Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 115
4 de octubre de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Dos cuentos
Héctor González Reyes

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Ir de viaje

Sentado con un vecino en el muro del malecón, tomando unos tragos de ron. Vemos cómo un ostentoso crucero va saliendo de la bahía. Nos llega vagamente la melódica y contagiosa entonación: oh La Habana, oh La Habana. Quién no baila y quién no goza caballero en La Habana. Oh La Habana. Comienzo entonces a mover rítmicamente los hombros y canturreo aun instintivamente. Cuando inesperadamente este vecino me dice:

—Óyeme colega, qué ganas tengo de chocar con uno de esos viajecitos que se dan por ahí.

—Ah, sí. Eso no está mal —le contesto sin darle mucho de interés al asunto y continuo canturreando y dándome otro trago de ron.

—Aunque quisiera hacerlo en uno de esos cruceros.

Entonces, lo miro bien en señal de querer-mirarlo-bien y detengo el ritmo de mis hombros.

—¿Cómo que en uno de esos cruceros?

—Sí, colega, ¿tú no te has dado cuenta que esos cruceros entran todas las semanas llenos de gentes y se van otras?

—Aguanta, aguanta un momento, chico, que no estoy copiando bien por donde tú quieres ir. ¿Cómo es eso de un viajecito por ahí?

—¡Ño! ¿Que tú no te has enterado? ¿Tú no sabías que esos cruceros entran todas las semanas? ¿Que vienen repletos de gentes y luego se van con otras?

—Sí, he visto que entran. ¿Y qué?

—Pues bien, la cosa es así. Cuando sabes que tienes unos días de vacaciones acumuladas, reservas con antelación en la agencia de viajes y te vas una temporada.

—¡Pero tú no me lo digas! ¡Qué asombroso! ¡Qué suerte, chico! Entonces, cuando compras el pasaje te das unas riquísimas vacaciones. Así de normal.

—Lógico, pero bueno... no te creas que sólo es el mismo recorrido. Existen varios y puedes elegir.

—Oh, ¿porque hay para escoger?

—Claro, colega, te dan una listica para que la mires. La trayectoria puede ser a dos o tres zonas y hasta cuatro si quieres. En fin, los llamados combinados. La Habana-Matanzas. La Habana-Holguín. La Habana-Santiago de Cuba-Cienfuegos. La Habana-Matanzas-Santiago de Cuba, o La Habana-Matanzas-Holguín-Santiago de Cuba, vaya... generalmente dentro de aguas jurisdiccionales.

—Ven acá, ¿y afuera?

—¡Afuera de dónde!

—De la jurisdicción.

—Ah sí, también hay algunos. La Habana-Cancún. La Habana-República Dominicana y otros lugares. Bastante cerca por cierto, pero cuesta un poquitico más. ¿Sabes?

—Dime una cosa. Y si te vas esa temporadita, ¿cómo es que haces para los víveres? El suministro, entiendes. ¿No me digas que uno tiene que cargar con lo de la libreta de abastecimiento del mes y todo eso?

—No, no, colega, óyeme, no seas ridículo. Allá adentro está todo, no tienes que pensar en nada.

—Ah, chico, como un todo incluido, ¿no?

—Exacto, esa es la cosa. No tienes que preocuparte de nada, sólo ir y servirte. ¡Dicen que meten una jama violenta! Por ejemplo, por la mañana te levantas y te vistes de romántico, vas a ver cómo sale el sol, la brisita del mar y todo ese fenómeno. Después te tiras contra el desayuno.

—¿Y después?

—¡Como lo haces en tu casa! Pero evidentemente, diferente. Tu sabes que la jeba está en lo suyo y tú, con los socios hablando de lo diario, o jugando al dominó en la esquina. Allí es otro giro, colega, otro estilo. Estás con la jeba y con los chamas disfrutando, entreteniéndote y relacionándote elegantonamente. Dando vuelta pá’llá y pá’cá y de repente, al almuerzo. Reposas un poco, luego vuelves a lo mismo y cuando menos te lo esperas, la comida. Y para matarte, una meriendita por la noche.

