Nota del editor |
El escritor boliviano Alejandro Saravia obtuvo con este texto una mención honorífica en el II Concurso Iberoamericano de Poesía Neruda 100 Años 1904-2004, convocado por la Municipalidad de Temuco, en Chile, en el que participaron más de 500 escritores y que tuvo como jueces a los poetas chilenos Gonzalo Rojas y José María Memet.
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Celebra el Jucumari. Alza su vaso y bebe hasta que la espuma se arracima sobre las recias barbas. De rato
en rato ambos repiten de nuevo las palabras que más les gustan. Amaru, bebiendo lentamente, escucha el
cantar del Jucumari. En el largo sueño del oso Jucumari caben todas las historias. La serpiente Amaru es el
círculo que no tiene principio ni fin. Ella sabe que quien de veras busca descubre con maravillado llanto
que no habrán despedidas, que todos nos reuniremos de nuevo en el vientre de la tierra aunque el amor no
correspondido quiebre lentamente uno a uno cada hueso del pecho. Y dice Amaru:
Otra vez tu cuerpo desnudo que se levanta de la cama, la cruz más tierna de tus piernas al subir hacia
las caderas, la cruz de carne, humedad y temblor. Del otro lado, la joya mayor de tu pubis alumbrando la
noche.
Otra vez tu cuerpo desnudo que existe, respira, va de una habitación a otra, de una despedida a otra.
Ya sé que nada más puedo pedirte. Nada más que tu fugaz desnudez. Ninguna de mis tragedias de sal y
tequila podrá convencerte de otra cosa.
¡Qué agua más triste bebo de tu boca, el agua de tenerte sin poder tenerte!
Te levantas. Vas a buscar un vaso de agua. Va tu cuerpo desnudo, tus muslos gráciles, tus senos de
sueño y yo me quedo mirando a la pared, llorando con todo el silencio de los cirios en este funeral tan
lleno de deseos.
Una vez más tu cuerpo desnudo, su tibieza que me toma, tus brazos que me envuelven.
Beso tu más íntima boca y tú tiemblas y gozas y yo sé que esto no es eterno y quiero morirme y que me
entierren en tu pubis aunque nadie me llore.
Una vez más tu cuerpo desnudo que trae todos los murmullos de nuestros cuerpos despertando en las
mañanas de la memoria.
Una vez más tu cuerpo desnudo, que se va tras la batalla de los deseos, que se va y me quedo en la cama
de la batalla, tan lleno de ti, de tu cuerpo, y tan derrotado, y tan solo.
La angustia que estremece la voz de Amaru conmueve a Jucumari. Ambos saben que el alcohol no es más que
puerta de entrada a los misterios de la palabra, a los exorcismos de la memoria. Jucumari le dice que el
dolor es, a veces, la medida exacta del afecto. Otea ahora el aire nórdico tras el humo. Intuye la nieve y
pregunta Jucumari:
¿Somos ahora de aquí?
¿Fuimos alguna vez de allá?
Esta nieve
¿sale de nuestras bocas?
Amaru sigue atento las palabras de Jucumari. ¿Por qué siempre que bebemos acabamos remontando tiempo,
mito y distancia?, se pregunta la serpiente de los Andes. El oso le adivina el pensamiento y quiere bramar
en respuesta pero se escucha el trueno de un hipo beodo y magistral. Jucumari empieza a caer en la trampa de
la nostalgia. Dejando la ciudad de La Paz, camino a los Yungas, está la cordillera. Y allí arriba, entre
las nubes y el avizor vuelo del gran buitre andino, el cóndor, esta su altura y su orgullo. Desde lo alto,
el oso miraba la ciudad. Se acuerda de aquella ciudad de diamante y llanto a la que un día bajó hecho
humano. Amaru, Amaru, escúchame, le dice el oso a la serpiente, escúchame a mí que pude oír el paso
urbano de los sicuris. Amaru enciende un cigarro y escucha el cantar ursino.
