Mamá dejó de creerme el día que cumplí ocho años, mucho antes de que pasara lo de la señorita
Eloísa. Caminábamos por la calle para ir a comprar un pastel de chocolate cuando lo vi. No mires atrás
—le dije—. Un hombrecito verde nos está siguiendo y si volteas lo vas a asustar. Y ¿qué está
haciendo el hombrecito? —preguntó mi mamá, sonriendo pacientemente. Se cruzó la calle y lo apachurró
un autobús —contesté después de mirar de reojo y, ahí mismo, sin poder evitarlo, empecé a dar de
gritos, impresionado por esa mancha verde y pegajosa que se extendía sobre el pavimento. Grité y pataleé
tanto que la gente que pasaba se nos quedó mirando. Mi mamá dejó de sonreír y supe que, de ese día en
adelante, nunca más me creería.
Cuando le platiqué a mi prima Renata lo que había ocurrido, me escuchó con ojos muy serios pero yo me
di cuenta de que se estaba aguantando la risa. Se sentía muy grande porque ya iba a la secundaria pero era
buena conmigo, me tenía paciencia. La profesora Aurelia, en cambio, me regañaba todo el tiempo porque una
cosa es tener imaginación y otra es ser mentiroso.
Muchas veces tuve que quedarme castigado escribiendo "Debo respetar a mi maestra" o "Debo
hablar correctamente" y todas esas cosas que debían hacer los niños de mi edad. Así, con letra
manuscrita como nos habían enseñado en el segundo año de primaria. Hasta que me expulsaron de la escuela.
El director se había enojado mucho porque yo le había pegado a Felipe tan fuerte que hubo que llevarlo al
hospital. Les expliqué que Felipe no era Felipe cuando le pegué con mi espada mágica, sino un monstruo
con ojos rabiosos que quería matarme.
Ese día, mamá se preocupó de verdad y me llevó con un doctor que me recetó pastillas para los
nervios. Pero eso no sirvió para que desapareciera el lagarto abajo de mi cama que me vigilaba
relamiéndose el largo hocico, esperando que me dieran ganas de ir al baño en la noche. Tampoco sirvió
para que dejara de tener pesadillas. Me daba tanto miedo que seguido me pasaba a la cama de mamá. Lo peor
era que muchas veces, al despertar, las criaturas feroces de mis sueños seguían ahí, me perseguían por
la casa gruñendo, babeando y arañando las paredes con sus garras afiladas. Había días en que me dejaban
tranquilo pero yo sabía que me espiaban porque oía ruidos extraños. Mamá no oía nada, pero yo sí, no
sólo en la oscuridad, sino a la luz del sol, en cada habitación de la casa, en la calle, en todas partes.
Lo que me ponía más triste era no tener amigos. Los niños no querían venir a casa y tampoco me
invitaban a la suya. Decían que yo era raro, pero yo creo que me tenían miedo porque cuando hablo hago
ruidos raros y digo cosas feas. ¡Qué aburrido era jugar solo! Fue cuando decidí leer todos los libros que
había en mi recámara y muchos más que mi mamá sacaba de la biblioteca para mí.
No sé cuántos libros he leído en mi vida porque habría que contar también los que hay en este lugar.
Bueno, leído es mucho decir, pues en realidad solamente miro las imágenes. Soy un poco lento para algunas
cosas. Es lo que todos decían pero mamá decía que no hay que escuchar a la gente. Hay personas que no
entienden y otras sí, como la señorita Eloísa.
La primera vez que la señorita Eloísa vino a la casa yo estaba echado en el suelo de mi cuarto armando
un móvil con animales de madera. Recuerdo que mamá entró con ella, me la presentó y dijo: Esta persona
va a venir todas las semanas para jugar y platicar contigo. Puedes contarle lo que quieras, está aquí para
ayudarte. La señorita Eloísa usaba unos aretes de perlas blancas y tenía los ojos muy redondos y
amarillos como los búhos. Me gustaba hablar con ella porque escuchaba con atención cada palabra que yo
decía y, después de platicar, hacíamos móviles con figuras de madera pintadas de colores. Cada vez que
me visitaba me regalaba libros con imágenes muy bonitas que mirábamos sentados uno al lado del otro. Si me
portaba bien, me llevaba al parque y me compraba un helado o un algodón de azúcar.
Todavía me gusta mirar las imágenes en los libros, aunque la señorita Eloísa ya no puede verlas
conmigo. Creo que es mi culpa porque ella no quería subir a la azotea. Los eclipses son peligrosos. Tal vez
tenía razón, pero, ¿cómo iba yo a saber que le saldrían plumas? Me gusta observar los móviles que
hicimos juntos, como ese que cuelga ahora del techo con aviones y estrellas. Puedo quedarme horas mirando
las figuritas, sobre todo cuando me atan a la cama porque así me quedo quieto, quieto. Antes era distinto,
en casa me daba por aventar los juguetes del estante y gritar palabrotas. Mamá se asustaba mucho y trataba
de sujetarme pero yo era demasiado grande y fuerte para ella, que era tan pequeña y delicada...