Habitualmente reconozco a las personas que me circundan aunque no hablen.
Lunes.
Esta es Epifania. Su voz me lastima hasta límites indecibles. Su timbre es penetrante y doloroso, y su
vocabulario tan vulgar e ininteligible que dan ganas de vomitar. Aún recuerdo las náuseas que provoca el
vómito, su sabor repugnante y su olor repulsivo. Epifania es todo eso. Ahora entra por la puerta, lo sé
porque he oído el tintineo de sus joyas de chichinabo y el sonido que produce al andar el roce de sus
apretados pantis sobre sus muslos asquerosos y gordos. Cosa que intuyo por su forma de respirar entrecortada
y forzada. Debe de haber escaleras antes de llegar a esta habitación. Ya habla, y por mi médula corre una
serpiente fría que me descompone. Me recoge la mano con su palma derecha y la cubre con su izquierda
dándome unas palmaditas como si con ello se consolara a sí misma. A la vez resuenan sus pulseras y noto
muy frío lo que deben de ser sus anillos. Al de un rato la oigo hurgar en el bolso; saca un pañuelo; y la
oigo lamentarse. Así está un buen rato hasta que por arte de birlibirloque comienza a escupir de nuevo su
cháchara barata y quejica. Después de un rato calla de nuevo y me relajo. De vez en cuando la oigo
suspirar largamente y en el transcurso de esa expiración forzada jalea todos los metales que lleva
colgados. Después de un largo rato entre quejidos, risas esperpénticas y lamentos, noto cómo retira su
sudorosa mano izquierda de la mía y oigo aún el tintineo de su reloj al cual, intuyo, mira, lo vigila cada
vez más frecuentemente hasta que al final se levanta suspirando, esta vez de una forma más natural, como
reconociéndose merecedora de un sitio en el cielo por la labor humanitaria que hoy, lunes, ha desarrollado.
Oigo el roce seco de sus pantis. El campanilleo de sus baratijas y el torpe taconeo de sus pasos.
La serpiente libera mi espina dorsal y siento por fin una sensación de alivio.
Martes.
Oigo toses por el pasillo. Se abre la puerta y entra Joaquín. Huele a tabaco. Carraspea y se traga la
flema. Da una vuelta por la habitación parándose en la ventana. Supongo que echa un vistazo a su alrededor
porque en un momento dado interrumpe el paseo de repente y todo queda en silencio. Al de unos segundos
reanuda su marcha esta vez más lentamente. Se quita el abrigo y luego la chaqueta. Arrima una silla a
algún sitio cerca de la ventana. Descorre la cortina y la abre. Luego se acerca a mi inseguro, y desde el
borde de la cama noto cómo se inclina y arrima su cara a mi nariz, probablemente para comprobar que
efectivamente todavía respiro y que su estancia allí no es vana. Ese momento en el que nuestras caras
están juntas se me hace una eternidad. Percibo su aliento hediondo sobre mi nariz y al instante me entran
arcadas y espasmódicamente mi esfínter estomacal se cierra y las náuseas son aun mayores. Eso me produce
un asco infinito que perdurará mientras sienta su presencia en la habitación. Una vez que testifica mi
tenue aliento se retira y vuelve al refugio de su ventana, allí se da cuenta de que le falta algo porque
escarba en sus bolsillos buscando alguna cosa que no encuentra. Va hacia su abrigo y continúa la búsqueda.
Lo encuentra. Vuelve a la ventana y oigo cómo desenfunda un cigarrillo; resuena el chasquido de un mechero
e inspira el aire contaminado con placer. La habitación se colma entonces de tabaco. Mi estómago se cierra
más aun. Entonces él, como si se percatara de mis sensaciones, torna aun más la ventana para dejar salir
el humo. Este proceso se repetirá cinco veces durante el tiempo que Joaquín permanece en la habitación.
Cuando por fin le oigo girar la cerradura del ventanal, recoger su chaqueta y abrigo y marchar sin ni
siquiera ponérselos con paso firme hacia la salida de la estancia, sin ni siquiera comprobar si mi débil
respiración continúa alimentando el mundo de una existencia más, pasiva e inútil.
