Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 116
18 de octubre de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Muñecos de nieve
Alejandra Pinal

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I

La campiña se mostraba teñida por completo de blanco, y las altas copas de los árboles aparecían revestidas de escarcha. Había llegado el invierno, y con él, las gélidas temperaturas y las violentas ventiscas del norte que azotaban el valle.

Como cada año, la estepa se admiraba desolada y los campos llanos adquirieron, como por arte de magia, la incierta tonalidad sombría que se confundía con el grisáceo horizonte y el umbroso cielo. Las aves se recogían yertas buscando abrigo entre los encrespados ramajes pintados de amarillo.

Y la enorme y vieja casona, como todos los inviernos, era la única que se veía en varias millas a la redonda. Era una recia y amplia construcción hecha de adobe puro con argamasa, que se alzaba como una extraña fortaleza en medio de las frías soledades del páramo. Y más allá, mucho más al fondo, se levantaban las barracas.

Aquella mañana, Nikolai salió del galpón muy temprano. El aliento le hedía a aguardiente y una extraña agitación le recorría el cuerpo. El viento helado le golpeó el rostro y le agitó el viejo gorro de piel. Sacudió los brazos e intentó esconder la cabeza entre los desgastados pliegues del gabán de piel de oso.

Caminó lentamente por los restos de nieve y barro y se dirigió al cobertizo de junto. Sacó los caballos y se puso a trotar con ellos en círculos. Los belfos de los equinos se estremecían, bufando y lanzando vahos por los hocicos. Poco después, sacó el trineo. Enganchó los caballos y acercó la troika al corredor de la casa.

Se acomodó el gorro y se sentó a esperar, acurrucado bajo el porche. El joven se frotaba las manos constantemente.

Al poco tiempo se abrió la puerta y aparecieron dos mujeres. La primera era la patrona, la señora Svetlana, una dama entrada en años, algo canosa y muy bien vestida. Sus rasgos conservaban el perfil aristocrático que poco a poco se iba desvaneciendo en su semblante.

La otra era Annushka, la ayudante de la patrona. Annushka era huérfana, y la señora la había adoptado desde que era una niña. La linda jovenzuela se había criado, por casuística del destino, entre almohadones de oropel y los lujos y las reglas de los terratenientes adinerados.

Caminaron ambas hacia el trineo y Annushka se inclinó tras la señora para recogerle el faldón. Nikolai se aprestó solícito a ayudar a subir a la dama. Pero sus ojos enfocaban con el rabillo los movimientos de Annushka, quien con una graciosa sonrisa en el rostro, se trepó ágilmente al carruaje.

La señora fueteó a los animales y éstos comenzaron a arrastrar el trineo por los acuosos y sucios surcos de nieve revuelta con estiércol. Nikolai siguió con la mirada a la pareja hasta que ésta se perdió en la lejanía. Siempre había evocado la imagen de Annushka como si fuera una diosa; la diosa más amada de sus más oscuros sueños.

Por la tarde se escuchó el bullicio de gritos y jadeos procedentes de la estepa. Saliendo del galpón donde se hallaba trillando el heno, Nikolai se asomó curioso. Vio cuando el par de troikas se estacionaron junto al acceso de la casona. Podía escuchar a lo lejos las alegres y despreocupadas risitas de Annushka, que siempre le endulzaban el oído. Pero esta vez, las cosas no serían así. Lanzó furioso el trillador hacia dentro y se fue a esconder tras uno de los muros de la casa.

Sus zapatos se hundían al avanzar entre la nieve semi derretida. Observó con cuidado los carruajes apostados y a sus ocupantes. Y allí estaba él, con su reluciente uniforme militar, dándole la mano a Annushka para ayudarla a bajar. Nikolai sintió el fuego de los celos taladrándole el pecho.

Pero a la hermosa Annushka le brillaban los ojos de un modo extraño. Sin soltar la mano de la chica, el joven se ocupaba ahora de ayudar a la patrona. Después, el trío traspuso el umbral, entre charlas y parrafadas.

 

II

Por la tarde, el viento cobró fuerza y azotó con violencia la soledad de la estepa. Pero a Nikolai poco le importaba el clima. El recuerdo de Annushka le atormentaba; aunque ahora existía otra angustia: la llegada del caballero Andrei, el hijo de la patrona. Sabía que había venido a pasar el invierno con su madre en la casa señorial, y que sus oportunidades menguarían con su indeseada presencia.

Caminó por largo tiempo con los pies hundidos entre la nieve, pensando en las atenciones que la linda Annushka, como cada invierno, solía conceder al joven Andrei.

Sus pasos se habían vuelto más forzosos, y ahora casi corría entre el algodonoso y blando suelo. Los copos de nieve le golpeaban el rostro y las frías humedades corrían junto a él, mecidas por el viento.

Atravesó varias colinas de la gran estepa bajo el grisáceo perfil de la tarde, hasta que alcanzó la aldehuela. Caminó entre las isbas volteando a ver hacia todos lados. Se detuvo de pronto frente a una choza ruinosa pintada de negro, y se llegó a la ventana. A un lado del muro dormitaban varias gallinas, entre el hediondo estiércol de los caballos.

Nikolai tocó con fuerza la ventana y esperó. Una mujer de rostro arrugado y ojos somnolientos apareció, mirándole con desconfianza.

—Ah, eres tú —le dijo—. ¿Tienes el dinero?