—¿Y constantemente relajado?

—Constantemente.

—¿Constante, constante?

—Constantemente, colega. A cualquier hora, en cualquier momento, todos los días y a todas las partes a la que tienes acceso. Lo mismo da que estés bailando en la discoteca, o mirando una película en la sala de proyecciones, que jugando un poco, o dándote un trago de ron bueno en el bar. O vacilando en la piscina, cogiendo sol en la terraza envuelto con esos atardeceres luminosos. O con la luz de la luna, entre jebas riquísimas y haciendo el amor... ¡Constantemente!

—¿Y constantemente que tú quieras hacer algo? ¿Cuando tú quieras? ¿No importa nada, nada, n-a-d-a?

—Constantemente.

—Bueno, eso esta bien. ¿Dime otra cosa? ¿Tú no te estarás confundiendo con lo del comandante Pinares? ¡Mira que ya eso se acabo! ¿Qué iniciativa es esa, que nadie se ha enterado todavía, compadre? Eso de decirme ahora, yo me voy a ir de viaje. ¡Así de normal!

—¡Ño! Colega, no me digas que no me crees.

—Es que... ¿tú me entiendes? Me entró bien, pero no está muy claro allá adentro. ¿En dónde tú viste todo eso?

—Donde trabaja mi hermano.

—¿Y dónde trabaja tu hermano ahora, chico?

—En un cuatro estrella.

—¿En un qué?

—Colega, en un hotel.

—¿Y ahí lo viste todo?

—Todo.

—¿Y dónde es ese todo?

—En un televisor del hotel. Ahí hay canales en donde salen los artistas que trabajan en la televisión y en el cine.

—Ah, porque tú no tienes televisor en tu casa.

—Bueno sí, en blanco y negro, pero ya tiene jodido el tubo de pantalla.

—Anjá, ¿y ven acá, cuántas botellas de ron nos hemos tomado ya?

—Una y vamos por la segunda, ¿por qué?

—No, por nada. Era eso mismo. Dale que seguimos con eso de irnos de viaje.

 

El alquiler

Acto I

Jueves, seis y media de la tarde. Irrumpo con excitación y desasosiego en la avenida de Carlos III. Extiendo un brazo en señal de querer hacer autostop, pero con un billete de veinte pesos en la mano para el alquiler de una máquina. Urgente, pues en dos horas y cuarenta y cinco minutos llegaba mi novia.

Empiezan a pasar las máquinas de alquiler. Pasan cuatro. Las cuatro primeras, con un intervalo de quince minutos cada una y con rumbo a Marianao. Veinte minutos después, un quinto carro para el municipio La Lisa. Aparece entonces el metro bus M-2 (Camello). Prendo un cigarro. Absorbo profundo y lo miro con el rabo del ojo. La gente empuja. El conductor no se cansa de gritar "pá’tras, pá’tras, oye, caballero, dije que pá’tras o esto se rompe aquí mismo". Y pienso. Pienso en lo agradable que es la ventaja de alquilar un taxi de verdad. En lo sabroso que es tener un teléfono en la casa y marcar el numerito de la agencia. En lo bien que se siente uno al poder viajar en veinticinco —máximo y sin problemas— minutos, dentro de un climatizado Panataxi, o un Turitaxi, o el Okey-taxi. O incluso, uno de Aero-Gaviota. Además, sin que se estruje la ropa con que vas vestido, que en el menor de los casos es como si la hubieras guardado en una botella, por estar ahí. Apretujado en el estómago del rumiante de dieciséis ruedas. Y sobre todo —sobre todo—, llegar en tiempo y forma, sin correr los riesgos de las múltiples sensaciones del mundo humano. ¡Qué fenómeno! ¡Qué va! ¡Ni hablar! Mejor ni pensar.

