Caminaba solo bajo la lluvia, caminaba y gemía; gemía, no lloraba, a cada tanto su corazón contraído
lo obligaba a detenerse. No pensaba en la miseria. Se sentía demasiado poderoso para pensar en la miseria.
Sabía que se había superado a sí mismo, y había pasado la prueba, la prueba de su conciencia de que era
un hombre superior, a sus falencias, y superior a sus torturadores. Había operado y con éxito. Éxito
técnico, con reconocimiento propio y ajeno. Reconocimiento propio, sin la más mínima y pestilente y
odiosa conmiseración. Cada paciente, para él, era un poema borroso. Para él que le hubiese gustado ser un
poeta y no un cirujano eficiente. Para él que amaba las palabras y adoraba las enciclopedias.
Había hecho un buen trabajo en condiciones apremiantes, desastrosas e incómodas: le había salvado la
vida a uno de los tipos que más lo había hecho sufrir, no sólo a él sino a otros seres con los que
había logrado ese grado de humanidad conocido como: amistad.
B estudió, recordó y estudió con pasión, pasión y distanciamiento, esos dos componentes de su
quehacer, y caviló muchos años sobre las causas de la crueldad. Se agotó, la insatisfacción lo
convirtió en un infeliz, en un individuo que persistía en la infelicidad, en la consciente infelicidad,
hasta que conoció a Karen D. Fue su terapeuta, su amiga, su confidente, y finalmente:
su amante. Ella lo hacía olvidar. Llegó a pensar que ella era la felicidad. Con ella pasaba horas
desentrañando significados. Acumulaba sus sorpresas, para sorprenderla a ella, para compartir con ella sus
descubrimientos.
B había operado muchas veces, y siempre con cierta emoción. En algunos casos con demasiado compromiso.
Esa sensación que se había decantado y había quedado sólo como compromiso.
Sus profesores, en su tiempo, la habían definido como Compromiso Social.
Los tiempos y las traiciones de los hombres que manejan los tiempos, los tiempos y las sugerencias infames
del Lenguaje, la habían reducido a compromiso,
a secas; y lo que era peor, a: la cuestión
del compromiso.
Recordando momentos de la operación, contra el tiempo, contra la falta de recursos, recordó un
pensamiento fugaz: hubiese preferido que el paciente, ese infeliz que lo había torturado años atrás y que
él había visto cómo le hacía daño a personas que él quería, se estuviese ahogando y su obligación
fuese salvarlo, hubiese preferido eso; pero él era cirujano, y siempre con la amenaza presente de la
Muerte. B sabía eso, lo sabía muy bien: debía arrebatárselo a la Muerte, que minuto a minuto, segundo a
segundo, se lo llevaba suave, notoriamente, hacia el Otro Lado.
—Se nos va —dijo uno.
—Sí, parece que se nos va —confirmó otro.
Y él ahí: haciendo lo que tenía que hacer.
—Pinzas —pidió—. Curvas —agregó—. Sudor en la frente —dijo sin pensar. Una enfermera le
tocó suavemente la frente. No tenía sudor, pero igual le había limpiado la frente, con dos toques
precisos.
B percibió el terror del tipo ahí, ya con el narcótico inyectado, cuando lo reconoció. El tipo ahí,
ya afeitado y listo, técnicamente no era más que eso: un nombre, un paciente. Y técnicamente su quehacer
no era más que una emergencia, y una estúpida suma de circunstancias. El accidente del tipo, las dos balas
en la espalda, el único sobreviviente de un asalto a mano armada, ocasionalmente reprimido por la Policía,
y él, a esa hora, el único cirujano de turno en la Posta Central de Santiago.
