Siempre hay algún escritor que se lamenta de que los tiempos actuales estén tan plagados de
tecnología, bajo el razonamiento de que la tecnología está en contra de los buenos intereses del hombre,
lo cual no deja de parecerse a las expresiones que en todas las épocas han sido acuñadas contra los
vientos del cambio.
Y a veces no es tan algún
el escritor que alza su voz plañidera. "Jamás una lágrima emborronará un correo electrónico",
decía hace algunos años José Saramago. La sentencia es a todas luces cierta, el correo electrónico ha
restado al intercambio postal el encanto romántico de otrora. El honroso y difícil trabajo del cartero,
siempre acompañado por la imagen de quien tiene que ir a pie averiguando el número de la casa del
destinatario, es llamado en Internet, con oprobiosa sorna, snail mail:
correo caracol. Que alguien escriba una carta, la ponga en el buzón y se siente a esperar una respuesta por
meses es, a la luz del correo electrónico, cansón e inútil, por no decir ridículo; por otro lado,
acarrea gastos desmesurados para la cantidad, y quién sabe si la calidad, de la información que se
intercambia.
Es sólo un ejemplo de las dicotomías ante las que nos ubica la tecnología. Tenemos a nuestra
disposición una enorme cantidad de adminículos que resuelven problemas, pero, ¿realmente queremos
resolverlos? Hace cien años, los hermanos Lumière filmaron escenas de la vida cotidiana y, después de
mostrarlas al público, que se maravilló de ver las primeras fotografías con movimiento, negaron que su
invento pudiera en algún momento representar algo más que un avance tecnológico. En aquella época,
pensar que el cine pudiera convertirse en una nueva forma de arte era absurdo, y los mismos inventores tan
sólo le concedían algún valor como invención tendiente a servir de pobre sustento a algún que otro
fotógrafo de plaza, si es que los fotógrafos de plaza hubieran podido alguna vez llegar a filmar a sus
clientes en lugar de simplemente fotografiarlos.
Este es el momento de la tecnología. O un nuevo momento, si recordamos que ya la historia de la
humanidad ha vivido antes períodos de efusividad técnica. Como entonces, pensamos que estamos ante el
adelanto definitivo, ante el dominio indubitable de los misterios de la naturaleza; nuestra inimaginable
cercanía con los hechos no nos autoriza a cerciorarnos de la certeza de esta suposición. La deformación
de la realidad, cuando se la mira tan de cerca, afecta el juicio del entusiasta tanto como del detractor.
Sólo la historia nos da una pista, muy leve: todo lo que usamos en nuestra vida cotidiana fue alguna vez un
adelanto tecnológico y tuvo, en su momento, defensores y detractores; sin embargo, todos esos adelantos
terminaron por integrarse a nuestras vidas.
En 1992, cuando la mayor parte de Internet era aún un territorio inhóspito y en gran medida
experimental, Robert Coover celebraba la aparición del hipertexto como el mecanismo que daría pie a la
creación de nuevas formas narrativas basadas en la posibilidad de que cualquiera interviniera un relato,
adaptándolo a su particular visión del mundo y a sus propias dotes literarias. Fue él quien, en un
artículo escrito sobre la base de su experiencia al frente de un —para entonces— novedoso taller
literario hipertextual en la Universidad de Brown, acuñó la expresión el fin de los libros
para referirse al uso del hipertexto como herramienta para ejercicios literarios, algo que finalmente no ha
trascendido más allá de algunos juegos tímidos y sin demasiado valor artístico.
Doce años más tarde, el hipertexto es una herramienta menospreciada por la mayoría de los escritores.
Coover predijo equívocamente que a estas alturas veríamos legiones masivas de autores publicando en la red
sus creaciones con compuertas disponibles para que los lectores participen del juego creador adosando sus
propios personajes, subtramas y giros sorprendentes. Como es sabido, todas estas cosas existen, pero son
franca minoría.
El escritor contemporáneo ha aprovechado al hipertexto quizás más como puente para la localización y
manejo de la información que para la producción literaria. Es probable que el error de Coover haya sido
creer que el hipertexto resolvía un problema de creación, cuando realmente se trataba de un problema de
manejo de la información. Ya se ha dicho que Rayuela
es un ejemplo de hipertexto antes del hipertexto (aunque a nosotros nos parece que esto de alguna manera es
una exageración argumentativa). Así, la relación entre el escritor y la tecnología ha terminado por
fortalecerse, pero en el camino opuesto al predicho por el profesor de Brown: seguimos escribiendo igual,
seguimos pensando en función de recursos literarios y metáforas; el cambio indudable ha sobrevenido en las
vías que usamos para comunicarnos con el lector.
Bien por Coover, de todas formas. En su momento despertó la reflexión sobre la muerte del libro, y esto
terminó fortaleciéndolo.
Post-Scriptum |
"Escribo como escribo, A veces deliberadamente mal, Para que os llegue bien".
Gloria Fuertes, "Historia de Gloria" (1983).
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