A veces, de noche sentimos el paso de los sicuris avanzando. Despacito ellos danzan por los caminos del
sueño y el intestino. Sentimos el aire meciendo las plumas de los gráciles penachos, el aire vigoroso de
las zampoñas recorriendo minucioso los diminutos alvéolos del pulmón y la memoria. Es la madrugada y
estamos dormidos. Bajo las frazadas y sin que lo sepamos, el corazón solito está despierto, avanzando al
compás de un tambor andino. Solito el corazón se acuerda, sencillo, rojo, sin boca. Nos cree dormidos
mientras ejercita el redoble de los sicuris avanzando entre la sístole y la almohada, entre el sueño, la
madrugada y la distancia.
La serpiente chasquea su lengua trífida y aplaude. Jucumari es diestro, dice. Bañados de música y
humo, ambos continúan el periplo de la palabra conversada. Amaru sabe que es su turno y que debe
responderle al oso para no tener que pagar la próxima jarra de cerveza. Querría tomar un gin con tonic,
pero Jucumari es claro en esto. Sólo se toma gin cuando se habla en inglés. Y cognac cuando se platica en
francés. Amaru piensa y piensa. Piensa en un singani mientras hace un brindis, meditando en su respuesta.
Amaru también tomó un avión, salió del aeropuerto de El Alto, llegó a Montreal y fue, a su turno, el
primer boliviano en el metro. Amaru, contento, se acomoda mejor en el taburete y le responde a Jucumari lo
siguiente.
Con los zapatos de lona mojados tras la intempestiva nieve, con el cabello recio, estaño negro, de pie
en el acelerado metro. Con la nieve blanca, fría, derritiéndose entre los dedos de los pies. Con los ojos
abiertos, bien abiertos, esferas de brillante roca encastrada. El silencio es sólo un hijo más de enero.
La risa, el maíz de los dientes. La sonrisa que va y viene, nerviosa. Saltando de boca en boca, la risa sin
diccionario ni manual de instrucción. La risa de quien no conoce este aire, la risa incrédula. La
identidad de los huesos habla clara. El gesto, los ojos, la tierra que es piel, el aire que es aymara, la
incertidumbre con su disfraz de sonrisa. Al metro entra y se sienta. Por primera vez ha llegado el boliviano
a Montreal. Español andino entre las encías. Abuelo cocani durmiendo en el khepi del tiempo. Su lengua es
testigo físico del largo amor y guerra al que se libran el inglés y el francés, atrapados en una isla,
sin embarcaciones posibles para remontar el río de los tiempos, el río San Lorenzo hasta las mortales
planicies de Abraham y sus oraciones de cañones y humareda. Boliviano nuevo bajo un nuevo amo, otra moneda
y otro sueño. En el metro, por primera vez en Montreal, el primer boliviano. Entra nervioso, duda de la
lealtad del metal, teme, tímido el nuevo vientre de la tierra. Se deja llevar. El movimiento es constante,
rítmico. No lo sabe pero intuye que esta ciudad le pertenece aun más que su pasado. Lee los anuncios, los
afiches. No los comprende pero los lee. Caldo de consonantes sin pies ni cabeza. Mira la lengua hecha signo
en los muros como se mira a una extraña mujer, sin saber que un día seremos suyos, con todas las dudas que
otra lengua engendra en el pecho. Está callado, sentado, mecido entre las intimidades de esta isla. Habla
su pelo, el algodón de su camisa, el pantalón en función constante. Un andino, salido de la costilla de
un avión, entra por primera vez al metro de Montreal. La inocencia es absoluta. El salvaje es efectivamente
bueno, la distancia exacta, la curiosidad infinita, un Calibán que bajó de la cordillera rumbo a la
definitiva isla. Entre el rumor del terco caucho y el zarandeo de los ganchos de metal, entre el rumor de
los motores bajo los cimientos de la ciudad, a ratos escucha, como el canto de un antiguo pájaro, alguna
palabra en español que vuela hasta sus oídos. Entonces sonríe. No esta solo. Algo trae, una boca llena de
palabras mestizas desde la antigua geografía aymara.