La boca de mi estómago recupera su forma original por fin.
Miércoles.
Igor debe de ser muy joven. Es ruidoso. Su ropa huele a sudor viejo. Le oigo llegar con paso rápido.
Abre la puerta manipulando la manilla sin acertar a hacerlo a la primera, hasta que finalmente la abre de un
golpe. Es descuidado, tropieza constantemente. Su calzado debe de ser de esos deportivos porque chirrían al
deslizarse sobre las baldosas. Va directamente a la esquina donde debe de estar la televisión, le oigo
presionar mandos y botones, hasta que al final lee en alto las instrucciones de uso y abandona la esquina
decepcionado. Se acerca a mi cama y me lanza una exclamación dejando perfectamente claro que estoy
totalmente jodido. Mi cabeza entonces comienza a dar vueltas. Las tinieblas en las que habitan mis
pensamientos se tornan ahora aun más oscuras, su presencia me crea inseguridad y un desasosiego
inexplicable. Escucho cómo se sienta, revisa el cajón de la mesilla que está junto a la cabecera de mi
cama; luego se levanta y abre los cajones del armario ropero, seguidamente entra en el water, no sé lo que
hace porque no escucho ningún ruido familiar, hasta que al final suena el agua que bombea la cisterna del
inodoro. Sale y se sienta apoyando su cabeza en el borde de la cama. Oigo el ritmo de una musiquilla y lo
imagino con un "walkman". Tararea una canción desentonando y marcando el ritmo de vez en cuando.
Después de un tiempo que se me hace eterno le oigo decir un taco, recoger el "walkman" que
continúa sonando ahora con más volumen al quedar los auriculares libres de sus orejas. Oigo un clic que
hace parar la música y acto seguido unos pasos torpes que se alejan. La puerta ha quedado abierta y le oigo
cagarse en la madre que parió a los putos hospitales.
Mi cabeza ahora descansa, y caigo en un profundo sueño.
Jueves.
Es Ramona. Su paso es muy lento e inseguro. Utiliza bastón. Una de sus piernas debe de ser casi inútil
porque sólo se oye el ruido del paso de un pie, y después de un intervalo en el que apoya el bastón
lentamente sobre el suelo, escucho posar el mismo pie indeciso. Llega hasta mí y me pone la mano en el
pecho. Murmura algo que no llega claro a mis oídos y vuelve a retirar la mano. Me arropa y comienzo a tener
calor. Se sienta en la cama junto a mí. La noto explorar su bolso en busca de algo. Lo saca. Es un libro
porque escucho el remover de las páginas, lentamente y una a una, así durante un buen rato hasta que se
para en una ellas. No sé si la elige al azar o la guardaba marcada previamente para la ocasión. Comienza a
leer la Biblia y yo siento miedo. El pecho se me encoge y me cuesta respirar. Mi corazón se acelera y
siento sus latidos más calientes y convulsivos. Ella continúa la lectura de algún pasaje del Antiguo
Testamento. Así un tiempo que se me hace infinito, hasta que de repente, sin percibir yo ningún cambio de
tono en su narración, y sin ni siquiera haber terminado el relato que está leyendo, cierra el libro, lo
cual me hace pensar que su lectura es tan sólo funcional y que ni ella misma se entera bien de lo que me
lee en voz alta. El recital delirante sin embargo no termina ahí, y comienza un murmullo en el que de vez
en cuando reconozco pasajes del Padre Nuestro, el Ave María, y otras oraciones. Me acongojo aun más e
intento desviar mi atención hacia otros sonidos, pero no lo consigo. Después de una eternidad, la inodora
y aséptica Ramona se levanta. Ase el bastón que había dejado apoyado a la cama; se levanta lentamente; y
la oigo alejarse poco a poco. Mi respiración retorna a su cadencia normal, y el nudo que envuelve mi
corazón se deshace al fin.
Viernes.