Y entonces, en eso de mirar y no querer mirar, logré ver cómo, aminorando la velocidad, un jeep willy —repleto de gentes—, se detenía a unos treinta metros de donde me encontraba. Auto seguido, corrí hasta llegar a la puerta del chofer, a decirle al tipo que iba conduciendo:

—Óyeme, compadre (¡Ño, cómo viene esto!, pensé con desgana), es que... ¿Tú vas para Bolleros?

El chofer clava los ojos en el billete de veinte pesos y me contesta:

—Sí, pero no me cabe ni uno más, mi socio; ese que se bajó ahí es un consorte mío. Y yo ya voy en picada, porque esto no alumbra de noche.

Y vuelvo a decirle:

—Mira, veinte no, cuarenta vaya... hasta el semáforo que indica la entrada del aeropuerto, compadre.

—Ok, tírate arriba de la goma de repuesto. Esa que vez ahí.

Una hora y diez minutos más tarde, dejaba atrás el jeep willy, el semáforo y la caminata de los tres kilómetros, para entrar definitivamente en el Aeropuerto Internacional Número III, pero por supuesto, acompañado de una tropical y sabrosa empapadita de las que se dan de verdad —imprevisto— y que habitualmente llamamos aguacero de mayo.

En fin, tras otros cinco minutos de espera apareció ella. Ella dejando también atrás el din-don de la puerta con la letra C. Toda romántica e impresionada por la sorprendente entrega que fue por su encuentro. Le doy abrazo y un beso largo. Entonces, logré darle el ramito de flores que había comprado por la mañana y así partimos en un taxi de verdad para mi casa.

 

Acto II

Sábado, diez y media de la mañana. Llegamos con excitación y desasosiego a la piquera de las máquinas de alquiler para las playas del este en Zulueta y Apodaca. Extiendo dos billetes de veinte en señal de querer ir a la playa. Urgente, pues queríamos estar cuanto antes en el agua.

Empiezo a contactar a los chóferes. Hablo con cuatro. Los cuatros primeros miran a mi novia, con la difícil, profunda y tremendamente mirada de siempre. ¿Parece o no parece? ¿Me cojen o no me cojen? ¿La monto o no la llevo? Un quinto no atiende al reclamo. ¡Así no podemos seguir! ¡Ni hablar! Mejor no buscarlos.

Por último aparece un gallo valiente, un airoso y osado chofer de alquiler que, anunciando sin más rodeos, enumera su programa:

—¿Qué bolón, chama? Arrímate un poco pá’cá, con la jeba, pá’que no haya intriga y copie bien. ¿Ella habla hispanichhh? ¡Sí! Bueno, atiendan a esto que no se da siempre. Primero, ella es extranjera y esto está difícil cada día, si a cualquiera de estos chóferes lo traban con una yuma encaramada en uno de esos cacharros, explotan mi socio. ¡Ex-plo-tan! Además, la honda expansiva nos coge a todos por igual y adiós alquiler y licencia de conducción. Y multa que tú conoces de dos lucas y media —2.500 pesos— en el mejor de los casos y entrando de frente. Pero bien, eso no me interesa a mí, es más, los voy a llevar por diez faos —dólares. Segundo, yo tengo un buen alquiler, discretico, sano, cerquita del mar, todo a la mano, por sólo veinticinco faos —dólares— diarios. Tercero, si quieren ir a provincia, no hay misterio conmigo. Yo tengo contactos en Viñales, Varadero, Cienfuegos, Trinidad, Holguín, Santiago de Cuba, etcétera, con precios que pueden oscilar entre quince y veinte faos —dólares— diarios, más que modesto ¿no? Ajustamos un viaje de ida y vuelta, más o menos entre cincuenta y doscientos cincuenta faos —dólares— hasta Guantánamo y completa así las vacaciones de la jeba. (Mi novia representa algo así como la musa de los dólares que viene a solucionar el tremebundo problema de carácter socioeconómico de la isla. No obstante, ella es profesora de secundaria básica —lycée—, un trabajo normal y tan natural como otro cualquiera.)