Nikolai asintió.

La vieja extendió el brazo hacia fuera y el joven le entregó el dinero. Las kopeikas tintinearon en la rugosa mano, y luego de mirar las monedas, volvió a meterla cerrando el portillo. Instantes después reapareció, con fingida sonrisa. Le alargó dos frascos al joven, espetándole:

—Seguid mis recomendaciones, y cuidado con lo que haces.

Nikolai la ignoró.

Es esos momentos sólo tuvo voluntad para sentarse entre la nieve a observar con cuidado las redomas. Guardó el frasco más pequeño entre sus ropas, y con el pomo mayor entre las manos, salió corriendo como un loco dando salto tras salto sobre el albo manto del camino.

Esta vez, el joven no se dirigió a la casa principal, sino que tomó un rumbo distinto. Después de trasponer una alta y lejana colina nevada, se deslizó como si fuera un trineo sobre la helada capa blancuzca. Cuando alcanzó el fondo de la ladera, se estiró con voluptuosidad sobre el frío suelo saturado de escarcha. Abrió la botella y se la empinó. Se quedó quieto y esperó.

Minutos después sintió los primeros vapores que se le subían a la cabeza. Volvió a beber en tragos largos hasta que se acabó la botella. Poco después, las carcajadas del jovenzuelo eran estridentes alaridos que rompían la densa soledad de la campiña, en tanto las columnas de baba le escurrían por las comisuras.

La embrujante figura de Annushka, en vez de borrársele de la mente, aparecía con más fuerza que nunca. Pero por lo menos, el efecto que le provocaba la embriaguez le hacía sentirse más fuerte y más animoso.

En aquellos momentos, el joven ya no se veía a sí mismo como el mozo obligado a servir a los amos para obtener el sustento, sino como a un hombre decidido, libre y con futuro.

Los sueños forjados durante tantas noches se hacían plausibles cuando, tendido como animal sobre la cruda superficie, los transformaba virtualmente en realidad, entre risotadas y volteretas corporales.

Y en esa ocasión soñó mucho.

Soñó más de la cuenta.

 

III

Ya las aves habían emigrado rumbo a sitios menos gélidos, y por ello las tardes, aquellas tardes en que solían escucharse los persistentes y mezclados trinos de los pájaros, no volverían a ser iguales hasta la siguiente primavera.

Ahora era tiempo de nevadas. Y las nevadas, feroces y profusas, se sucedían sin cesar. Pero a Nikolai el clima no hacía otra cosa que enardecerlo más.

Atravesó el largo patio con dificultad y allí la vio, parada con sus lindas vestiduras rojas y el blanco mandil de orlas, sosteniendo la tartera entre las manos. El mozo fijó sus ojos en los senos, que subían y bajaban al supino ritmo de su respiración.

La jauría se abalanzó hambrienta hacia la comida que la chica derramaba sobre la nieve del patio.

Nikolai admiró como nunca la hermosa estampa de Annushka, mientras ésta terminaba de limpiar la marmita con la cuchara. Era terriblemente bella. Tan bella, que no podía sacársela de la mente.

Pero sus abstracciones fueron interrumpidas repentinamente. La figura del joven Andrei apareció, límpida y risueña, caminando sobre la nieve endurecida. Annushka volteó a verlo con una amplia sonrisa reflejada en el rostro. El joven se acercó y la agarró de los brazos.

Ella dejó caer la cacerola al suelo para poder abrazarlo con efusión, mientras se ponía de puntitas para alcanzarle los labios. A Nikolai le brillaron las pupilas. El odio se reflejó en sus ojos, pero bajó la vista para ocultarlo.

La coqueta Annushka se volvió para mirarlo. Pero Nikolai sólo la veía de reojo. Luego, el mozo se alejó caminando rápidamente rumbo al galpón.

Annushka y Andrei se abrazaron y se besaron con despreocupación. Los muslos de la jovenzuela se movieron para ir a rozar las largas y delgadas piernas del hijo de la dueña. Éste, sintiendo las voluptuosas carnes junto a sí, la palpó y la apretó contra su cuerpo, le deslizó las manos por la espalda y las fue bajando poco a poco sobre la tela.

Antes de ingresar en la barraca, Nikolai alcanzó a distinguir cuando la pareja entró en la casa principal, cerrando la puerta tras ellos.

Los perros ya habían dado cuenta de las sobras, y ahora rondaban inquietos entre las piernas de Nikolai, husmeando alguna cosa. El mozo se les quedó mirando fijamente. Una oleada de deseo le traspasaba las carnes y los sentidos.

Fijó los ojos en Coronela, la galga mayor, que seguía metida entre sus piernas. La hembra lameteaba sus desgastadas ropas con enjundia. El pelo del lomo del animal era brillante y sedoso.

Nikolai miró hacia todas partes. Luego, tomándola del collar, la metió en el galpón. Después, cerró la puerta.

Afuera, sólo se escuchaban las resonancias del viento rasgando los vértices de las galeras.

Pero adentro, los jadeos de hombre y animal se hicieron poco a poco más intensos.

 

IV

Con el paso de las semanas, Nikolai iba sintiéndose cada vez más desalentado. Amanecía de mal humor, todo le molestaba, y un brillo extraño le inundaba los ojos.

Metió las manos en el bolsillo y acarició las kopeikas que había guardado con tanto cuidado en aquellos últimos días. Decidido, se encaminó con premura hacia las altas y nevadas colinas.