Wilfredo debe de ser un chistoso porque se ríe de sus propias gracias. A mí sus ridiculeces me producen
desasosiego por toda la estulticia y negación a la inteligencia que encierran en sí mismas. Le oigo llegar
dando palmadas, como anunciándose. Creo que piensa que su presencia me produce algún placer especial por
lo aburrido de mi estado letárgico. Se planta junto a mi cama, taconea con los zapatos como preludiando
algo gracioso y suelta su chiste pretendiendo ser el paladín que alegrará mi existencia durante el tiempo
que me regale con su presencia. Mi cabeza reacciona con un rechazo hacia el sentido del oído del que
desgraciadamente no puedo huir. Él continúa su sarta de sandeces hasta que él mismo, como si se percatara
de que un rostro tan inmóvil e inexpresivo no puede despertar más que falta de inspiración, da por
concluidos sus episodios. Entonces se reclina en el único asiento que parece estar disponible en la sala,
excepto la propia cama, y le oigo cómo hojea lo que parece ser un periódico. Al cabo de un rato escucho el
ruido de las páginas que se arrugan al ser cerradas de repente, probablemente porque se da cuenta de la
hora. Entona una cancioncilla alegre, se acerca a mí como para despedirse, da unos taconazos, unas palmas,
e intuyo que hace un gesto aparentemente gracioso a modo de despedida. Su paso al marchar es ligero y
seguro. Mis oídos descansan ahora.
Sábado.
Se nota cuando te acompaña un profesional. Gregorio lo es. Lo primero que dice siempre al entrar es
"buenas tardes", como si la persona que está postrada frente a él fuera su pareja de mus y que,
llegando tarde a la partida, lo saludara precipitadamente para iniciar el juego de sobremesa de cada
sábado. Deja un maletín en la mesilla junto a la cama. Se desprende de la chaqueta. Se remanga la camisa.
Abre el maletín y saca bálsamos y ungüentos olorosos. Seguidamente comienza una sesión de masaje que a
mí más que relajarme me produce dolor. Es un dolor desagradable pero soportable. Comienza por el cuello,
los hombros y luego la espalda. Continúa por las piernas y luego los brazos. Se toma su tiempo y silba
mientras lo hace. Es aséptico. A veces me dice cosas cómo quien le cuenta anécdotas a su pareja de naipes
en los intervalos del juego y entre copa y copa. Chismes de fútbol e hilaridades que a mí, lejos de
distraerme, me centran más en el desagradable dolor que me reparte por todo el cuerpo. Debe de tener el
tiempo medido porque justo cuando termina la sesión recoge sus cosas en el maletín, se arregla la camisa,
se pone la chaqueta, y se despide con un "hasta el sábado que viene". Mi sentido más
desarrollado persigue sus pasos hasta que el silencio vuelve a invadir mi vida sempiterna de tinieblas. Mi
cuerpo entonces experimenta una calma absoluta.
Domingo.
Sé que es domingo y mentalmente me he estado preparando para ello. El hilo del que pende mi inmóvil y
frágil vida sigue tenso gracias a Isabel y sus domingos. Ahora la angustia me la produce la larga espera
hasta que mis muy finos oídos escuchen sus pasos alegres devenir por el larguísimo corredor que conduce
hasta el lánguido y solitario espacio en el que habita mi cuerpo lacio. Me impaciento. Casi desespero, y
pierdo aun más la noción de mi tiempo inmensurable. Cuento desesperadamente los días de la semana.
Epifania, Joaquín, Igor, Ramona, Wilfredo, Gregorio. Recuerdo cada una de las sensaciones que me producen
sus gestos, sus olores, sus frases, sus pasos. Voluntariamente me impongo el suplicio de volver a
experimentar el asco, la rabia, el dolor, el miedo y el vértigo que me producen sus visitas con el único
motivo de asegurarme del día de la semana en el que me encuentro. Por fin percibo el rastro de sus pasos
festivos y me recreo en ellos. Los escucho y mi alma se ilumina de una manera que sólo un resucitado que ha
conocido el infierno absoluto podría explicar al volver a la vida. Los oigo cada vez más cercanos.
