Nota del editor |
Este cuento del narrador peruano Carlos García Miranda obtuvo, en 2003, una mención como finalista en la XII Bienal de Cuentos Premio Copé, en Lima.
|
Pienso en Pascual desde hace varios años. Pero nunca su imagen había sido tan nítida como aquella
mañana en que recibí la llamada de la Academia Sueca. En un español bastante malo, uno de sus
funcionarios me dijo que acababa de ganar el Premio Nobel de Literatura. De inmediato se escucharon gritos
en la casa. Eran mi esposa y algunos amigos con quienes desde la víspera esperábamos los resultados.
Después de colgar, y mientras se sucedían los abrazos, llenos de emoción y lágrimas, yo no pude sacar de
mi mente el rostro de Pascual en aquel bar hace unos cincuenta años. Vi la pavesa de su cigarrillo
expandiéndose en el aire, y escuché nuevamente su voz ofreciéndome publicar mi primer libro.
Corría el año de 1958 en Lima. Tenía veintidós años, una mujer y varios trabajos eventuales que me
permitían vivir muy modestamente. A fuerza de pura voluntad, robándole horas al sueño y a mi mujer,
había logrado reunir en un libro varios cuentos. Los llevaba a todos lados. Me gustaban mucho. Y eran
buenos. Con uno de ellos gané un premio y me fui a Europa durante un mes. Me fui con mucha ilusión.
Pensé, muy ingenuamente, que con sólo llegar las editoriales europeas caerían a mis pies y publicarían
mi libro. No saben cuánto caminé por las calles de París yendo y viniendo con mi libro bajo el brazo. Les
confieso que llegué hasta rogar —en mi pésimo francés— a uno de los organizadores del premio que me
ayudara a conseguir editor. Fue una tarde de vinos en mi pieza de hotel. Me quedaban sólo unos días y
estaba desesperado. Marcel, así se llamaba el funcionario, me prometió hacerlo. Pero no sucedió nada. Era
una oportunidad perdida, una gran oportunidad que posiblemente nunca volvería a tener. En Lima me esperaban
los trabajos y mi mujer. Y, sobre todo, un destino incierto. Pensaba que tal vez terminaría como tantos
otros compatriotas míos, escritores de cafetín, frustrados y alcohólicos. Les juro que en la víspera
estuve tentado a no volver. Pensé en perderme en los suburbios de París o en los bares de Madrid a esperar
una oportunidad. No podría explicar por qué no lo hice. Tal vez fue por mi mujer, mis amigos, o porque
simplemente me moría de miedo.
A mi regreso evalué la experiencia y saqué algo en claro. Tenía que volver. Y la mejor manera —y
única para mí— era consiguiendo una beca. Hice todo lo necesario y la conseguí ese mismo año. Fui a la
Universidad de Madrid. Y seguí insistiendo en buscar un editor. Fue en ese momento en que apareció en mi
vida Pascual. Me llamó una tarde a mi pensión de estudiante. Dijo que era editor, y que quería publicar
mi libro. Y después de un breve intercambio de palabras, quedamos en reunirnos al día siguiente en un bar
de la calle Alcalá. En la noche le di la noticia a mi mujer. Aún recuerdo su desesperación por ponerse
inmediatamente a pasar a máquina mis últimas correcciones.
La reunión con Pascual duró apenas unos minutos. Fue muy concreto. Haría una edición de doscientos
ejemplares, de los cuales me daría veinte como derechos de autor. Después de eso, me dejó su número
telefónico y se fue. Si hubiera tardado unos minutos más de inmediato le hubiera entregado una copia de mi
libro. Al día siguiente lo llamé y lo hice. Y cumplió. Me entregó los veinte ejemplares —que envié a
Lima— y él se quedó con el resto. La edición era rústica, pero se dejaba leer, que era lo importante.
No hubo presentación porque Pascual se negó a asumirla. Traté de hacer una por mi cuenta, pero ningún
catedrático ni escritor reconocido aceptó presentarlo. Y fui el escritor más anónimo del mundo. Sólo un
comentario al vuelo de mis amigos, ninguna nota en los diarios —a pesar de mi insistencia— y, sobre
todo, nunca vi un ejemplar en las librerías. Varias veces fui a buscar a Pascual para reclamarle. Y siempre
me salía con que los libros ya eran suyos y que haría lo que le diera la gana con ellos. Incluso, una vez
le pedí comprarlos. Igual se negó.
Hasta ese momento no entendía cuál era el sentido de todo eso. ¿Por qué editar a un joven escritor y
guardar los libros? Pascual nunca quiso explicarme. Poco después ganó un premio literario. Vendió miles
de ejemplares en pocas semanas. Los suplementos literarios no dejaban de hablar de él. Se hizo exitoso de
un día para otro. Y mientras tanto, yo seguía siendo el escritor más anónimo del mundo. Tanto lo era que
—recuerdo— por esos años se editó en Lima una antología de narradores jóvenes. Y yo no existía, a
pesar de que al antólogo le envié un ejemplar de mi libro. ¿Por qué? La respuesta obvia era que mi libro
no valía nada. Pero en la literatura nada es obvio. Hay algo mágico en ella. Algo secreto. Aparte de eso,
yo tenía la convicción de que mi libro no era basura. Otra debía ser la respuesta.
Un día, mientras esperaba en la recepción de una editorial una entrevista, conocí a un argentino
llamado Horacio. Él también estaba esperando una entrevista. En las horas de espera entablamos una
conversación. Ahí me enteré que Pascual también le había editado su primer libro. Y como ocurrió
conmigo, nunca vio un ejemplar en las librerías ni en ninguna parte. El motivo, me dijo, es que él no
edita los doscientos ejemplares, sino sólo los veinte que da al autor. Lo hace —agregó— en una
pequeña imprenta portátil, que él llama "la máquina de hacer libros". Él tampoco sabía por
qué lo hacía. Suponía que era para pasar el tiempo, una maldita broma a escritores novatos.
Días después fui a buscar a Pascual. Pero estaba de viaje. Específicamente, de gira promocional de su
última novela, que terminó siendo todo un best-seller.
Poco después envié mi libro a un concurso y gané el primer premio. El libro se editó en Barcelona en
1959, y otra vez fui el escritor con libro y premio bajo el brazo más anónimo del mundo. Ni siquiera en
Lima comentaron mi premio. No entendía nada. Los suplementos que me llegaban hablaban de escritores malos.
Recuerdo a uno que en ese entonces, a pesar de su juventud, ya era profesor universitario en San Marcos.
Había publicado un par de libros realmente malos, pero sin embargo era la promesa de la narrativa peruana
última. Se llamaba Carlos, y según él, sus relatos partirían en dos la literatura peruana. Ahora no
significa nada.
Decepcionado de España me fui con mi mujer, mi libro de cuentos y una novela inédita a París. Y la
pasé peor. Vivía en una miserable buhardilla de un hotel y no tenía trabajo estable. Si bien es cierto
que no llegué, como otros, a mendigar en el metro, aceptaba cualquier trabajo. En las noches regresaba a
casa a seguir corrigiendo mi novela. A mi mujer ya casi se le había acabado la fe, y me pedía volver al
Perú. Nunca acepté. Hubiera preferido el suicidio a regresar y perderme en uno de esos bares malolientes
de Lima, haciéndola de escritor incomprendido y genial.
A pulso logré, meses después, conseguir algo mejor. Trabajé en la Agencia France Presse, y, más
tarde, en la Radio-Televisión Francesa con un programa de entrevistas a escritores. Era un empleo muy
codiciado, sobre todo por la colonia latina, pues te daba acceso a lo más graneado de la intelectualidad
francesa y, aunque en menor medida, a la de toda Europa. Sin embargo, como escritor, todavía seguía siendo
anónimo. Mi novela ya concluida y, por enésima vez, corregida y aumentada, esperaba su momento.