B odiaba su propia soberbia, pero no podía vivir sin ella. Durante la operación recordó que estaban
agachados, en cuclillas, en el túnel de entrada del Velódromo del Estadio Nacional de Chile. Eran diez, y
el conscripto que los cuidaba los había hecho ponerse la manta sobre la cabeza, la manta que les habían
entregado después de la visita del cardenal Raúl Silva Henríquez, de manera que sólo veía los zapatos
de los que estaban a su izquierda y a su derecha; sabía que era el tercero; los dos primeros, a su derecha,
tenían nombres con A, Arancibia y Aranda, después venía él, su nombre comenzaba con B, el cuarto y el
quinto también, Bustos, Berríos, el sexto era Estrada, no había nombres con C o con D; el último era
Pincheira; ése le resultaba fácil recordarlo, por Pincheira, el amigo de su padre, el que se había casado
con una gitana, una gitana que no había dejado de ser gitana; y Pincheira se tuvo que acostumbrar a
dormir en el suelo, en cojines, y en una carpa como con quince gitanos.
Mientras esperaban, memorizaba: Arancibia, Aranda, yo, Bustos, Berríos, Estrada... y Pincheira.
De los otros no se acordaba. Había uno que lloraba; pero cómo saberlo; arriesgarse a que el conscripto le
pegase un culatazo en la cabeza por sacarse la manta, no valía la pena. El que lloraba, gimoteaba, pero no
decía nada.
—Cállate conchetumaire —le había gritado el conscripto—. Y aguanta como hombre.
El que lloraba siguió llorando y rezongó algo.
—Cállate maricón culiao.
¿No queriai
matar sordao?
¡Aguanta ahora culiao!
Allá aentro te-an-
hacer cagar.
—¡Ya se cagó mi soldao!
—dijo el que estaba después de Estrada. Algunos se rieron.
—¡Cállate güeón!
—ordenó el conscripto—. ¡Al que aule
ahora lo mato!
Silencio.
Al poco rato se llevaron a Arancibia y a Aranda.
—Los dos primeros. Déme los dos primeros. ¡Guardia, déme los dos primeros! —ordenó una voz. Se
los llevaron. El que lloraba comenzó a gimotear de nuevo. B tomó el primer puesto. Desde esa posición
veía la entrada al Caracol II, así habían denominado, oficialmente, con sarcasmo y crueldad, los Baños
del Velódromo: Caracol I
y Caracol II,
por la forma de las bajadas a las letrinas. Y desde esa posición vio perfectamente al oficial de la Fuerza
Aérea que los venía a buscar. Los interrogadores de la Fuerza Aérea se habían caracterizado por su
crueldad; su falta de información y el manejo de información falsa, generada por el movimiento derechista Patria
y Libertad,
liderado por Pablo Rodríguez, y por la cercanía que tenía el comandante en jefe de la Fuerza Aérea,
Gustavo Leigh, con el asexuado líder de un movimiento católico, ultra conservador, integrista: los
interrogadores de la Fuerza Aérea resultaron ineficaces y se dedicaron al crimen burdo, a la tortura
despiadada: sólo guiados por el odio.
Caminando bajo la lluvia, volvió a recordar esas infamias, recordó su dolor, y recordó que, a pesar de
todo, en algún momento, había sido feliz. Ahora no sabía si era feliz o estaba simplemente satisfecho.
Pensó en Karen D que lo había soportado tantos años, pensó en el amor y en la pasión, pensó en sus
amigos muertos, muertos y desaparecidos; no sabía cómo serían ahora esos hombres que habían muerto a su
lado, que los habían tirado al mar, que los habían hecho desaparecer. A ellos les dedicó ese momento.
Pensó que ellos aprobarían que llorara bajo la lluvia y que le aprobarían que le hubiese salvado la vida
al Rubio,
al más joven y al más cruel de los torturadores de la Fuerza Aérea. Pensó en Arancibia, que no entendía
los razonamientos de Bustos respecto de la gratuidad que debía haber en algunos actos del ser humano.