Pero todavía, en el fondo de mi ser, guardo la sospecha terrible de confundir su pista con la de otra
persona desconocida. Pero esa sensación macabra sólo dura un segundo. Imaginar por más tiempo que no es
Isabel la que está al otro lado del pasillo me provocaría una angustia tal que el hilo que sostiene mi
quieta existencia al fin se rompería, y con él abandonaría la noche en la que me sumo postrado en esta
vigilia vegetativa. Llegaría por fin la claridad y me convertiría en el espíritu libre con el que sueño
cada segundo. Sé que alcanzaré así, en algún momento, el otro mundo, donde existe la perfección total,
donde la perspectiva del espacio repleto de los placeres sencillos de los sentidos y anhelados en esta vida
de penumbras se vuelve real y mi gloria es por fin el placer de no sentir nunca más la obscuridad de una
existencia vacía de anhelos perdidos en el camino, despreciados por la falacia de las luces de la
ignorancia y la ignominia de las falsas esperanzas con la que nos regalamos para seguir caminando hacia el
abismo. Yo conozco ese abismo. Lo juro. Y juro que desprecio la vida que me regalan.
Pero es Isabel la que entra por la puerta, y la gloria para mí ahora está en este mundo. La huelo feliz
mientras se quita el abrigo y se descalza, frente a mí. Me desentiendo de los sonidos superfluos que
producen las cosas y me centro en su persona. Su olor es limpio, su voz mientras me habla me produce
millones de placeres inexplicables. Recibo el encanto de su tacto. Me coge de la mano de una forma natural,
fuerte, y sencillamente hace firmes sus cinco dedos envolviendo mi mano inerte pero plena de sensibilidad en
la suya. Me acaricia la cara con el dorso de su otra mano, se para en la frente y en la comisura de mis
labios que humedece de alguna manera muy sensual. Se acerca a mí y siento su respiración sobre mi
cuello desnudo. Mi corazón late ahora más intensamente, embargado por un vacío inexplicable que noto
llenarse a borbotones de sangre ardiente; los lagrimales de mis ojos quieren dejar escapar algún líquido
que ya no existe pero que siento en mi garganta que se contrae en una mezcla de placer y dolor espiritual.
Su suave mano lentamente recorre mi pecho mientras me desarropa de las sábanas. Coge mi tibia mano y se la
lleva a su pecho. Siento su cuerpo voluptuoso a través de su sweater y recibo en mis nervios semidormidos
el compás hermoso de su corazón palpitante. Siento ahora un escalofrío tonificante en mis muslos, en mi
ingle también. Mi mano, guiada por la suya, recorre todo su cuerpo infinito, su cara, su cabello largo y
recogido por detrás de las orejas, sutiles cartílagos que me obliga a palpar, me lleva a su acuosa boca e
introduce mis dedos en ella. Mientras, su otra mano ya ha llegado a mis genitales que acaricia con dulzura,
sin un ritmo preconcebido. Siento ahora cómo mi pene se tersa. Ella es la única persona que lo sabe. Sabe
que en mí perdura la pasión del amor y el sentido físico y espiritual que lo hace posible. Por eso se
desnuda. La escucho desprenderse de toda su ropa.
Lentamente se abalanza sobre mí y, sin dejar de acariciarme, extiende su cuerpo limpio sobre el mío.
Introduce mi sexo en el suyo, y mi cuerpo y mente se cargan de un caudal de emociones y placeres
indescriptibles. La oigo gemir mientras se mueve acompañándose de los roces que le producen gozo y con los
que se deleita deliberadamente. Siento cómo su cuerpo se estremece junto al mío y ambos alcanzamos el
clímax.
Luego se une a mí en un abrazo demasiado corto, porque como ella me dice dulcemente mientras se retira
pesadamente, la vida nos regala el tiempo, la naturaleza los placeres para llenarlo, y Dios espíritu para
vaciarlo.
Ella se va y yo me vacío entonces en mis tinieblas. Hasta el domingo siguiente.