Cuando llegó a la aldea se detuvo frente a la ventana pintada de negro. A poco, corría por la campiña con la botella en la mano. Blancos restos de escarcha le salpicaban el cuerpo, pero al joven no le interesaba.

Cuando alcanzó la cima se dejó ir hacia abajo, con el cuerpo abandonado al impulso de la gravedad. Pronto chocó con la base de la ladera. Allí se revolcó por varios minutos, riendo como un perturbado. Luego se enderezó, quitó la tapa y se empinó el gollete. Algo ardiente lo abrasó por dentro, y las agradables sensaciones comenzaron a aparecer.

De nueva cuenta se arrastró por la nevada estepa, completamente ebrio, sin tener conciencia del tiempo.

Cuando se despertó, el débil brillo de las estrellas fulguraba en el pálido capote del cielo invernal. Se levantó vacilante y avanzó entre tambaleos, con las viejas botas hundidas en la nieve. Sacudió la cabeza y caminó con torpeza. Poco después distinguía a lo lejos las luces de la aldea.

Alcanzó la taberna, que no era otra cosa que una vieja isba con techo de adobe sobrepuesto. El pequeño salón se hallaba casi vacío, salvo por dos o tres campesinos sentados en las mesas.

Un muchachillo bastante joven estaba parado detrás del mostrador, sirviendo de una botella. Nikolai se acercó a él y le preguntó:

—¿Dónde está Ivan Ivanovich?

—Está ocupado.

—Anda tú... dile que Nilokai le busca.

El imberbe jovenzuelo movió la cabeza y terminó de servir la bebida. Llevó el vaso a una de las mesas y regresó, desapareciendo por la trastienda.

Minutos después un hombre se asomó por la puerta lateral. Era un tipo barbudo, de unos cuarenta años, de pobladas cejas y gran bigote de sable turco. Al ver a Nikolai se le iluminaron los ojos y enseguida le hizo señas.

El mozo salió de la taberna y le dio la vuelta a la isba. Se deslizó por la parte trasera hacia una puertecilla que daba a un diminuto zaguán cerrado. Dentro de él estaba Iván Ivanovich, esperándolo con una sonrisa.

Intercambiaron palabras en voz baja por algunos momentos y después, el tabernero le entregó varias monedas. Nikolai se las guardó entre sus ropas y, casi en seguida, comenzó a desvestirse.

Del otro lado, Iván Ivanovich se relamía los labios mientras admiraba con lascivia el cuerpo desnudo del mozo.

Era ya de madrugada cuando Nikolai abandonó el viejo zaguán, llevando impregnado en todo el cuerpo el salvaje y penetrante olor a piel sudada; y en la boca, el extraño y amargo sabor acre que le corroía la lengua.

 

V

Las fiestas anuales se celebraban por esas fechas, y los aldeanos se entregaban con pasión al disfrute de sus añejas tradiciones. Nikolai, parado en el centro de la plaza, observaba con desidia a los grupos que se movían buscando distracciones.

A lo lejos se oían los gopaks y tropaks, sincronizados con los sordos ruidos producidos por el golpeteo de los herrajes de las botas de los bailadores, que se movían vertiginosamente al violento ritmo de los cosachok.

A Nikolai, no obstante su juventud, le calaba el corazón un nostálgico sentimiento de desazón. Lo había percibido desde la llegada del hijo de la patrona. Y no podía borrar con nada el feroz recuerdo de la vivaz figura de Annushka, besándose con el joven Andrei, teniendo como fondo el blanco marco del nevoso patio.

Se salió de la turba y se fue a caminar sin rumbo fijo, entre las oscuras callejuelas de la aldea. Al pasar por un grupo de isbas que daban a una oscura cañada, oyó el bisbiseo procedente de un ala de la ladera. Nikolai se detuvo y miró hacia allá.

Cuando distinguió bien la figura, vio que una mujer, sentada sobre un tronco, le convidaba de una botella. El mozo, atraído por las posibilidades de emborracharse aquella noche, se acercó, la tomó y se la empinó. La joven le miraba con ojos alelados.

Luego de atragantarse con varios sorbos, Nikolai por fin se la devolvió. La mujer se llevó la punta a la boca y bebió un largo trago. Luego, lo miró con fijeza.

El joven tuvo la sensación de que se trataba de una de esas chicas enfermas, que no pueden razonar con normalidad. Al ver bien sus facciones, creyó advertir en el rostro oscurecido los característicos rasgos del down. Pero no estaba tan seguro.

Por unos momentos quiso alejarse, pero la mujer lo tomó del brazo y lo jaló con fuerza hacia ella. Nikolai se sintió de pronto atraído con inusitada energía hacia la densidad de la hondonada. Allí, la mujer buscó desesperadamente sus labios y su bragueta.

El beso fue largo y profundo y Nikolai, cogido por sorpresa, se dejó llevar por las sensaciones de una mano que le bajaba el pantalón con provocativa codicia. El efecto del aguardiente hizo su parte, y el mozo no pudo sustraerse a los terribles impulsos de sus instintos.

Minutos después, los jadeos salvajes llenaban claramente el espacio mientras varios brazos y piernas se movían violentamente, pujando y gimiendo con locura.

Cuando Nikolai abandonó la ladera, tenía el cabello alborotado. Una sonrisa de satisfacción, empero, flotaba en su rostro juvenil.