Para mi novia, en aquello había cierto encanto de aventura al estilo de las series de las películas de Fantomas. Yo, claro está, entendí y no quise entender demasiado, pues si lo atrapaba la policía alquilando a una extranjera, que además iba con su novio nacional, la pasaríamos bastante mal. Pues, como es sabido, el alquiler automovilístico por cuenta propia no incluye turismo internacional. Y, por lo que restaba de mí, me tildarían de todo cuanto pudiera ocurrírseles. Pero mirando la situación situacional del asunto en cuestión, le digo bajito al tipo:

—Ven acá, chico, ¿cuánto es que tú te demoras hasta Santa María?

—No se ocupe, que esto está querido.

En fin. Una hora después, ella se tostaba bajo el tropicalísimo sol y yo me quitaba el reloj para comenzar a mirar hacia los cuatro puntos cardinales. ¡Por si las moscas!

 

Acto III

Sábado —pasada una semana—, cuatro de la tarde. Arribamos con excitación y desasosiego a la pequeña ciudad de Viñales. Extiendo la libretica de direcciones en señal de querer alquilar una habitación particular. Urgente, pues queríamos visitar cuanto antes los lugares de interés, dados los contados cuatros días de vacaciones que le restaban a mi novia.

Empiezo a tocar en las puertas de las casas de alquiler. Cuatro casas en las que pregunto. En las cuatro primeras casas de alquiler me miran con una severa, penetrante e incuestionable mirada de hábito, del quien detecta al nacional in fraganti. En una quinta me enseñan el contrato de alquiler, en la que encerrado entre paréntesis se leía bien: sólo para extranjero ó para extranjeros casados con nacionales. Y como es natural, en estos asuntos de tremenda paciencia, nos sentamos en un parque.

Prendo un cigarro. Absorbo profundo y la miro con el rabo del ojo. Ella no lleva reloj y tiene lágrimas en los ojos, por lo tanto, tampoco supe qué hora era. Comienzo a pensar en lo delicioso que es ser... De pronto, aparece una señora, que me dice bajito:

—¿Ven acá, muchacho, por casualidad tú no eres extranjero?

Entonces, continúo en silencio (¡Tú vas a ver que esta vieja me va a decir ahora que es de la seguridad! Pensé de malagana) y contemplándola, más bien perplejo, porque una pregunta así no se hacía todos los días. Y le contesté normal:

—Sí, abuela, por suerte. Ya que la vida me ha dado tanto. ¿Qué usted cree?

Ella empieza a buscar en los bolsillos pantalón y saca una tarjetica. Observa hacia los cuatro puntos cardinales —¡por si las moscas!— y con aire de agente secreto me la pasa disimuladamente, mientras, de igual manera que había empezado, vuelve a decirme:

—Te espero con tu novia en esa dirección.

En fin, dejamos atrás el parque. Caminamos hasta la dirección que estaba indicada en la tarjetica. Entramos en la casa. Y ahí. Bueno, la abuelita nos explica variantes y tácticas, la discreción a seguir y actitudes a tomar por si era interceptada en un alquiler donde había de hecho un concubinato entre una extranjera y un muchacho de procedencia nacional. Y sin más dije:

—¡Ño! ¡Qué fenómeno! ¡Qué va! Mejor ni hablar.

 

Nota final

Dicen algunos estudiosos, especializados en alquilerología, por ejemplo, que lo que ha devenido en surgir hoy en día, aquí, no es una cuestión de idiosincrasia, herencia, ni mucho menos de tradición cultural, sino la mutación constante que sucede en ciertos estados a punto de desaparecer.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 18 de octubre de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes