este
delirio que respira por ti".
En el sufrimiento no hay poemas, despalabra el suplicio de existir y danza en las voces de los tenores
inconscientes. Desconociendo el esplendor de su presente: la elocuencia se engaña a sí misma, estas
palabras que han querido significar más de lo que somos. La voluntad del lenguaje reconoce impulsos que
lastiman. Escribe el edén que permanece fuera de mí, es tan cálido aniquilarse con las palabras ("y
la inteligencia que es real y profunda") ahora tacta las confusiones con alegría ("y el oscuro
discurso del ángel") para que termine su des-ola-ción. Porque si en los ojos está el alma, por qué
de las palabras he de servirme. Existe la carne que alimento, existe un ángel descartiano que favorece la
rendición "entre la inocencia de los grandes amores", "todo lo entiendo desde la
normalidad". "No niego la inmensidad, a olvidar lo que recorrí, con simples movimientos me voy
desconociendo", como "el agua de su nacimiento huye para fundirse en la ferocidad del más
fuerte". "Quiero ser música" (añora perfección). "He gozado la travesía de lo
imposible, ya la espina no rozará". "Supongamos que la palabra al necesitar del silencio escapa
de su tortura". Lejos del pasado.
Abjura, dice, "sólo ovillarme debí a la voracidad de un hábito como el amor, para constatar mi
semejanza con los otros". Prohibidas amarguras, sino la música gira inmortalidad. Es la atroz
resolución que me inspira por haber vagado entre penumbras. Todo un pasadizo incierto donde necesita
finalizar las imágenes torturantes. Nada puede ser real "porque la nada piensa". "Drama para
mi latido, de versos que alguien me obligó a escribir". Porque empíreas sacudidas de impresiones
angélicas facilitan la confusión del artista. La expresión se anula a sí misma para encontrar el sueño.
Por una décima, la misericordia del propio cerebro espera la semilla del lirio. En el grifo, no de la
sangre, sino del que describe y trata de adaptarse al lenguaje de los mortales. Un espiritual y solemne
encuentro de enamorados ciegos. Entonces no tiene sentido escribir esas primeras obsesiones. No conducen al
concepto perfecto, que habita, soñándonos. Ahora todo lo olvida, hasta los "nombres de mis
maestros". Que nada la ayude a recordar. Porque tiene terror al desamparo de él, el amado, y
reflexiona, vuelve al redil (aunque sospecha ajeno) que la favorece.
Palabras de salida
Linarejos Ruiz ha realizado un viaje dantiano y órfico. Pensamos que la segunda parte de su libro
podría haberse obliterado, pues al ceder a la tentación del mundo "benigno" —por amor y para
no seguir sufriendo— los poemas se hacen débiles en comparación con la primera sección, donde son
suficientemente vigorosos y de lengua pesada, hermética y quizá de cierta densidad. La segunda parte de Existencias
invisibles
se percibe forzada, como si alguien o algo la hubiera obligado a resarcirse, tal vez la piedad, el volver al
"buen camino", a lo debido, a lo burgués. Acaso su propio sufrimiento en atención a los otros
seres que la aman. No obstante la debilidad, también se capta contradicciones, como diálogos en voz alta,
donde se hace prosaica y pierde ritmo y vigor imaginístico. No entendemos por qué la poeta española
chilena se ha sometido. Hubiese sido interesante indagar en lo tenebroso de su inconsciente, siguiendo a sus
blasfemias coronadas, como proclamara Díaz-Casanueva, en las otras dimensiones. Si supera estas
contradicciones por hacerse a lo Dante, que es un camino ya tomado por muchos poetas en el mundo y en Chile
mismo, De Rokha entre ellos, su poesía y su exquisito nombrar ganaría aun más de lo que suficientemente
nos han mostrado de poderío fulminante en las letras chilenas, que España debiera acoger como triunfo, en
una nación que se ha vuelto ingrata no sólo para poetas chilenos no oficiales, sino para los extranjeros,
que nos dice que algo se ha cercenado en el pensamiento libre de la otrora gloriosa república laica del
cono sur.