Es curioso comprobar hasta qué
punto en la moderna sociedad de consumo se sigue el principio de que "el tamaño es lo que
importa". Cuanto mayor es el número de metros cuadrados de un centro comercial, más devastadora
resulta la atracción ejercida sobre la psique consumista del ciudadano. Sales del trabajo y antes de llegar
a casa paras ante la enormidad de un centro de esos, dispuesto a adquirir aquel paquete de maquinillas de
afeitar que te hacía falta. Bueno, pero como unos pasos más allá está la sección de música y cine, te
llevas el último par de filmes que han sacado en DVD las multinacionales abastecedoras de ocio. A
continuación pillas un compact del grupo que más le gusta a tus hijas, agarras el spray desodorante del
cercano estante de perfumería y por último (at last but not least,
que diría un sajón) recalas en la sección de jardinería, ¿cómo no? Para llevarte un par de sacos de
mantillo. Ese es el coste real del maldito paquete de maquinillas para el rasurado. Sin olvidar que hemos
dedicado el triple del tiempo que estábamos dispuestos a emplear.
Si cuando recoges el coche compruebas que delante de ti se adocenan en una fila interminable otros como
tú que intentan escapar del vientre del gigante comercial, ello no supone obstáculo para que vuelvas por
allí una y otra vez en penitencia voluntaria, animado por un instinto compulsivo digno de una atenta
terapia psicoanalista.
Y yo me pregunto: ¿pasaría lo mismo si no existieran las grandes superficies?
¿Cuánto tiempo nos llevaría recorrer cuatro manzanas del barrio buscando la tienda de discos, el
videoclub, la droguería y la tienda de... ¿dónde se vendía el mantillo antes?
En fin, si aplicamos lo anterior al mundo del libro podríamos establecer un símil:
Llega a mis manos el último best-seller
mundial. Una novela que ha arrasado entre las masas consumidoras quienes, como yo mismo, llevan en su
carrito de la compra alimentos, películas ropas, calzado y... un libro. Ese libro que todos sabemos que hay
que comprar gracias a la implacable maquinaria publicitaria que nos lo imbuye en el hipotálamo. El boca a
boca subsiguiente ha contribuido a extender el éxito de la obra al igual que un vertido de petróleo se
difunde en el amplio mar. Más que un boca a oreja es una letanía que surge de forma espontánea en
cualquier conversación: "tienes que comprarlo, te va a encantar".
Cualquier momento y lugar es bueno para hacer propaganda y contribuir a extender la notoriedad de autor y
obra hasta el último confín.
Y sin cobrar por ello.
Nos convertimos en los mejores agentes de ventas altruistas. El libro famoso va implantándose y
manifestándose con una presencia creciente en nuestras vidas. Se habla de él en iglesias y tabernas; vive
en la palabra de letrados y menos ilustrados; convive, roza, engrana en nuestro entorno y llega el instante
en que decides arrojarte a sus literarios brazos que te tientan como el torero a su bestia.
Y te pones a bufar, entras al trapo y la compras. Con un fervor difícil de explicar te dispones a
leerlo. Has encontrado por fin ese hueco huidizo en tu tiempo para disfrutar de la lectura. Y lees.
Las primeras páginas encierran contenidos atractivos: un ambiente sugerente donde unos personajes
atrayentes hacen cosas atractivas. Pero a medida que avanzas en la ¿trama? descubres que cae en
aclaraciones tan reiterativas como el párrafo anterior del presente escrito. ¿Qué pasa? ¿Se trata de un
truco del autor? Quizá sea un guiño al lector para que se ponga en guardia: "Lo que venga después
debe ser la mar de original; no pares, sigue, sigue". Vas dejando que transcurra la historia y al cabo
de muy poco compruebas que tus expectativas se ven defraudadas por algo que en tu mente comienza a cobrar
forma de bodrio (cualquiera que ésta sea). El contenido es tan insustancial que aquella lectura que
imaginabas amena y reconfortante te produce el mismo efecto que si pasaras las páginas tan sólo mirando
por encima, como las vacas que ven pasar el tren. Se transforma en un discurrir de palabras que resbalan en
tu memoria como el viento entre los árboles; como un paisaje yermo y plano que contemplas somnoliento a
través de la ventana de ese tren.
Así que esta es la gran obra literaria de hoy, la que todos ensalzan y venden con sus elogios de boca en
boca...
Lo mismo sucede cuando adquieres aquel libro de autor desconocido que tiene a gala lucir en lugar
destacado un par de frases rubricadas por un escritor exitoso que aboga maravillas a favor del novel.
"Con este aval merece la pena comprarlo", piensa el ingenuo que llevamos dentro. Pero... qué
decepción. Al cabo de algunos párrafos te ves obligado a desistir por motivos parecidos a los que te
llevaron a considerar un engendro el best-seller.
"Al menos había que intentarlo. Llevaba un prólogo del gran John Smith".
Sin el "efecto masa" de los hipermercados, uno iría tan campante por la vida, adquiriendo de
poco en poco en los comercios del barrio todo lo necesario para su subsistencia. Habría una sana labor de
propaganda de los libros de librero a cliente y entre los amigos aficionados a leer, pero estoy convencido
de que seríamos un poco más selectivos con la literatura. Hoy en día todo nos viene impuesto por la
imagen y la publicidad desbocada, que además no contribuye a que haya más adeptos a lo literario.
A pesar de todo uno se deja empapar por el chaparrón. Qué más da. Aunque abras el paraguas siempre te
salpicará algo.
Y una vocecilla cansada aunque no exenta de una vaga ilusión se hace notar en el interior de tu mente:
"Así que estas son las grandes obras literarias de hoy, la que todos ensalzan y venden...".
¿Cuáles nos invadirán mañana?