Apoyó sus manos en sus muslos blancos, como despejando el camino de obstáculos, allanó el terreno con
parsimonia, mientras buscaba la mejor estrategia para abordarlo, seguro, no obstante, de una rendición
inminente. Un primer amago de acercamiento desbordó, sin embargo, sus previsiones. En el instante en que su
aliento rozó levemente los perfiles entreabiertos y temblorosos de aquella hendidura, y tras un agudo
gemido, una inesperada inundación anegó pliegues y vericuetos, venas y socavones, haciendo previsible un
rápido desenlace de cuya fugacidad pretendía, aquella noche, huir a toda costa.
Deseaba vencerla en la más larga de las batallas, derrotar la premura de sus caderas, someterla, si era
preciso, a la tortura de un acoso intermitente que derribase, por fin, todas las murallas de su deseo.
Quería esclavizarla a su propio placer y oír de su propia boca, como un reo enloquecido y desesperado a
merced de sus verdugos, el más oculto de sus pensamientos.
Decidió, entonces, una sabia retirada a tiempo. Se incorporó y musitó su nombre a la altura de sus
hombros. Cada fonema resbaló por su piel como gotas de aceite en una losa ardiendo, cayeron por entre la
regata de sus pechos henchidos y expectantes. Acercó sus grandes ojos enmarcados a su oído y, mientras
rebuscaba con su lengua los últimos indicios de perfume incrustados en su cuello, mordisqueó el lóbulo
bellamente adornado y susurró: Dime a dónde tengo que ir, guíame tú.
Ella sintió que su voz se ahogaba en el fondo de su vientre, que sus palabras se perdían a medio camino
entre su sexo y su garganta y que su corazón bombeaba tan fuerte que silenciaba los fracasados intentos de
su cerebro por enhebrar una frase. Incapaz de articular respuesta alguna, presa su voz de un incesante
jadeó, tomó entre sus manos aquel rostro de grandes ojos enmarcados, le acarició los labios con la yema
de sus dedos, se arañó, hasta el límite del dolor, las mejillas y el pecho con su barba hiriente y
empujó, sin misericordia, aquella cabeza imponente y severa hasta el epicentro mismo de su placer.
Reclinó el cuerpo hacia atrás mientras esperaba la entrada en sus dominios del suave aguijón de cuyo
veneno deseaba morir en aquel mismo momento, suspiró al sentir la primera gota de saliva acercándose a la
espesura de su sexo, creyendo que, por fin, se fundiría en su interior como mantequilla ardiendo. Sin
embargo, un inesperado susurro la arrancó de nuevo de su sopor: "¿De veras quieres que llegue hasta
aquí?". Pues enséñame con tus manos lo que he de hacer.
En medio de su desesperación, ella empezó a acariciarse bajo la atenta mirada de aquellos grandes ojos,
intentaba arrancarse a sí misma el placer que él le negaba. Dibujando pequeños círculos con los dedos de
la mano derecha mientras separaba con la otra cada uno de los cortinajes, recorría todas las posibilidades
de excitación, tanto más grande cuanto más observada se sentía; jadeaba con ímpetu, casi hasta la
súplica: Por favor, ven.
Pero él continuaba su tortura; una vuelta de tuerca más y ella dejaría caer el lastre de todos sus
temores, se abandonaría por completo y sus deseos se escaparían de su boca como escupitajos de lava,
arrasando todo cuanto encontrara a su paso.
Aunque todo guardaba un gesto reconocible, aquella noche no se asemejaba a ninguna otra. Buscando un
atisbo de realidad en donde cobijarse, ella repasó sus manos —la misma línea central en donde habitaba
desde hacía veinte años—, el vello rizado de su pecho en donde anidaban sus caricias. Sin embargo, se
sorprendió de la morbosa mirada que la perseguía y de la lujuriosa complicidad que su cuerpo le devolvía.
De alguna manera, parecía como si aquella noche se hubiera agrietado la campana que encierra los sueños y
sus fantasías revolotearan por la habitación intentando adueñarse de las tristes almas que los alimentan.
Buscó asidero en su cuello hasta alcanzar su boca, atrapó sus labios jugosos y enredó su lengua con la
suya en un nudo fortísimo, sólo la necesidad de respirar le deshizo de él. Quiso besarlo de nuevo, ligar
sus amarras entre su paladar y sus dientes, pero él se escabulló de entre sus manos y huyó,
inesperadamente, hacia un pequeño rincón de la estancia abierto al exterior por una gran balconera
florida.
Desconcertada, sintió cómo el rumor nocturno de la calle penetraba el espacio, bandadas de sirenas y
voces ajenas recorrían su piel que había quedado súbitamente desvalida, a merced de un vacío
incomprensible. Viéndolo allí, de pie, altivo, iluminado su rostro por la amarillenta luz de un neón
callejero, ella se deleitaba observando las medidas de su torso desnudo, el grosor de su entrepierna que
aún permanecía oculta bajo los pantalones, como queriendo demorar el momento de su aparición estelar.
Sin duda aquel hombre era el suyo, veinte años de amor le permitían la certeza. Pero aquella noche,
quizás, también era alguien más, un rostro con dos perfiles, una presencia desconocida y turbadora que se
hacía eco de sus gestos y sus palabras, un aliado que se ocultaba en la sombra atendiendo la señal para
entrar en escena, un cómplice generoso con el amor de otros.
Vencida, por fin, por la tensión que la devoraba, musitó: Está bien, tú ganas.
Tendió su brazo lánguidamente, dejándolo caer por encima de las sábanas, y una mano de dedos finos y
amorosos aceptó su invitación.
Ambas se reclinaron sobre los cojines, con indolencia, sucumbiendo a la ingravidez que provoca el
estallido de la excitación. En pocos minutos, sus caderas quedaron presas de unas manos nuevas, su cuerpo
entero se abrió en canal y por sus muslos blancos resbaló una melena dorada, cual lánguido velo de novia
sobre un tocado purísimo.
Con la mirada ebria de placer, ella balbuceó: Aquí, aquí está el epicentro de mi deseo. Orgulloso de
su victoria, él la besó en los labios.