 

 

El trineo se deslizaba lentamente por la nieve, tirado por tres caballos.

En el pescante, Nikolai iba recordando la grácil silueta de Annushka, al tiempo que se tocaba el centro de los muslos. Pero para su desgracia, y como si de una aparición fantasmagórica se tratase, se hizo también presente la juvenil figura de Andrei acariciándole el cuerpo a la chica sobre el vestido.

Una mueca de disgusto se dibujó en los labios del mozo y maldijo en voz baja a su pretendido rival.

Detuvo la troika a un lado del camino y anudó las riendas. Caminó entre la nieve hacia unos árboles cercanos, junto a los cuales serpenteaba otro sendero semioculto por los copos. Un sol parcialmente apagado intentaba brillar a través de la grisácea capa de nubes del mediodía. Nikolai recostó las espaldas en el grueso tronco y trató de borrar las prohibitivas imágenes de su mente.

Durante un par de minutos mantuvo los ojos cerrados, suspirando y maldiciendo entre susurros. Pero después, se abrió la bragueta y se puso a mear. El chorro caliente fue a golpear contra la corteza de nieve, formando pronto una oquedad.

Se estiró con inquietud, sintiendo que la sangre le fluía con violencia. Los jaloneos de sus dedos se volvieron más estrepitosos. Se volvió a apretar con fuerza, cual amasijo, y aspiró la frialdad del ambiente varias veces.

Estaba casi a punto de estallar, cuando la descubrió.

La figura se agrandaba poco a poco en lontananza, avanzando con lentitud por la campiña. Pronto, Nikolai advirtió los primeros detalles. Venía cubierta con un abrigo de piel de oso que le llegaba a la rodilla. En una mano sostenía una cubeta que debía estar demasiado pesada y que la hacía inclinar el cuerpo y caminar de lado, dificultosamente.

Nikolai se arregló con apuramientos y aguardó. Cuando la figura estuvo muy cerca, quiso observarle bien el rostro, pero no la reconoció. La fugaz y atrevida idea que había tenido hacía pocos minutos, fue tomando forma.

Dejó el árbol y se dirigió al caminillo, con el fin de abordarla. Atravesándose en el camino, le preguntó:

—¿Vas muy lejos de aquí?

La joven le miró y le dijo:

—Tengo que llegar hasta la aldea de Kolotovka, pero esto pesa mucho.

Nikolai la observó con detenimiento mientras sentía que todo se le volvía gris a causa del morbo que sentía.

—No cargarás más —le dijo—. Anda, sube a la troika.

La joven lo miró dubitativa.

Pero Nikolai la convenció con una sonrisa.

 

VI

El mozo cogió el cubo y lo acomodó en el trineo. Luego, le hizo un espacio a su lado.

—¿De qué familia eres?

—De los Lázarev de Kolotovka.

—¿Y a qué has venido acá?

—He venido con mi madre para buscar trabajo. Nos hemos quedado unos días y ahora, mientras ella se empeña en una casa, yo le llevo estas cosas a la abuela.

Nikolai la miró con interés.

—¿Y tu padre?

—Murió.

El mozo no dejaba de tocarse, aunque con disimulo.

—¿Sabe tu abuela que llegarás?

—No, no lo sabe.

El instinto salvaje que anidaba en su corazón empezó a manifestarse poco a poco en su mirada.

—¿Y qué edad tienes?

—Diecinueve para los veinte.

—Pero si tú pareces de menos edad.

—Eso dice mamá, pero yo no le creo.

—Pues créeselo, porque ella no miente.

La joven afirmó con la cabeza, sonriendo.

La troika marchó al paso, bajo el persistente bufido de los animales. Unos kilómetros más allá, la ventisca arreció de repente, y un viento gélido empezó a azotar la campiña.

Nikolai metió la mano entre las ropas y apretó el frasquillo con los dedos. Luego, volviendo a mirar a la joven, vio que tenía la cara surcada de restos de nieve y el gorro aparecía atiborrado de escarcha. El mozo le dijo:

—Está haciendo demasiado frío y la cosa empeorará. Nos detendremos un rato entre aquellos árboles para protegernos un poco.

La jovenzuela asintió.

Cuando alcanzaron el vado, Nikolai buscó refugio entre los espesos árboles del bosque, descubriendo una breve hondonada de pocos metros. Amarró los caballos y la condujo hasta allá.

Los dos se refugiaron tras el natural parapeto, que al menos les cubriría de la violencia de la cellisca. El mozo le preguntó:

—¿Llevas té en esa cubeta?

—Si, un poco.

—¿Puedo tomar para que bebamos? Necesitamos calentarnos.

La chica se encogió de hombros.

Nikolai se incorporó y corrió hacia el carruaje, haciéndose del recipiente. Lo trajo consigo junto con el sifón de agua y una gruesa vasija de barro. Instó a la joven a buscar las hierbas para hacer la cocción, mientras él preparaba la fogata. Poco después, el burbujeante hervor del agua serpenteaba al viento como cola de culebra.

El joven se dio cuenta de que a la chica se le salían los ojos observando el agua caliente, y la lengua le sobresalía entre los labios.

—¿Tienes vasos? —le preguntó Nikolai.

—Creo que hay algunos allí —señaló la cubeta.

—Dámelos —dijo él.

