"Creo... en las abejas que labraron su colmena dentro del corazón de Martín
Tinajero...".
Aquiles Nazoa
El corazón de Martín Tinajero siempre fue de miel. Desde pequeño.
Nunca conocí, ni conoceré, estoy seguro, a un ser tan tierno, tan delicado, tan claro de vivir lo que
le tocara vivir y, ¡tan hombre! Menos, y perdone que se lo diga, a uno tan religioso como él. Vivía bien
lo que fuera, y cristianamente. Nunca le oí quejarse de todos los trabajos y pesares que tiene nuestro
oficio. Por muy dolido y enfermo que estuviera, siempre cumplía sus obligaciones de soldado. Tampoco, le
sentí demostrar algún temor. Y, conociéndolo como le conocía, sabía que sus miedos los llevaba dentro.
Y eran tantos, o más, que los que cualquiera de nosotros sentía. Pero su actitud era tan serena, tan de
aceptar el momento que se le presentaba, que nos serenaba a todos. Como si estuviéramos ante Nuestro Señor
Jesucristo amando a plenitud la voluntad de Dios Padre. Se lo puedo asegurar a Vuestra Merced, fray Pedro de
Aguado, sin temor a equivocarme. Como le puedo asegurar de la luz de este sol que nos ilumina ahora. No sé,
eso sí, si todo lo que le diga pueda servirle para su Recopilación historial de Santa Marta y Nuevo
Reino de Granada de las Indias del Mar Océano,
esa obra que usted está escribiendo, y que engrandece todos los sacrificios realizados por cada uno de
nosotros en la conquista de estas lejanas tierras. ¿Su obra, si mal no lo recuerdo, ya va por el cuarto o
quinto libro? ¿No es cierto? Gracias a su esmero, y al apoyo entusiasta de Nuestro Rey. Y, según me han
comentado, llegará como hasta un noveno. ¿No es verdad? Bueno, disculpe que me haya desviado de la
pregunta que me hiciera. Comienzo. Sepa usted que a Martín Tinajero lo conocí de toda la vida. Fuimos
vecinos, casi nacimos y nos criamos juntos. Siempre fuimos amigos, "en las buenas y en las malas",
como se dice. Nuestros padres trabajaban en las mismas y productivas tierras. Como lo habían hecho nuestros
abuelos, desde los abuelos de nuestros abuelos. De la fecha precisa de su nacimiento, no tengo ni la menor
idea. Nunca la supe. Como, tampoco, sé la mía. Éramos de Écija, la sevillana ciudad de los valles de
allá, por las orillas del río Genil, el principal afluente del Guadalquivir. La conocida "Ciudad de
las Torres", por la cantidad de campanarios que emergen entre sus techos de grises y rosadas tejas.
"La ciudad del Sol", como la llaman. O "La sartén de Andalucía", como todos le decimos
por sus elevadísimas temperaturas estivales. Disculpe. Me desvié de nuevo. Usted sabrá perdonarlo. Pero
es que la memoria de la tierra donde uno nació como que se nos pega dentro. Y se extrañan sus aromas, sus
colores, sus sonidos, sus sabores; sobre todo, cuando se está lejos de ella. Vuelvo a aquello que le
interesa a Vuestra Merced, y que fue para lo que vino a preguntarme. Siempre creímos —tanto su familia
como la nuestra— que Martín Tinajero iba a ser un franciscano, como usted. O, al menos, un religioso. Sus
delicadas manos no eran para trabajar la tierra, salvo para amasar la arcilla. Y, ¡bien bueno que era en la
hechura de tinajas! De ahí le viene su nombre —de su oficio— como a muchos de nosotros. También hacía
otras piezas de nuestra cerámica tradicional, de la que se precian mucho los artesanos de Écija. Hay,
incluso, parte de sus trabajos en las paredes y columnas de nuestras iglesias. Pero nunca podría decirle
cuáles. No lo sé. Nunca me lo dijo y, por respeto a nuestra amistad, tampoco se lo pregunté. Supe, eso
sí, porque él mismo me lo contó, que un día que estaba arrodillado ante el Santísimo Cristo de la
Salud, en nuestras iglesias de San Gil, oyó una voz que le decía: "Tu corazón está destinado a una
gran leyenda". Él creyó que le llamaban para la vida sacerdotal y, con esa humildad suya, fue a
hablar con el padre de la Iglesia de Santa Bárbara, donde está la imagen de nuestro Santo Patrono, San
Pablo. Por parecerle lo más cercano a esos deseos, ya que este santo, también, había respondido a los
llamados de una voz que le sonó de pronto. Él me pidió que le acompañara. Cuando llegamos, yo le esperé
fuera. Aquello que iba a resolverse era sólo entre el sacerdote, él y Dios. Le aseguro a Su Merced, fray
Pedro de Aguado, que Martín Tinajero, desde muy pequeño, siempre fue algo enfermizo. Por ello, a ninguno
de los dos nos resultó extraño que, apenas el padre superior lo viera, detallara su contextura y, a una,
le recomendara la búsqueda, por otros caminos, de la voluntad que parecía señalarle la voz que había
escuchado. Así me lo comentó luego de salir del templo, cuando casi íbamos llegando a nuestras casas.
Antes guardó total silencio, que no me atreví a cortarlo. Y así lo hizo. Le confieso que tampoco a mí se
me hubiera ocurrido que iba a tomar el mismo camino que tomamos muchos de los jóvenes de nuestra época: la
búsqueda de eso que llaman El Dorado. Pero así fue. Juntos nos embarcamos hacia estas tierras. Y juntos
pasamos los primeros temores al irnos acercando cada vez más al borde del horizonte de la Mar Océano y,
luego, ir cruzando el Mar de los Sargazos, a la espera de encontrarnos con los terribles monstruos que,
siempre nos dijeron, habitan por esas aguas: ballenas blancas, tiburones azules, pulpos y calamares
gigantes, incluso esos horribles seres llamados sirenas. Tengo claro que la mayoría de nosotros llevábamos
los ojos puestos en las riquezas que pudiéramos obtener en esa empresa. Nada más, ni mucho menos. El oro,
la plata, los diamantes y tantas otras riquezas encontradas, los frutos y animales nuevos estaban ahí,
detrás de esos peligros, al alcance de todos, al beneficio de cada uno de nosotros. Para Martín Tinajero
no. Él estaba seguro de que encontraría el Paraíso Terrenal en las nuevas tierras. Varias veces me lo
dijo. Y a eso vino. Apenas llegados al Nuevo Mundo nos integramos a las huestes de los hermanos Welser. Bajo
el mando de Nikolaus de Federmann. Hicimos la jornada que este conquistador realizó hacia el interior de
las nuevas tierras que se iban conociendo. Por lugares aún desconocidos. Partimos de Coro y alcanzamos la
región de Río Hacha a mediados de 1536. Le aseguro, Su Merced, que las dificultades fueron muchas,
desastrosas. Nos encontramos caminando por enormes y enmarañadas selvas, hediondas ciénagas, desolados
desiertos, cumbres altísimas y borrascosas. Ríos enormes, caudalosos y profundos, donde habitan desde unos
peces llamados yacaré, cuyos cuernos son tan duros que no se pueden herir con cuchillo o flechas. En esos
lugares descubrimos, entre otros animales, culebras ponzoñosas, hormigas bermejas y hasta alacranes,
gusanos y arañas enormes, todas cubiertas de vellos y llenas de veneno, cuyo sólo contacto es sumamente
peligroso. Y donde hasta los numerosos frutos, salvo que uno aprenda a esperar si lo comen o no las aves,
como hacen los pobladores de estas tierras, pueden ser mortales. Y, por si fuera poco todo esto, ¡este
calor siempre sofocante! Se perdió y murió la más gente de sed y de hambre. En medio de tantas penurias,
sólo recuerdo el rostro sonriente de Martín Tinajero, quien, a pesar de hallarse enfermo, nunca se quejó.
Nuestro capitán le había nombrado nuestro cocinero. A veces caminaba en búsqueda de comida mucho más que
cualquiera de nosotros. Para solucionar nuestras necesidades básicas. En una de estas salidas le aquejó la
enfermedad que tenía y murió de ella. Le enterramos en un hoyo que en invierno había hecho el agua. A
vista y muy bien señalado. De modo que, para que a nuestro regreso, fuera avistado y reconocido desde
lejos. Esto sucedió como para septiembre de 1536. Ha de haber sido en la región situada al sur del lago de
Maracaibo. De eso estoy seguro. Nosotros seguimos avanzando, hasta que nuestro capitán Nikolaus Federmann
decidió regresar directamente a Coro y ordenó al grueso de la hueste —los pocos, de tantos, que logramos
sobrevivir— que marchase al mando del capitán Diego de Martínez hacia los llanos de Carora. Al regresar,
cuando nos acercábamos al lugar donde el cuerpo de Martín Tinajero estaba enterrado, comenzamos a sentir
cierto olor muy suave y agradable que ocupaba todo el campo. Como cuando en nuestras tierras se inicia la
primavera, y se desatan los aromas de todas las flores. Pero le aseguro, sin exagerar, era mucho más que
ello. Tanto era el ímpetu del tal aroma, que se percibía a más de cincuenta pasos a la redonda. Admirados
de tanta maravilla, intentamos, pero no pudimos acercarnos a él. Nos lo impedía una colmena completa de
abejas, de esas que crían miel. Nuestros asombrados ojos no podían creerlo: las abejas estaban anidadas en
su corazón, íntegro aún, que parecía latir como si todavía estuviera vivo. Por eso le digo a Vuestra
Merced, fray Pedro de Aguado, por lo que en el cuerpo muerto de nuestro Martín Tinajero se vio, él era un
hombre bienaventurado, un gran siervo de Dios. Claro está que nuestros españoles y su capitán y caudillo
llevaban los ojos en el oro, la plata, los diamantes y tantas riquezas que deseaban tener y, por ello, no
tuvieron en cuenta este caso, ni siquiera vieron lo digno de llevar su cuerpo para darle eclesiástica
sepultura. A mí, al menos, me queda el consuelo de haberle dicho todo lo que sé. Y, sobre todo,
confirmarle lo que le decía al principio de todo esto que usted, al preguntarlo, me permitió que le
dijera, y para que las generaciones futuras sepan de ello: el corazón de Martín Tinajero siempre fue de
miel.