Pensó en Aranda que sólo sostenía que primero debían salir con vida; pensó en ese pragmatismo de
mecánico tornero. Recordó que él, que había leído con atención ecléctica los textos políticos de
entonces, y que había pensado que estaba entre ignorantes, y recordó que eso lo había deprimido. Recordó
que había pensado que estaba entre ignorantes llenos de pasión cristiana, sin ser cristianos. Recordó que
Aranda era comunista y católico y que Estrada había dicho que no tenía miedo de morir. Estrada que había
muerto a su lado gritando vivas a Salvador Allende. Recordó que inmediatamente había pensado: ¡Estúpido!
Pero no había tenido oportunidad de decírselo; y que después, en algunos momentos había recordado que
Estrada había dicho que pasar al Otro Lado
así, así, conscientemente, de manera soberbia, sería como le gustaría morir. Morir así y no morir por
sorpresa. B recordó que se había sorprendido; para él la mejor muerte era la muerte ignorada,
durante el sueño, y, sin agonía, por supuesto.
—La sed que me ahoga es la sed de saber —le había dicho a Estrada—. Soy médico —le había
agregado con arrogancia—. Bueno, voy a ser médico. Voy a ser médico, me cueste lo que me cueste.
Estrada le había pedido consejos para pasar al Otro Lado de la forma más cómoda posible, sin
renunciar, sin desdecirme.
Eso le preocupaba a Estrada: desdecirse. Desdecirse,
había pensado B, corregir un punto de vista.
Desdecirse a B no le producía desagrado.
—Bueno —le había dicho a Estrada—. Hay una anestesia del dolor que, se dice, la practican los
orientales, que supera o neutraliza los centros mismos del dolor.
—Fenómeno —le había dicho Estrada—. ¿Y qué hay que hacer?
—No lo sé.
—¡Estúpido!
—le había susurrado Estrada.
B seguía caminando y recordando; había dejado de llover, y él había comenzado a llorar. Pensando en
Estrada le dieron ganas de fumar. Trata de fumar menos, un poco menos,
le pedía con cariño Karen D. Estrada, por el contrario, lo había recriminado:
—Una sola chupada
de este güeón...
y lo recalienta. El tabaco así se humedece, se recalienta y se humedece, y así no se puede seguir fumando,
momio estúpido.
Estrada le decía momio.
Estrada sostenía que no se podía ser imparcial, apolítico; y los que no eran de izquierda, los que no
estaban con el presidente Allende: eran momios. Momios porque se habían quedado anquilosados en el Pasado;
en el pasado miserable y vil de la despreciable sociedad chilena. B no tenía militancia política, por eso
había hecho lo que había hecho, por eso lo habían detenido: había salido a comprar cigarrillos después
del Toque de Queda.
—¡Estúpido! —le habían dicho repetidas veces los tipos con los que tuvo que compartir sus
miserias.
—No me lo repitan —les pedía por favor.
Finalmente terminaron aceptando que todos eran un poco estúpidos.
—¡Estúpido! —había alcanzado a farfullar el más cruel de los torturadores de la Fuerza Aérea
cuando lo reconoció, poco antes de sentir los efectos de la anestesia.
El resto, para B, no tuvo ninguna importancia. Los comentarios que trajeron al pabellón de que el
paciente era el segundo hombre de una banda de traficantes, que después de un asalto que había servido
para un ajuste de cuentas, en la huida, el tipo había resbalado en una cáscara de plátano, lo que le
había permitido a la Policía abatirlo, a B ni siquiera le llamaron la atención.
—¡Estúpido! —había comentado uno de sus ayudantes mientras lo preparaban.
—No lo repita, por favor —le había pedido B y habían comenzado como de costumbre.
Caminando y llorando bajo la lluvia, y con ganas de fumar, B se dio cuenta de que en ningún momento,
durante la operación, había pensado en ajustar cuentas con el más cruel de los torturadores de la Fuerza
Aérea, y eso lo hizo sentirse muy bien. Sintió deseos de contárselo a Karen D. Sorprenderla y decirle que
no estaba lleno de odio; y que no olvidaba. Se podía vivir sin odio y sin olvidar.