La chica le alcanzó dos raídas tacitas de barro cocido. El mozo las observó y comentó:

—Tendré que lavarlas.

Cogió su cantimplora y se puso de espaldas. Hurgó con tiento entre sus ropas y sacó la botellita. Escanció un chorrito del líquido amarillento dentro de uno de los tazones y luego vertió un poco de agua por fuera.

Después, tomando la vasija donde hervía la infusión, sirvió en ambos recipientes hasta el tope.

Comenzaron a beber en silencio, entre los silbos y el fragor de la ventisca.

 

VII

Los sudores provocados por la ingesta del caliente líquido comenzaron a notarse pronto en las suaves facciones de la jovenzuela.

Nikolai la observaba atento, mientras ciertos rasgos de inquietud le rebotaban en la mente. Diez minutos después, la chica empezó a exaltarse. Sin denotar algún pudor, no apartaba la vista del cuerpo de Nikolai, a quien veía ahora con una extraña y rara mezcla de lubricidad en la profundidad de sus pupilas.

El mozo sabía muy bien que la pócima estaba surtiendo sus efectos, aunque la verdad no esperaba un resultado tan apabullante. Pero pensó que la vieja también podía equivocarse.

La jovenzuela se debatía entre dos ánimos, experimentando por un lado un profundo deseo por abalanzarse sobre el hombre, y al mismo tiempo, por hacerse algo en la entrepierna. ¡Aun cuando no conocía al hombre del trineo que estaba con ella!

El mozo, por su lado, no dejaba de mirarla ni un instante. Vio que la joven abría y cerraba las rodillas bajo el vestido y se removía en inquietud constante, en tanto un brillo intenso le preñaba las pupilas.

Nikolai, al comprobar lo que ya esperaba, llevó las manos al nudo que había debajo de su abrigo. Desligó el cintillo y se corrió el pantalón hacia abajo. Insertó la mano y se agarró sin miramientos. Empalmado como el que más, se agitaba con disimulo bajo los pliegues del grueso abrigo.

La chica descubrió muy pronto la maniobra, y sin decirle nada al hombre, se acercó gateando entre las perlas de nieve hacia donde éste se hallaba. Nikolai la recibió con complacencia, brillándole los ojos de codicia. Tomándola de las manos, se las acercó a los muslos.

La jovenzuela se sacudía entre gestos extraños y jadeos primerizos. Nikolai se echó para atrás dejando un inmejorable panorama a su disposición. Ella no desechó la ocasión de saciar el gusanito que la corroía, y empezó a mover su cabeza manifestando las primicias de su gozo con acalorados gemidos.

Poseída por veleidosos demonios del deseo, la chica se transformó en lo que aún no era, aplicándose con fervor a una labor que todavía se hallaba fuera de su contexto, en tiempo y edad. En su cara, sin embargo, se dibujaban las gesticulaciones y mímicas que desentonaban con su candorosa fisonomía.

Muy pronto Nikolai empezó a gemir, y la gris estepa se volvió color de rosa.

Ya más calmado, Nikolai tuvo que buscar la manera de arreglarse y arreglarla a ella.

Media hora después, abandonaban la cañada para continuar su camino.

 

 

En los inviernos anteriores, las nevadas no eran tan continuas, y había habido períodos en que las tormentas se detenían, las nubes se aclaraban y los rayos del sol alcanzaban a derretir un poco el hielo.

Esos ciclos de frialdad atenuada eran aprovechados por los naturales para reabastecerse de leña, acopiar heno para las bestias, almacenar víveres complementarios y hacer algunos trueques. Pero aquel año sería recordado justamente por tal imposibilidad.

Los tiempos estaban cambiando y las estaciones ya no eran como antes, pensaba Nikolai, recostado en el catre de la barraca. Aquel invierno, para colmo, ni siquiera podía salir por las noches para intentar ver de lejos a Annushka.

Y hasta Annushka, pensándolo bien, ya no era como antes. Annushka había cambiado. Había cambiado con la llegada de Andrei, el hijo de la patrona.

Nikolai se levantó y salió a aspirar un poco de aire frío. La tarde languidecía y un filoso viento helado le escindía el rostro y le colmaba la nariz. Anhelaba visitar de nuevo a la vieja de la aldea para que le diera más vodka, pero no había kopeikas en sus bolsillos. Sólo tenía el frasco aquel, con restos del brebaje que había utilizado hacía poco.

Pensativo, atravesó el patio rumbo al establo. Sabía que debía alimentar a los caballos antes de que anocheciera. Volvió los ojos hacia la casa y distinguió en las alturas la agradable columnilla de humo gris que salía de la chimenea.

¡Qué contrastes tenía la vida! Allá dentro había calor. Acá afuera todo estaba frío... demasiado frío. ¿Qué estaría haciendo Annushka en aquellos momentos? Al evocarla, saltó al instante la figura de Andrei. Maldijo en su interior e intentó pensar en otras cosas.

Arribó a la caballeriza y abrió el portón.

Entre penumbras, comenzó a llenar con heno los pesebres. Cuando hubo acabado, pasó al galpón de junto para traer los animales. Uno por uno los arrimó a los comederos, donde al final les acercó los depósitos de agua.