El oso urbano, viajero que no se cansa y de noche recuerda el fulgor de la Cruz del Sur, se pone a
masticar la última palabra salida de la boca de Amaru. Piensa en la geografía aymara y sabe que, después
de todo, sus nombres mismos vienen del runasimi. El oso entonces le responde a Amaru poniendo en su boca la
memoria de sus abuelos.
viejo runa, thantita de paja y tierra
sé que vasme a odiar por haber tenido
un abuelo puneño y no saber hablar
ni quechua ni aymara
algo sé, arí, palabras que guardan otras
la misk'i prosa que se esconde bajo mi español
ella que cubre el valle y la cumbre
ella que viste los sueños silenciosos
son las wayra furias las que me han devuelto
montañas, altura y soles
el aroma intenso de la puna tras la tormenta
el fulgor de la ciudad rodeada de ayllus y memorias
yawar runa corazón de papa soy
hablando español, francés e inglés
sin saber ni quechua ni aymara
Para Amaru el sur se ha reducido a su taburete en este Bar Ganesh donde enrolla y desenrolla sus palabras
prestadas, piensa el buen Jucumari. Detrás de ellos un par de muchachos somalíes bailan cimbreantes y
saltarines con dos latinas una canción de Los Gitanos de Sarajevo.
La música es lengua común en esta esquina de una ciudad que es suma de orígenes y voces. Jucumari se
acuerda en voz alta de sus largas lecturas de invierno, se acuerda de quienes le ayudaron a derretir las
brújulas y de lo que un día le robó a Neruda. Amaru escucha el monólogo de su compadre oso. Le escucha
devanear y le repite casi a gritos lo que un día dijo el cartero que plagió al poeta: "La poesía no
es del autor sino del que la necesita". Jucumari levanta su brazo en soberano acuerdo y le dice:
¡salud hermanito! Amaru, con confianza, alista el magín y suelta sus verbos mientras el Jucumari prepara
el aderezo de sus veloces contrapunteos. Dice Amaru:
Puedo repetir: "Puedo escribir los versos más tristes esta noche..."
y comprometerme seriamente
a llorarte hasta que mis pupilas desemboquen en el mar,
claro, los andinos encerrados entre cordilleras, soñamos con el mar
vestidas de peces o botellas con mensajes,
en ese mar fantasma de la historia
son solamente botellas vacías estas que veo en esta esquina de Mont-Royal
casi un artillado viernes en un boliche de la plaza Pérez Velasco
Puedo decirte Neruda y Lorca,
Camargo y Hernández,
llenarme de apóstoles y escamas,
lunas, tijeras
¡joven... me trae otra cervecita por favor!
y dejar que sobre mis huesos
trabaje el cuchillo de tu silencio.
la verdad es que ni sé cantar ni tocar un charanguito
mientras se matan de risa los amigos que no me creen nada
Puedo decirte Storni, Zamudio y Mistral.
Vallejo, Shimose, nacer compadre, erizarme de barcos y pañuelos,
cruzar calles, almacenes. Beberme cafés y morirme luego
atravesado por los facones de la angustia y los tiros de tu ausencia.
Puedo decirte Borges, Saenz y Aleixandre,
estirar en la noche la inútil red de mis nervios
y ver cómo tiemblan sobre las vocales de tu nombre,
estos pequeños calamares fosforescentes,
estas tantas lágrimas.
tambaleándose, empiezan a irse los amigos.
¡A ver quién corre con la cuenta, sapitos!
Estoy lleno de sal,
de espejos,
de versos robados que juegan en mis dedos
mientras se escucha el trueno del cacho
rodando y zapateando por las mesas
Aquí tu nombre aparece y desaparece
como un barco distante en un mar que no se acaba,
un mar de botellas, para decir la verdad
que no se acaba
que no se acaba.
El Jucumari jadea contento porque ha intercalado habiloso su áspero cantar entre la voz de la serpiente
que inventa y canta sibilante en medio de las sombras y la música del lugar. Él sabe que la serpiente es
sabia porque está cerca de la tierra. Porque su corazón habla con el latido de la tierra. Sólo la
serpiente puede escuchar cómo a veces llora esta tierra. El Jucumari, en medio del humo del tabaco en el
vientre del dios elefante sabe que está en un terreno, en una montaña de palabras conocidas. El oso del
Gran Poder se acuerda de visiones, se toca la gruesa garganta y canta, tal como escuchó de un viajero
alguna vez, la revelación que duerme detrás de la rodilla. Imaginó un charango, un pinquillo enamorado y
cantó junto a la serpiente Amaru, quien a veces entramaba su voz, ornando las invenciones de Jucumari sobre
el hueso mirando al ojo:
Se arrancó la costilla en la noche, sin que ella lo viera
el hueso tiene un ojo leporino, un filo de lobo
gotas de un dios solitario, estalagmita de semen el hueso
la costilla baila sobre el pubis intacto.
manzana sin herida, serpiente sin raíz
bajo el árbol es más densa la noche
ella duerme bajo el ojo del blanco cuchillo
la costilla se acerca al párpado que sueña
Adán pulsa el hueso bajo las pestañas
tantea, suda, se prepara, se hincha la carne.
manzana sin herida, la serpiente que razona
es lengua que lame la hendedura entre los muslos
el corte no le duele —la palabra dolor no existe—
la serpiente raja la manzana, el hueso rasga el párpado
los ojos de Eva ruedan, ruedan por la tierra
el hueso tiene un ojo leporino, un filo de lobo
gotas de un hombre solitario, la costilla esta noche
es una serpiente, un cuchillo de ciego semen.
En el vientre de Ganesh en Montreal, ambos saben que a la distancia miden su ferocidad el espolón del
trirreme, el toledano hierro, el cono del misil. Desde las derruidas calles de Grozny a los claveles de
hueso en las calles de Bagdad, hasta este último rincón del mundo llega el olor de la sangre inocente. El
oso intuye el paso de los capitanes de fétido aliento. Amaru sabe de qué habla su compadre y responde:
Desde una flauta la luna derrama la leche roja de la noche
flotando sobre el agua, una cintura se mueve hacia ti
el balcón traduce en silencio el murmullo de los árboles
roja la luna, te atisba rojo el labio entre sus piernas
una voz canta, los perros esconden sus ojos de lana.
Colgada, una máscara medita callada en el muro de la madrugada
brilla el diente, el sudor en la espalda conquistada
los ojos de madera cerrados, buscando el hilo del agua
seda o temblor, el seno es leche de luna
donde nace el enarcado ritmo de la historia y el mortal jadeo
pezón que abarca al mundo con su lenguaje de vello y mordisco.
Esta es la sed del tiempo, el ejercicio constante de toda era
Helena espera con la manzana en la mano,
esta la batalla del tiempo, de la espada de carne
con el tiempo detenido en el corazón del pubis
la furia de la posesión, el ascenso a la revelación de lo deseado
el oráculo ya lo dijo: a lo lejos el polvo de los ejércitos que se arrojan en la infinita
embestida.
Pero no es Helena,
no vio el primer aedo el rostro de la muerte. Estaba ciego
este es el tiempo del amor a la muerte en todos sus estados
la creyó mujer y la llamó Helena, nombre civilizado
desde los mudos campos de Troya, donde la luna es un pezón de sangre
llamó helenos a los que marcharon con relucientes pectorales de bronce
hasta el fulgor de Hiroshima y el polvo de los muertos en Bagdad
rumbo a la noche de flechas rompiendo el cartílago, a las alucinadas pupilas reventadas sobre el pecho
de las ciudades.