Su destino comenzó a delinearse cuando volví a encontrarme con Horacio, el argentino que conocí en
España. Y por él conocí a Aureliano y a Artemio, colombiano y mexicano, respectivamente. Teníamos muchas
cosas en común. Todos teníamos una novela bajo el brazo, éramos anónimos —aunque unos menos que otros—
y habíamos sido editados por Pascual. Fundamentalmente lo último nos unía. En las pocas veces que pude
asistir al café donde ellos se reunían siempre terminábamos hablando de Pascual. Tanto Horacio como
Aureliano pensaban que era una maldición; Artemio y yo éramos escépticos. Nos cerrábamos en que se
trataba de una maldita broma. Y mientras, la fama de Pascual crecía más y más. En algunos diarios ya
hablaban de que era candidato al Nobel.
Poco después el grupo se disolvió. Sólo quedamos Horacio y yo. A pesar de mis desplantes, Horacio
seguía invitándome, siempre para hablarme de la última de Pascual. Yo asumía eso como un pretexto.
Tenía la impresión de que lo que buscaba de mí era una ayuda para entrar en la Radio-Televisión
Francesa. Nunca me lo pidió, pero yo lo pensaba. Tal vez porque no lo entendía. Hablaba de mística y
otros temas ligados a la filosofía oriental. Siempre andaba tratando de darle vuelta al mundo. Y su libro
expresaba eso: una visión mística del mundo narrada desde una buhardilla de París y un sanatorio de
Buenos Aires.
Un día Horacio apareció en la radio. No sé cómo lo dejaron entrar. Apenas me vio se me acercó, me
tomó del brazo y me dijo que tenía un dato terrible de Pascual. Le dije que no podía atenderlo en ese
momento, pero él insistió tanto, y se veía tan desesperado, que no tuve más remedio que salir con él,
para evitar una posible escena desagradable. Me llevó a un café del Barrio Latino. No quiso ir a uno más
cerca de la radio. Tenía que ser en ese café. Y ahí me contó una historia delirante. Dijo que ya sabía
por qué Pascual nos había publicado. Era algo que tenía que ver con su pequeña imprenta portátil.
"La máquina de hacer libros es mágica y maligna", susurró. "Tiene poderes. Cada vez que
imprime libros de escritores jóvenes, ésta hace que los libros de Pascual tengan éxito, a cambio del
fracaso y la ruina de los jóvenes. No me preguntes cómo me enteré, pero es cierto".
"O sea que es una especie de maldición", dije, dándole por su lado. "Claro",
contestó, "y es para toda la vida...". En ese instante Horacio se puso a llorar. Según él
había encontrado la respuesta a sus fracasos editoriales, a pesar de lo valioso de su obra. Después,
enjugándose las lágrimas, me dijo que había una forma de liberarnos de esta maldición. "Hay que
quitarle la máquina y hacer lo mismo con un escritor joven". Las horas que siguieron fueron una
retahíla de planes para apoderarnos de la "máquina de hacer libros". Quedamos en reunirnos
dentro de una semana para ir a Londres, donde estaba Pascual, a robarle la pequeña imprenta.
Nunca le conté nada de esto a mi mujer. Me pareció tan delirante, que pensé que no valía la pena. Y
menos en la situación en que nos encontrábamos. Nada andaba bien entre nosotros. Ella había perdido la fe
en mí, y no se cansaba de repetirme que teníamos que regresar al Perú. Tiempo después terminaríamos
separándonos. Y no precisamente por ella. Podíamos seguir a pesar de las discusiones. Pero apareció otra,
de la que me enamoré perdidamente. Otra que ahora es mi esposa y madre de mis hijos. Pero eso ocurrió
mucho después de aquel encuentro con Horacio. Y, sobre todo, es otra historia.
Meses después me enteré de que Pascual había sufrido un robo. Fue todo un revuelo en el mundillo
literario hispano. Pascual, el nuevo Cervantes, autor de tal y cual novela, estaba en el hospital
recuperándose del infarto que le produjo la pérdida de un objeto muy valioso, objeto que las notas de
prensa no especificaban.
Cuando unos días más tarde Horacio me llamó intuí que él había sido el ladrón. Llevado por una
inesperada curiosidad fui a buscarlo a su pieza del Barrio Latino. Era una habitación muy pequeña. En una
de las paredes había una enorme plancha de cartón llena de recortes de periódicos y revistas. Los únicos
muebles eran la cama de una sola plaza, el velador y el estante repleto de libros. Sobre el piso había
pilas de libros, discos, y un gramófono. En medio, sobre el tapete azul, estaban sentados Horacio,
Aureliano y Artemio. Rápidamente me pusieron al tanto de la situación. Narraron su encuentro en Londres,
el seguimiento a Pascual a diferentes ciudades, y, finalmente, el robo. "¿Quieres verla?", dijo
Horacio. "A ver", respondí. Y de debajo de la cama sacó una caja, muy parecida a un maletín
James Bond, pero un poco más grande. Lo puso entre sus piernas y la abrió. Tenía una plancha de madera
donde se colocaba y sujetaba la tipografía, unas cajitas con tipos, dos herramientas —componedor y rama,
según Horacio— y unos pomitos con tinta. "Es similar a las del siglo XV, pero la tipografía es
moderna", dijo Aureliano. Cogí los instrumentos, y mientras los observaba Artemio me dijo: "Hay
que buscar a un escritor joven para probarla...". "¿Conoces alguno?", intervino Aureliano.
"Es muy hermoso", dije, contemplando los grabados en la madera del instrumento. "¿Y? Qué
quieres, el modelo es renacentista", explicó, riéndose, Horacio. "Bueno, conoces o no a
uno", insistió Aureliano. "Puede que sí", dije, cogiendo una de las cajitas con tipos,
"pero antes quisiera saber por qué me buscaron. Ustedes pueden conseguir uno, no me necesitan".
Al terminar la frase miré a Horacio. Éste sonrió y me dijo: "Yo fui el de la idea de buscarte, y lo
hice por cábala, creo que contigo las cosas saldrán mejor". Los demás asintieron. Era una respuesta
un poco extraña, pero viniendo de Horacio era creíble. ¡Creíble! Vaya palabra, tan lejana a todo lo que
estaba pasando. Y terminamos la reunión acordando buscar al joven escritor y jurando no contar a nadie lo
de la máquina. Y bueno, qué más daba, total, no creía posible que alguien se tragara el cuento.
Al salir decidí olvidarme del asunto. Era una estupidez. No tenía tiempo para estos locos de atar. Y
durante la semana que siguió no tuve noticias de ellos. Tal vez ahí hubiera acabado todo. Pero no fue
así. Y la culpa la tuvo Inocencio,
a quien conocí fugazmente en Lima, una de las pocas tardes en que me animé a dar una vuelta por un bar
llamado Palermo, punto de reunión de escritores condenados al fracaso. Recuerdo que fui con un amigo. Nos
habíamos reunido en su casa para planear editar una revista. Después de unas horas, y ya casi con la
revista en las manos, me convenció de ir a celebrar a ese bar. Ahí se nos acercó Inocencio y nos habló
de muchas cosas que ya no recuerdo. Bueno, él me envió con un amigo suyo su libro de relatos. Quería que
lo ayudara a buscar editor. Suponía que por mi trabajo en la radio conocía la mar de editores. Y ocurrió
que cuando salía de encontrarme con el amigo de Inocencio con su libro bajo el brazo, me topé con Artemio.
Lucía la barba crecida y muy descuidada. Al verme lo primero que hizo fue arrancarme el manuscrito.
"Lo sabía, peruano, sabía que tú eras el hombre", dijo. Y casi a rastras me llevó a un
teléfono a llamar al resto. De ahí fuimos a la pieza de Horacio.
Lo primero que hicieron fue someterme a un interrogatorio sobre el tal Inocencio. Querían estar seguros
de que era joven. No sabía exactamente su edad, ni siquiera lo recordaba muy bien, pero igual les dije que
era "el elegido", sólo para salir del paso. Esa frase les gustó. Y convinimos en publicarlo.
De regreso a casa, con el cargo de editor responsable, me puse a pensar en la situación. Por un lado, si
la cosa era una estupidez, qué más daba publicar el libro del tal Inocencio. Eso quería él, ¿no? Se
sentiría agradecido conmigo. Pero si el asunto era verdad, si realmente estábamos a punto de condenarlo al
fracaso, ¿podría vivir con ese cargo de conciencia? ¿Podría hacerlo..? A pesar de mi juventud, yo ya
había aprendido algo en esos años; aprendí que para lograr el éxito no bastaba ser un buen escritor, ni
siquiera un genio, se necesitaba algo más. No sabía qué era. Pero era algo muy distinto al talento.
Entonces me pregunté si de repente era esa máquina. Si eso era lo que me faltaba para convertirme en un
escritor de éxito. En ese instante eso era una mera especulación. Podía resultar como no. Y decidí
probar, y publicarlo.
Semanas después, cuando tuve los veinte ejemplares en mis manos, fui al correo con el fin de
enviárselos a Inocencio.
Pero no lo hice. Sentado en la oficina de correos, con los libros en mis piernas, decidí, llevado por no
sé qué impulso, escribirle un telegrama diciendo que al final no se logró la publicación de su libro,
como ya —obligado por mis socios— le había adelantado. Fue una suerte de abrupto arrepentimiento,
movido por el presentimiento de que en verdad la máquina era mágica y maligna. Recuerdo que llegué a mi
pieza con los veinte libros. Los puse en lo alto de uno de los anaqueles. Ahí permanecieron todo el tiempo
que viví en París.
Inocencio nunca me contestó. Sé, por terceros, que al leer mi telegrama entró en una honda depresión.
Superado ese estado, publicó por su cuenta el libro. Salvo en algunos corrillos limeños —o sea, en la
provincia literaria— nadie se enteró. Y hasta ahora, a pesar de que ya lleva publicadas varias obras —la
mayoría financiadas por él—, para el mundo literario de Europa y América no existe.
Claro, la maldita máquina funcionaba. A las pocas semanas de imprimir su libro, un editor me llamó al
trabajo. Hacía varios meses le había dejado mi manuscrito en la recepción de su oficina. Los primeros
meses iba a preguntar de vez en cuando. Nunca me recibió. Sólo su secretaria me decía que estaba en
revisión. Y ahora me llamaba. Me recibió muy amablemente. Dijo algunas cosas sobre el libro. Y terminó
proponiéndome participar en el concurso de novela que su sello estaba lanzando. "Si no ganas, igual lo
publicamos más adelante", dijo. Obviamente, gané. Y de la noche a la mañana me convertí en una
celebridad.
Los otros también, gracias a la máquina, se hicieron célebres. Era increíble.
Lo que vino después nos convierte en los seres más despreciables del planeta. Ebrios de éxito y
dinero, comenzamos a publicar en la máquina a una cantidad enorme de jóvenes escritores que nunca vieron
sus libros en las vitrinas. Durante los primeros cuatro años la pequeña máquina no paraba. Aureliano
entró en sociedad con unos editores de su país y compró una editorial a la que llegaban cientos de
manuscritos, muchos de ellos de jóvenes. Horacio, por su parte, se hizo fama de izquierdista y muy dado a
apoyar a los jóvenes escritores, cosa que aprovechaba para "cazar" sus libros. Artemio como yo
fuimos más selectivos. No publicábamos cualquier libro de jóvenes. Tratábamos de que fueran buenos
libros, para así cerrar el paso a futuros competidores. Sí, nuestra meta era no sólo ganar premios, sino
ser los mejores, todo un paradigma dentro de nuestras literaturas. Así, con mayor éxito que mi amigo
Artemio, logré partir la narrativa peruana en dos. Un antes y un después de mí. Eso todos en mi país lo
aceptan.
Pero no crean que fue fácil. En mi obsesión de "cazar" los mejores libros de jóvenes, tuve
que armar una red en casi todos los departamentos. Primero lo hacía a través de amigos periodistas y
profesores universitarios que me tenían al tanto del surgimiento de cualquier promesa. Más tarde tuve que
contratar a un staff de secretarias para que se encargaran de leer todas las revistas de literatura, a la
caza de cualquier joven con visos de buen escritor.
Con el tiempo, ya instalado en el jet set internacional de la literatura, me enteré que había varias
"máquinas de hacer libros" en el mundo. La mayoría de escritores famosos, por no decir todos,
tenía una, o como yo, pertenecían a un grupo que la tenía. Y eso lo sabían los grandes editores.
Incluso, en círculos muy reservados —a los que pocas veces fui invitado— era una condición sine qua
non
tenerla. Y no sólo eso. En una de esas veladas, casi siempre en ciudades tan exóticas como las de Oceanía
o el Tibet, me enteré de que hasta el mismo Cervantes y Shakespeare tuvieron una. En el caso de Cervantes,
supe que se la robó a Lope de Vega. En una de las cárceles de Sevilla, donde estuvo preso por
irregularidades en las cuentas presentadas como recaudador de impuestos, conoció la historia de la máquina
y quién la tenía. Al salir contrató a un maleante para que hiciera el trabajo. Éste, aprovechando una de
las borracheras de Lope de Vega, la robó. Antes, habían aprovechado la máquina otros escritores del Siglo
de Oro, como Francisco de Quevedo y Fray Luis de León. Y en lo que respecta a Shakespeare, me enteré de
que la máquina la obtuvo de un enemigo de Dante, quien también la usó, y se la prestó un par de veces a
Petrarca y Boccaccio.
Desde esa vez no han parado los éxitos. Tengo en Londres un departamento con dos cuartos llenos de
títulos y medallas. Lo único que me faltaba era el Premio Nobel. Y ya lo tengo. No se imaginan cuántos
escritores jóvenes me costó. Soy una mierda, lo sé... Hace unos años estuve a punto de renunciar a esto.
Fue en una de mis visitas a Lima. Había sido invitado, una vez más, a un Congreso Internacional de
Narradores en una universidad particular. Hablé de mis duros años de aprendizaje en Madrid y París —obviamente
sin mencionar a Pascual ni a su máquina—, de cómo gané los premios y de mi perseverancia. Luego del
cóctel, y ya rumbo a mi casa, me entraron unas ganas enormes de visitar mi almacén. Entonces ordené al
chofer que me llevara. No lo visitaba desde hacía unos veinte años. Ahí guardaba los miles de manuscritos
impresos en la máquina. Era por mi maldita manía de no destruirlos, como hacían los otros. Al llegar
dejé al chofer en el auto y entré. Fui directamente a los sótanos. Y ahí estaban todos, en interminables
y altos anaqueles, ordenados por años. Comenzaba en 1960 con el manuscrito de Inocencio, que de un modo u
otro sospecha algo porque no pierde la ocasión para atacarme. También de un tal Villar, amigo de
Inocencio, y otros, ya innumerables. Cuando llevaba recorridos varios anaqueles, tuve la impresión de que
me encontraba en un cementerio. Y eso me quebró. Estuve varias horas en el piso, pensando. Ya en el carro,
de regreso a casa, pensé por un instante en dejarlo todo. Pero al llegar y ver a mi mujer feliz porque se
acababa de enterar que me habían nominado, por primera vez, al Premio Nobel, todos esos pensamientos se
esfumaron. Total, me dije después, sé que un tal Romaña se ha conseguido una máquina, y anda también
"cazando" jóvenes escritores. Así que si yo no lo hago, ese maldito lo hará. Y seguro no
parará hasta el Nobel.
Y así fue que continué. Según mi secretaria privada llevo publicando a casi medio millón de jóvenes
escritores que, por cierto, nunca se enteran de nada. Basta que manden sus libros a un concurso o a una
editorial y ya son míos. Cazados.