Se sentó sobre una de las pacas a esperar que terminaran de alimentarse. Recordó a la adolescente del camino, aquella Lázarev de Kolotovka, y todo lo que había hecho con ella. El brebaje de la vieja, no cabía duda, era efectivísimo. Si lo hubiera querido, hasta podía haber llegado a más. Pero no, eso no era conveniente. Aunque no conocía a la joven, al final, acabarían por encontrarlo. Se conformaba con que no fuera a abrir la boca después de que le pasara el efecto.

Unos relinchos le sacaron de su concentración. Se incorporó y fue a ver lo que sucedía.

Uno de los caballos intentaba montar a la blanca yegua que comía tranquila en el depósito. Brincó con pujanza sobre los cuartos de la hembra, desplegando esa plástica belleza que sólo puede ser vista en los animales de su raza. La hembra, quizá molesta por verse impedida de comer a gusto, lanzó las patas traseras hacia atrás y golpeó al macho en el vientre. Éste lanzó un relinchido de dolor y corrió como loco hacia el otro polo del establo.

Ver el frustrado intento entre los caballos le alteró la sangre al mozo. Volvió a meter la mano entre las ropas para apretarse el bajo vientre, pero en el camino volvió a topar con el frasco que guardaba entre sus ropas.

Después, ya no quiso pensar de nuevo en Annushka. No, al menos por el momento.

 

VIII

Hacía ya dos meses que había entrado el invierno, sin que su crudeza aminorara en lo más mínimo. Pero aquella tarde Annushka y Andrei, posiblemente aburridos de estar metidos todo el tiempo en la casa, quisieron dar un paseo a caballo para sentir la dureza de la nieve.

Por la mañana había nevado abundantemente, pero después del mediodía la borrasca se calmó. Ahora, sólo unos cuantos copos podían sentirse a la intemperie.

Por orden de la patrona, Nikolai preparó los animales y les ciñó las monturas. Mas por alguna razón quiso asignarle a Andrei el macho lastimado, y a su querida Annushka la yegua reparona.

Desde el patio los vio alejarse a paso lento, perforando con sus cascos la gruesa capa de nieve.

 

 

La frágil figura se recortó a lo lejos, y Nikolai supo de inmediato de quien se trataba. Corrió lo más rápido que pudo, fingiendo aprehensión, para alcanzarla antes de que llegara a la casona.

Annushka, montando la yegua levantina, jalaba de las riendas al macho, que ahora cojeaba ostensiblemente. Sobre la silla del caballo venía atravesado el cuerpo de Andrei, quien no cesaba de lanzar exclamaciones de dolor.

—¿Qué sucedió, señorita Annushka?

—El macho se encabritó e intentó montar a la yegua. La hembra lo pateó y Andrei sufrió una caída. Creo que se encuentra bien, pero le duele mucho la pierna.

Nikolai tomó las riendas del caballo y se apresuró a llevarlo a la casa. La patrona, alertada por la servidumbre, salió al porche bastante alterada. Al ver a su hijo doblado sobre la silla, le gritó en seguida al mozo:

—Pronto, Nikolai, corre a traer al doctor Dublovski.

Nikolai se apresuró al cumplimiento de la orden, lanzándose en el trineo a todo galope, mientras observaba que Annushka sollozaba en el porche junto al cuerpo de su amado.

Dos horas después llegó el doctor. La pierna de Andrei tuvo que ser entablillada, y le recomendaron guardar cama por cuarenta días.

En el fondo, era aquello lo que Nikolai deseaba.

 

 

Los días pasaron sin que las heladas temperaturas variaran su intensidad. Y aunque por las noches todo el mundo buscaba la tibieza del encierro para guarecerse del frío, a Nikolai eso era lo que menos le interesaba.

Cierta noche, oculto entre las sombras, el mozo se encerró en uno de los cobertizos sin que nadie lo advirtiera. Allí, en la seguridad del galpón, esperó nerviosamente por un buen rato, sentado sobre el heno.

Cuando escuchó los resuellos afuera del portón, el mozo se paró a abrir calladamente. Una pequeña sombra apareció de pronto moviéndose intranquila, y atravesó el umbral. Después, Nikolai atrancó por dentro.

Se hizo de la escudilla con restos de comida y sacó el frasquillo de entre sus ropas. Vertió unas cuantas gotas dentro en el plato y olió. Después, se lo acercó a la galga.

Coronela hundió con gula el hocico en la escudilla hasta que dio cuenta de la ración.

Nikolai esperó inquieto.

Cinco minutos después, los resuellos de la perra fueron en aumento. Los brincoteos sobre el cuerpo del mozo se hicieron más apremiantes, y éste tuvo que volcarse literalmente sobre ella para acariciarle los lomos y el vientre.

La hembra, sin embargo, no deseaba tan sólo ser acariciada, a juzgar por los lengüetazos que le propinaba a Nikolai en los brazos, en las piernas y en los muslos.

El joven, decidido a todo, se agazapó entre las pacas.

El silbido del viento se escuchaba con fuerza batiendo la helada campiña.

Una hora más tarde, Nikolai dejó salir a Coronela.

Después, abandonó el galpón.

 

IX

Un llamado de la patrona debía ser atendido al instante, y Nikolai lo sabía. Por ello, atravesó el patio y se llegó a la puerta de la casa señorial.

Después de recibir las instrucciones, el mozo preparó el trineo grande con rapidez y se sentó a esperar en la escalinata. Se sentía gozoso de saber que, después de tanto tiempo de espera, al fin tendría su oportunidad.

