No, la verdad es que me era absolutamente imposible soportar a la terrible Vicky Moriarty. Había
terminado saliendo y hasta soñando con ella por el embrujo de su apellido, por aquel mítico Dean Moriarty
de En el camino.
Pero, finalmente, el único toque aventurero de la tal Vicky era aquella particularidad suya de quedarse
dormida en cualquier parte, por culpa de una enfermedad bastante rara cuyo nombre nunca conseguí memorizar.
Ya no sé cuántas veces, en alguna expedición campestre de ese Club de Amigos de los Pájaros al que
pertenecía, la habían perdido de vista y la habían terminado encontrando cien metros más atrás,
durmiendo parada colgada de un arbusto. Es que mirar pajarracos con su largavistas importado era una de sus
actividades favoritas, e innumerables veces había intentado arrastrarme al Delta a acompañarla. Como yo
nunca aceptaba, terminó preguntándome si era que estaba celoso de los del Club. ¡Puta madre, celoso de
esos bizcos anteojudos de remera con cuellito! ¡Me bastaba con verlos hacer malabarismos callejeros con las
llaves del coche de papá en las esquinas de cerca del colegio, y abrir y cerrar una y mil veces sus
navajitas suizas de ciento ocho funciones —que eran al mismo tiempo su mayor orgullo y su único tema de
conversación—, para tener ganas de vomitar durante un buen par de cuartos de hora! ¡Por mí bien podían
hacer un sexteto y chupársela mutuamente si les divertía!
Porque hay que decir que lo único que despertaba a la penosa Vicky Moriarty era que se la cogieran, y
tantas veces como fuera posible. La verdad es que el único lugar donde no se quedaba dormida era en la
cama. Ahí su rostro casi estúpido y su horrible gusto para vestir y hasta su clara incapacidad para
enhebrar un pensamiento con otro se hacían a un lado, dejando al descubierto una de las vaginas más
lubricadas de esta parte del mundo, y un cuerpo pequeño pero perfecto, moldeado en los entrenamientos de
gimnasia deportiva de su infancia, y luego perfeccionado en las patéticas aunque efectivas clases de
aerobic de su adolescencia.
Tal vez lo mejor para ella hubiera sido dedicarse al salto en alto o al fisicoculturismo, a actividades
que no necesitaran en absoluto de inteligencia o de gracia. Pero había descubierto el deporte de las camas
y ya nada la había detenido en su senda de perfeccionamiento. Era una chica nacida bajo el sino de la
voluntariosidad, y de pronto el descubrimiento de un talento especial para algo la había llevado
directamente a ahondar cada vez más en la cuestión.
Así fue que empezó a ganarse en el colegio una justa fama de perra en celo. Ya no sé cuántas noches
me desperté entre sudores, pensando en su vagina chorreante y su rostro vicioso sacudiéndose sobre mí
como sobre una silla eléctrica. En esos momentos volvía a ella su verdadero lenguaje, que era el de los
gemidos y los chillidos ahogados (dicho sea de paso, era una lástima que no existiera ninguna manera legal
de explotar comercialmente aquel don tan extraordinario). ¡Dios, pero apenas el asunto terminaba yo no
deseaba más que una cosa: escaparme al bar más cercano a tomar algo con quien sea, o dar una solitaria
vuelta bajo las estrellas meditando acerca de nada! ¡Cualquier cosa con tal de poder irme de ahí! Y parece
que ella había terminado dándose cuenta —no era demasiado difícil, así que sólo tardó un par de
meses en comprenderlo—, porque cada vez me ponía más trabas para acostarme con ella. Que mi madre, que
tu padre, que los pájaros, que la cabeza, que me duele, que charlemos.
Así que ahí estábamos. Yo le arrojaba temas de conversación y ella los destrozaba en tres zarpazos
como una leona torpe destrozaría la mano que le extiende comida. Si en quince minutos más no conseguía
llevármela a la cama, iba a irme a vagar por la avenida vecina, a fumar cigarrillos y mirar pasar a las
chicas, disfrutando de una compañía más agradable —como la mía propia, sin ir más lejos. De hecho, en
aquel momento estaba por comenzar, en la avenida cercana, la Hora de los Perdedores, el momento en que los
fracasados de todo calibre y edad (ya que hay que entender que la mayor parte de los perdedores nacen
perdedores, y que sólo un esfuerzo sobrenatural puede extraer a un hombre de las fauces de su destino)
invaden la avenida, y uno puede sentirse reconfortado por ser el que es, o experimentar una poética piedad
hacia el género humano en su conjunto, por todos aquellos que habrán de perder una a una sus ilusiones
hasta terminar extraviándose solos por los desiertos de la Muerte, sin más preparación que la que puedan
darles los programas de televisión de la madrugada...
Bueno, en fin, Vicky y yo estábamos sentados ahí, en las condiciones ya explicadas, en el bar de la
esquina del colegio, cuando acertó a pasar por la zona Julito Arana, uno de mis enemigos número uno. Ver
su pelo naranja y su cara pecosa bastaban para darme deseos de volverme monje o de asesinar —según el
día.
—¿Qué hacen, chicos? —preguntó el muy imbécil, con esa manera desagradable de hacerse el
simpático que tenía cuando no veía a nadie más a quien molestar y tenía un buen rato que perder en
medio de la completa inutilidad de su vida. Le contesté con un gruñido que debe haber confundido, en su
jerga zoológica, con una invitación a sentarse, porque eso fue lo que hizo de inmediato.
—¿Qué cuentan de bueno? —preguntó, en un espasmo de inspiración.
—Sólo idiotas que pasan. Sos el décimo octavo, y sería bueno que siguieras pasando —iba a
contestar yo, pero Vicky, viendo mi mirada hostil, y siempre con ganas de molestarme, le dio una cordial
bienvenida. Había que desconfiar de ella: ¡era capaz de revelarle hasta nuestros truquitos amorosos más
secretos al primer estúpido que apareciera!
—Estábamos hablando del examen de biología. Parece que va a ser sobre fitoplancton —le contestó
ella.
Él le retrucó con alguna frase insípida, ella se esforzó por recordar algún dato intrascendente y
luego ambos llegaron a la conclusión de que todo el mundo sabía con aire de estar descubriendo la
Atlántida.
Y entonces yo empecé a ser víctima del famoso Síndrome del Aniquilamiento. Comencé a hundirme en la
silla, perdiéndome en algún lugar entre las circunvoluciones de mi cerebro, entre las razones para irme y
las razones para quedarme y los deseos de que el mundo y yo fuéramos distintos y llegáramos a un acuerdo
más conveniente para ambos. Entonces llegaron dos miembros del famoso Club de Molestadores Profesionales de
Pájaros, junto a un par de energúmenos más. Todos sorbían interminablemente sus cervezas importadas o
sus Coca-Colas, encendiendo sus cigarrillos mentolados con Zippos de cien pesos poniendo cara de ya ser
adultos y habilidosos encendedores de cigarros profesionales (demasiadas propagandas de Camel les habían
devastado los cerebros), riéndose de los desabridos chistes de Vicky como si estuvieran frente a la
reencarnación de Rabelais. En realidad, supongo que estaban todos como drogados por el humo rosado y
dulcísimo que parecía brotar de su vagina, y no pensaban más que en escalar posiciones en su mundo hasta
lograr finalmente acostarse con ella.
Pero hagamos ahora un ligero y muy excusable paréntesis.
Para decirles que, cuando yo recién comenzaba mi adolescencia, mi visión del Paraíso era, cuando
menos, bastante curiosa: una mesa con cinco o seis personas que llevaran una conversación sin dificultades
—no como cuando hay sólo dos personas y los temas de conversación van extinguiéndose rápidamente sin
dar lugar a ningún sucesor. Yo estaría sentado en un rincón, despreocupado de toda otra cosa que no fuera
más que tomar cerveza, fumar cigarrillos y hacer comentarios ingeniosos o cínicos que adornaran o
destruyeran la conversación principal. Sin olvidar, por supuesto, la presencia de una chica hermosa y
repleta de sagrada cordialidad cuya atención y amor yo iría captando lentamente a través de mi lluvia de
ingeniosidades. Ustedes se preguntarán cuál era entonces mi diferencia con todos estos pelagatos de los
que les he estado hablando. Bueno, creo que ya están grandecitos como para saber que, en todos los asuntos
de este mundo, las diferencias pasan por cómo se hacen las cosas y no por lo que se hace en sí mismo.
Pero en fin: en aquella lejana época, yo era —o me consideraba— demasiado tímido como para aspirar
a mayores ambiciones. Y en esa tarde junto a Vicky de la que les estoy hablando, ya hacía tiempo que había
entrado al mundo de los adultos precoces, que sólo desean obtener lo que quieren lo antes posible. Y
aquella mesa a la que me encontraba sentado distaba mucho de resultarme un sitio deseable donde descansar
mis huesos. Ya eran ocho o nueve los participantes del mitin acerca del examen de biología, aunque todos
ellos en realidad no quisieran más que una cosa: hacerle un examen a la biología de Vicky, ya que en
aquellos años y en aquel colegio no había demasiadas chicas que se dejaran hacer. Todo el mundo, incluso
los tipos habitualmente más callados y energuménicos, hablaba como un entendido en cualquier tema que se
tratara.
De pronto decidí que no podía más: me levanté y le dije a Vicky:
—¿Nos vamos?
Me miró como si yo hubiera enloquecido: ¡por Dios, irse, cuando ella acababa de encontrar su propia
visión del Paraíso! Nueve jóvenes admiradores (idiotas o no, no venía al caso) hablando alrededor suyo,
soñando con acostarse con ella, con la lengua por las rodillas, el cerebro atrofiado y el miembro
radioactivo. Obviamente me dijo que no, que yo nunca podía quedarme en ninguna parte, que ella estaba bien
ahí, y que si quería podía irme con absoluta tranquilidad. Así que, por supuesto, tuve que irme: la puta
de Vicky no me había dejado otra posibilidad. Y mi propia noción de "elegancia de los instantes"
como justificación ante la absurdidad de la vida podía llegar a perecer desfigurada si me quedaba ahí
siquiera un par de segundos más.
Los ocho idiotas deben haberse quedado petrificados de alegría, viéndome perder mi puesto, al borde del
ridículo, dejándoles el campo abierto para la primera dosis de amor libre de sus vidas, después de las
prostitutas dominicanas pagadas con el dinero de sus padres en los alrededores de Punta del Este. Pero no me
importó: tenía una hora y algo hasta que las clases recomenzaran y pensaba pasarla de la mejor manera que
me fuera posible. Y, por supuesto, lamentarme no estaba entre mis planes. Como decía mi padre, "Si
estás herido, no te lo demuestres ni a vos mismo". O, como yo suelo agregar: "No odies mañana lo
que puedas odiar hoy".
Me fui entonces en busca de mi amigo Arnoux. Sabía dónde encontrarlo, porque siempre se sentaba en la
misma escalera a tragar su comida y esperar algún milagro ocasional que nunca llegaba que lo colocara en
ruta hacia las estrellas. Es que Arnoux era lo que se dice el modelo del perdedor. Pero no hablo del
perdedor novelesco, ese sujeto pasablemente guapetón e inteligente que pierde sus oportunidades de
"convertirse en alguien" por culpa del alcohol y de su rebeldía, más o menos activa, contra las
leyes del mundo. No: Arnoux era más bien el pobre tipo, el sujeto bonachón y acomplejado, lleno de
complicaciones invisibles, ese tipo de gente que un buen día desaparece sin dejar ningún recuerdo
demasiado definido, o muchas veces hasta disolviéndose en un recuerdo-injerto que engloba a tres o cuatro
personajes de su calaña en uno solo. No sé qué beca rara había conseguido para terminar en esa escuela
de ricachones. Era hijo de un portero muy viejo que no terminaba más de morirse, y ya nadie recordaba que
su nombre era Antonio: todos lo llamaban por su apellido. Claro que lo más común era que nadie lo llamara
de ninguna manera; hacía tantos esfuerzos por no hacerse notar en nada que hasta los profesores parecían
haberse olvidado de su existencia.
Ya hacía varios días que no iba a verlo, porque había estado muy ocupado con las manías de viejo
electrodoméstico de la ya citada Vicky. No sé por qué solía sentirme muy a gusto con Arnoux, sobre todo
desde que las autoridades del colegio habían desarmado la Sociedad de la Navaja (de la que yo nunca fui
realmente miembro, pero sí aliado o simpatizante o algo por el estilo) y expulsado a todos mis pocos amigos
por borrachines o navajistas. Tal vez fuera porque Arnoux era alguien que nunca pedía nada, y que siempre
lo recibía a uno con una sonrisa. Desde que yo había superado el temor que le suele provocar ese tipo de
personas a la gente normal —el miedo a que su desgracia sea contagiosa—, me agradaba mucho darme una
vuelta por su escalera y mantener con él una intrascendente conversación acerca de fútbol o de música.
Yo conocía ya sus opiniones —que no eran muchas, sino sólo un puñado— y hallaba un extraño placer en
hacérselas recitar. Me gustaba la estabilidad del personaje, el hecho de que, mientras el mundo y mi
cerebro atravesaban por centenares de cataclismos, él se mantuviera siempre igual, con sus mismas opiniones
y costumbres.
Pero ya estarán imaginándose, por todo lo que les dije antes, que esa tarde Arnoux no me esperaba
sentado en su escalera habitual. Le pregunté por él a un par de chicas gordas y aplicadas que estaban
parloteando por las inmediaciones, y me enteré de que lo habían agarrado metiendo mano dentro de una
mochila ajena y lo habían expulsado del colegio sin dilación alguna. Las gorditas lucían compungidas,
aunque no exageradamente. Pensándolo mejor, más bien parecían incómodas con su papel, como cualquier
persona que tuviera que informar de una tragedia que en realidad le importara muy poco y hasta le causara
cierta gracia. O no, en realidad ya ni sé cómo lucían aquellas malditas pobres chicas. Bajo mis pies, la
tierra se resquebrajaba.
Debía haber algún error. No podía ser cierto. Esa gente que nunca tiene nada mejor que hacer que
reírse del más débil, de los que siempre hay cientos de ejemplares hasta en el colegio más pequeño,
debía haberle tendido una trampa para divertirse un rato. Como aquella vez en que habían convencido al
tartamudo Trubba de que Bonifetti, la chica más linda del colegio, estaba enamorada de él, para después
esperarlo con una cámara de video y filmar su patética y trabada declaración amorosa. Poco les importaba
si así arruinaban una vida. Pobre Arnoux. ¿Qué destino se abría ahora ante él? La vergüenza eterna.
Dondequiera que fuera, los rumores lo seguirían. El ladrón de cartucheras. Ni siquiera el aura fascinadora
del crimen lo protegería: nunca sería más que un pobre diablo; nadie le temería, pero todos le tendrían
aprensión. Ya nunca podría entrar a casa de nadie sin que lo hicieran desnudarse para revisarlo a la hora
de partir. Usarían linternas infrarrojas para revisarle el trasero, por temor a que se hubiera introducido
ahí alguna birome o quién sabe qué extraños tesoros domésticos. Pero lo más probable era que ya nunca
lo dejaran entrar a ninguna parte. Tendría que irse del país. Tal vez incluso del universo.
¿Por qué todo eso me afectaba tanto? Como ya dije, me había terminado encariñando con aquel extraño
mutantecillo. Pero había algo mucho más importante: para mí, él se había convertido en una suerte de
derivación paralela de mi propia existencia, como una posibilidad de mi propia vida que había seguido su
curso independiente más allá de mí mismo. Yo podría haber sido Arnoux, podría haber sido esa clase de
muchachito tímido y asustadizo que ha abandonado toda esperanza de participar hasta en los más mínimos
acontecimientos del planeta. Tal vez todos, o al menos todos los bichos raros como yo, hubiésemos podido
ser él. Si tan sólo hubiera terminado dejándome vencer por el mundo, por la dificultad de los movimientos
y las palabras, como tantas veces estuve a punto de hacer, y tantas veces de hecho hice, pero si ese
abandono hubiera sido generalizado y no circunstancial, si mi furibunda personalidad no se hubiera
interpuesto entre mi falta de carácter y el mundo, quién sabe cómo hubiera terminado todo aquello, a qué
dostoievskianos sucuchos me hubiera condenado la vida por ser incapaz de cumplir siquiera con sus órdenes
más básicas...
Era un momento crucial. Porque si el mundo se atrevía a hacerle daño a un tipo tan inofensivo como
Arnoux, estábamos todos en peligro. Todos seríamos denigrados y paseados por las calles como fenómenos de
circo, como tigres desdentados, sin ni una mínima partícula de orgullo detrás de la cual resguardarnos
del ridículo y el escarnio de las multitudes de imbéciles cagones envalentonados.
Empecé a regresar hacia el bar, casi sin pensarlo, pero a los pocos metros me detuve. Era obvio que
aquellos estúpidos nerds no habrían abandonado su posición estratégica, montando sitio alrededor de la
vagina de Vicky, y que el tema de Arnoux ya habría sido tratado con absoluta voracidad, como una pobre
ramita indefensa arrojada a la oscura caldera de la conversación frívola, provocando que aquellos que eran
más dignos de rechazo y de náusea pasaran por sujetos ubicados y sensatos, y que aquellos que se merecían
toda la piedad de todos los corazones del universo terminaran aplastados por la vergüenza y los
sobreentendidos.
Ya había sido demasiada la humillación a la que había expuesto a mis propios principios sin razón
valedera, sólo por una estúpida muchachita de vagina dorada. Decidí que iría a visitar a Arnoux a su
casa, ya que estaba claro que, si no era yo, nadie iría a verlo jamás, ni siquiera todas esas chicas de
anteojos y aparatos bucales que, de tan tímidas, terminan siempre siendo tomadas por buenas.
Fui bordeando el golf, entre los árboles de moras blancas y los monoblocks supuestamente elegantes
construidos ahí donde antes se alzaban las demolidas villas del Bajo, sumido en interminables pensamientos.
Llegué al edificio del que el padre de Arnoux era portero y estuve un buen rato tocando el timbre. Al
final, una puerta se abrió en el fondo del pasillo y la madre de aquel santo cleptómano vino hacia mí con
cara de poquísimos amigos, muchísimas lágrimas y una cantidad a designar de pastillas para los nervios.
Me miró directamente a los ojos; parecía una máquina fuera de control, a punto de estallar.
—¿Sí? —me preguntó. Era la primera vez que la veía, aunque ya varias veces había acompañado a
Arnoux hasta su casa.
—¿Puedo ver a Antonio? —le pregunté.
—Antonio está descansando.
Creo que nunca antes había escuchado que lo llamaran dos veces seguidas por su nombre de pila. Insistí
entonces con una tercera y la madre replicó con una cuarta. Lucía más cansada que un Ami 8 de los años
60. Era obvio que para ella nuestra conversación debía terminar cuanto antes. Pero yo insistí, expliqué
que era amigo de Antonio ("Antonio no tiene amigos", me contestó la madre, no sé si con pena o
con un extraño orgullo), que necesitaba verlo, que se había cometido una injusticia. Ella me escuchaba en
silencio, demasiado sedada como para reaccionar. Alguien que seguramente sería el hermano menor de Arnoux
apareció entonces, preguntando:
—¿Qué pasa, mamá?
Volví a repetir lo que había estado diciendo, aunque las palabras se me enredaban entre sí y
terminaban diciendo cualquier otra cosa, mientras el temor de estar ofendiéndolos me iba paralizando cada
vez más. Algo marchaba mal: aquellas personas me miraban incrédulas, como preguntándose si era cierto lo
que estaban oyendo, y sólo una fatiga extrema les impedía contestarme o cerrarme la puerta en la cara.
Finalmente, el hermano me hizo gesto de que lo siguiera y se marchó por el pasillo hacia el
departamento, que estaba en la planta baja de un edificio decrépito. No había demasiada luz, pero creo
recordar que la casa de los Arnoux estaba completamente atestada de trastos viejos, que por todas partes
había cajas y muebles tapados con alfombras o con sábanas descoloridas, pero que de todos modos alguien
(la madre, según supongo) intentaba mantener una apariencia de orden entre todo aquello, colocando vasos
con flores, portarretratos y mantelitos bordados por doquier, con una dedicación entre enternecedora y
escalofriante.
El hermano de Arnoux me guió hasta una habitación diminuta en la que evidentemente debía vivir mi
amigo. Dudó un momento y luego abrió un pequeño armario escondido, y se hizo a un lado para que yo
pudiera ver su interior. Para que yo también tuviera mi pequeña visión del Infierno que me hiciera
compañía durante el resto de mi vida.
Aquello era alucinante. Había ahí toda una interminable colección de lapiceras, sacapuntas, gomas de
borrar, compases, transportadores, etiquetas, reglas, plumines, cutters, tijeritas, papeles secantes, de
calcar y de forrar, y quién sabe cuántos útiles más, algunos de ellos muy coloridos y caros, otros
viejos y casi irreconocibles, muchos de ellos con una inscripción con el nombre del propietario original,
dando la pista de quién sabe cuántos millares de robos metódicos y sistemáticos cometidos durante años
y años. Y todo aquello estaba ordenado de una manera asombrosamente puntillosa, e identificado con
etiquetas seguramente también robadas: ahí estaba el botín que el silencioso Arnoux había ido amasando a
lo largo de los últimos diez años, desmantelando cientos de cartucheras perfectas de cientos de alumnos
aplicados e insoportables.
No dije una palabra. Me fui de aquella casa (a Arnoux no se lo veía por ninguna parte, después me
llegaría el rumor de que lo habían metido en una clínica psiquiátrica) y estuve vagando por la calle
durante un tiempo que me pareció larguísimo. Finalmente, había terminado faltando a clase sin siquiera
proponérmelo. Anduve dando vueltas por las disquerías de la Avenida, comí un par de Frankfurters en la
galería de siempre y miré las mujeres pasar hasta quedar definitivamente paralizado en el capot de un
auto, horrorizado por la cantidad de vidas que nunca viviría, y por entrever mi extraño destino, que me
guiaría siempre hacia las puertas más tristes y solitarias, alejándome imperceptiblemente del resto de
los seres humanos hasta que ya toda esperanza se transformara en chiste.
Atardecía. Me acerqué a un teléfono público y disqué el número de Vicky Moriarty. Dos veces
seguidas, separadas por un par de minutos, escuché su voz quebrada y serpenteante repetir "Hola,
hola..." al otro extremo del aparato, sin atreverme a decir nada. La tercera vez ella dijo "Sé
que sos vos, K. Estoy harta de tus manías. ¿Cómo pudiste dejarme sola rodeada de todos esos imbéciles?
No quiero saber más nada con vos".
No cortó, sino que se quedó respirando muy fuerte por el auricular del teléfono. ¡Dios, hasta su
respiración sonaba a sexo desenfrenado! Estuve escuchándola un rato y después, siempre sin decir una
palabra, corté. Y juro que lo sentí un poco, ya que me costaría mucho encontrar otra vagina como aquella.
Pero bueno, así eran las cosas.
Duro es el camino del hombre de corazón.