Cuando la puerta se abrió para dar paso a la señora Svetlana acompañada de Annushka, a Nikolai se le detuvo el corazón.

La joven estaba ataviada con sus mejores galas. Portaba un largo vestido verde oscuro adornado de preciosos ribetes y bandas blancas. El cuello era blanco, con las orillas bordadas; y por encima, llevaba puesto el grueso abrigo de piel marrón que tanto le gustaba verle a Nikolai.

Annushka y la señora Svetlana se besaron, despidiéndose. Después, la joven subió a la troika. Nikolai se puso al pescante y azuzó los caballos. El vehículo se deslizó entre la dura nieve de la mañana produciendo un ruido vibrante.

Nikolai tomó el camino hacia la ciudad. La patrona le había ordenado trasladar a Annushka al almacén del pueblo para reabastecerse de víveres. En esta ocasión, la dama no podría acompañarla, por no dejar solo a Andrei.

Durante el camino, el mozo admiraba de reojo a la chica, que permanecía abstraída en sus pensamientos sin hacer caso de él. De cuando en cuando le observaba los pechos, donde se admiraban los dos bultos de carne que palpitaban al ritmo de su respiración.

Le veía también el níveo rostro descubierto, que ahora aparecía un poco pálido por el frío. Su boca, de frondosos y sensuales labios, estaba un poco fragmentada por el impacto de las heladas. En los ojos de Annushka, no obstante, brillaba esa vitalidad juvenil que la hacía tan atractiva, y todo el óvalo de su cara evocaba las suavidades aterciopeladas de las pieles más finas.

Nikolai se llenaba la vista y los sentidos con su presencia, y durante todo el trayecto sintió el rubor en sus sienes y el ardor bajo su estómago.

Dos horas después, la troika se detuvo en la entrada de la tienda de Kusmich, el tendero de la ciudad. Nikolai se quedó afuera mientras la joven hacía las compras. Pero en la cabeza del mozo bullían las ideas cual copos de nieve barridos por la tormenta.

Casi tres horas tardó Annushka en comprar lo que necesitaba. Nikolai se hizo cargo de los fardos y los acomodó con cuidado, amarrándolos sobre el pequeño carruaje que había adosado a la popa del trineo. Luego, partieron.

La estepa se fue pintando de gris mientras la tarde languidecía.

Un viento helado azotaba el algodonoso páramo y el rostro de Annushka empezó a llenarse de escarcha. La joven se caló el gorro y se limpió las mejillas con las manos.

Nikolai, por su parte, alentó la marcha deliberadamente.

Media hora después el avance se hizo dificultoso. La chica, no sin cierto dejo de temor, le preguntó:

—¿Crees que demorará la tormenta?

—Es lo más seguro. Estos vendavales de por las tardes son los más terribles.

La joven se puso seria y en su rostro apareció una sombra de turbación.

—¿Conoces algún sitio para resguardarnos?

El mozo asintió con indiferencia.

—¡Llevadme allá pronto! —ordenó la joven.

Nikolai se desvió hacia la zona que ya conocía, ocultando a duras penas su extraña sonrisa. No tardó mucho en dar con la arboleda.

Acomodó la troika entre los árboles; amarró las bridas y guió a Annushka hacia la hondonada.

La chica suspiró aliviada al descubrir el improvisado y natural refugio.

Pero Nikolai, esta vez, había venido preparado.

Annushka se acomodó sobre el tronco mientras el mozo se aprestaba a hacer el fuego. Montó el balde con agua y le puso las esencias. Cuando el té estuvo listo, el taimado mozo regresó al trineo por los tazones.

Haciéndose de las tazas, metió las manos en su ropaje para sacar el frasquillo. Lo destapó y vertió una ración parecida a la que había utilizado con la adolescente del camino. Iba a retornar a la cañada cuando un pensamiento le cruzó por la cabeza.

Nikolai se quedó quieto unos instantes. Destapó de nuevo el frasco y duplicó la dosis.

Satisfecho con lo que hacía, regresó junto a Annushka. Llenó las tazas con té y le dio una a la joven. Ésta comenzó a ingerir la bebida de inmediato. Los dientes le rechinaban y el rostro le ardía por el intenso frío de la estepa.

El mozo esperó pacientemente, observándola de reojo. La sangre le bullía en torrentes por las venas, como si fuese a desbordarle la piel.

Annushka comenzó a sentir los efectos muy pronto, y los mareos le llegaron de improviso. La campiña comenzó a cabriolear frente a sus ojos y la vista se le nubló. Casi en seguida, se derrumbó sobre la suave cubierta de nieve.

 

X

Nikolai sintió que el mundo se le venía encima.

Rápido como pudo se acercó a ella y la puso con la cara hacia arriba. Colocó la mano frente a su nariz y sintió el suave resoplido de aire tibio.

Un temor se fue apoderando de su espíritu y se puso a dar vueltas alrededor del inmóvil cuerpo de Annushka. Pero de repente, el mozo tuvo una reacción.

¿Y si de todos modos lo hacía?

¿No sería mejor que ella no se enterara?

¿Qué perdería él, y cuanto ganaría en riesgos?

Se agachó y le tomó el pulso. No había duda de que Annushka sólo se había desvanecido. Nikolai se reprochó por haber duplicado la dosis. Mas de pronto recordaba lo que la vieja le había advertido.

Se encogió de hombros, aspiró el aire con fuerza, y al fin se decidió.

Sus manos se convirtieron en dos aspas de molino impulsadas por un huracán.

Cuando todo estaba a modo, le fue levantando el faldón lentamente. Los brazos le temblaban como nunca había sentido, y el cuello le palpitaba con furor. Pero eran sus ojos los que se le salían de las cuencas al admirar las nacaradas exquisiteces de Annushka.

Ni la blancura de la nieve de la estepa se podía comparar al albo marfil de sus muslos, protegidos por el ceñido corsé adornado de encajes.

Nikolai no podía seguir adelante. Aquello era demasiado para él.

Hizo un esfuerzo, y como pudo, cogió las orillas de la prenda para empezar a bajarla.

Las desnudeces de Annushka aparecieron ante sus aterrados ojos como un tesoro inexpugnable. No obstante el intenso frío, el rostro de Nikolai estaba bañado de intenso sudor. El mozo se fue dominando gradualmente, hasta recobrar el ánimo.

Abrió las piernas de la mujer y se metió entre sus muslos. La roja cabeza de su glande apuntó directamente a la hendidura matizada de pelos negros y ensortijados. Después, el hombre se dejó caer, hundiéndose con fuerza en su interior.

Los espasmos de Nikolai eran interminables.

Una y otra vez penetró a Annushka, entrando y saliendo con furia de la gruta que se le había negado por tanto tiempo.

Él mismo se asombraba de su permanente potencial y de su inesperada capacidad para experimentar goces.

La cavidad de la joven estaba inundada, pero aun así Nikolai no dejaba de espolearla.

Fueron horas las que estuvo el mozo en el reino celestial de los deleites, hasta que, agotado por el tremendo esfuerzo, se tumbó de bruces junto al cuerpo de Annushka.

 

XI

Cuando Annushka tuvo conciencia, lo primero que vio fue el cielo encapotado y los copos de nieve que le caían sobre el rostro.

En seguida, volvió a cerrar los ojos intentando recordar. Se puso sobre los codos y miró a su alrededor. Vio a Nikolai tirado sobre la nieve, roncando como un cosaco después de una larga juerga.

La joven se vio los muslos desnudos y el reguero de líquidos pegajosos en la entrepierna. Su pubis se hallaba totalmente reseco y del centro le escurrían algunos restos de líquido blancuzco, casi congelado.

Advirtió que Nikolai tenía desajustados los pantalones. Sus partes, flácidas y desnudas, intentaban agazaparse entre las abundantes hebras densas de su pilosidad.

Annushka, llena de rabia, se puso en pie. Luego de unos instantes de indecisión, marchó tambaleante hacia el trineo. Atontada por los efectos del brebaje, se dio a buscar desesperadamente entre los bártulos.

Deshizo uno de los fardos y sacó la botella de vinagre y el cuchillo carnicero que había adquirido en la tienda de Kusmich. Iba a volverse cuando sintió el golpe en la cabeza. La joven cayó al suelo con la vista nublada.

Nikolai, con la ropa descompuesta y los ojos llorosos, la miraba tirada en el piso con los brazos abiertos. Devolvió la botella y el arma al fardo y se volvió a contemplar a Annushka, que yacía inconsciente sobre la blanca nieve.

El mozo levantó la mano y miró la piedra con la que la había golpeado. Descubrió las gotas de sangre y la tiró lejos, como si fuera un objeto maldito. Se inclinó para tomar a la joven por los brazos y la arrastró hasta el trineo.

Desató los caballos y guió la troika rumbo al norte. Los pensamientos del mozo volaban más rápido que el viento helado dentro de su cabeza.

Nikolai supo desde el principio que las cosas no acabarían bien.

Y ahora lo estaba comprobando.

¿Acaso no se lo advirtió la vieja de la aldehuela?

Por fortuna, él sabía de un lugar donde podría deshacerse de la chica para después huir lejos. Tal vez pudiera alcanzar la frontera china y quedarse a vivir allí para siempre.

Media hora después, se detuvo a orillas del lago. La congelada superficie se admiraba tan lisa como el paño de una mesa de billar, pero de una blancura brillante y exquisita.

El mozo sacó el sable de los aparejos y se puso a caminar sobre el hielo. No sería difícil hacer el hueco para meter el cuerpo y después cerrarlo para siempre.

Se hincó sobre la helada corteza y comenzó a picar el hielo. Media hora después, casi había terminado. El sudor le corría por la cara, pálida por tanto esfuerzo.

Iba a incorporarse, cuando un fuerte golpe estalló en su cabeza.

El vinagre se desparramó sobre el hielo pintando de amarillo la inmaculada superficie del lago.

Nikolai se movió, tratando de incorporarse. Pero las aristas de vidrio le surcaron el rostro. Un grito de dolor escapó de su boca.

La sangre comenzó a fluir sobre el blanco suelo, deslizándose lentamente.

Esta vez, un filoso cuchillo le atravesó el cuello.

Annushka, tambaleante y llorosa, tiró al suelo la faca ensangrentada.

Después de arrastrar y echar el cuerpo en la oquedad que Nikolai había cavado, regresó al trineo.

Luego, se marchó.

 

 

Aquel extraño invierno de la estepa sería recordado por los naturales por sus terribles y persistentes nevadas.

Y Annushka también lo recordaría.

Lo recordaría para siempre.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 1 de noviembre de 2004 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes