Parásito
Al releer la carta, me sorprende la precisión de mis propias palabras: la sutil diferencia entre
"solo" y "abandonado", entre "fallido" e "irremediable". Por alguna
razón, estoy convencido de que ahora sería incapaz de lograr un escrito semejante.
Aprovecho la oscuridad para depositar la carta bajo su puerta. Mientras conduzco de regreso, recuerdo mis
titubeos al traducir el seminario de esta mañana. Irónicamente, el tema del seminario era la importancia
del lenguaje en la percepción y descripción de nuestro universo. Según el experto, un individuo que
desconoce el término para describir una sensación es incapaz de experimentarla. Concluido el evento,
llamé a mi amigo, el médico Amado, para saber si ya contaba con el diagnóstico de mi caso. Nervioso, me
pidió llamarlo en otro momento.
El recuerdo de mi mujer invade ahora mi mente y pienso en el tiempo de convivencia plácida, que fue
opacado por el desgaste de la pasión al cabo de los años. Seguro de encontrar en alguien más la pasión
permanente, decidí abandonar a mi compañera. Escribí una pequeña nota explicativa y no volví más. Ella
intentó contactarme, a través de Amado, pero no accedí a verla. Tampoco encontré a la amante ferviente
que buscaba y, en su lugar, me invadió una incontenible rabia contra mí mismo. Hace unos días redacté la
carta en la que supliqué a mi mujer regresar conmigo.
Me acuesto cansado, duermo muchas horas. Despierto con el dolor de que ella no esté aquí pero sé que
hoy tendré respuesta suya. Me levanto rápidamente y en el espejo me ve alguien con una sonrisa. Me
gustaría encontrar la palabra que describe mi cara. Un poco más que contento.
Tomo otro camino a trabajo: más largo pero con árboles grandes. ¿Cómo se llaman? Llego a la oficina,
busco en la computadora mensaje de mi mujer. Llamo a Amado. Serio, me cuenta sobre casos parecidos al mío.
Dice "la enfermedad se debe a un parásito del cerebro humano. El paciente pierde rápidamente el
lenguaje y, al cabo de una o dos semanas, sólo puede articular monosílabos". ¡Qué bueno! Hay
mensaje de mi esposa. Pide verme mañana. Doy gracias a mi amigo y cuelgo el aparato.
Como en el lugar en donde comen personas. No entiendo lista de comida. Pido pollo asado. La señorita
pregunta "¿quiere guarnición?". Digo "sí", sin entender.
La noche, trato de leer. Mejor me duermo. Despierto y me siento bien. La calle se ve bonita con la luz
del sol. Camino suavecito. No quiero estar en el trabajo. Es feo hacer mal mi trabajo. En la oficina mejor
juego un juego de cartas en la máquina esa. Sin palabras. El tiempo se pasa más rápido.
Noche sin dormir, pensando en mi mujer. Cansando camino a trabajo. Entro en cuarto de trabajo. Debo pedir
el libro de palabras a la secretaria.
—Por favor ese libro, digo y enseño con el dedo.
—¿Cuál? —pregunta con cara rara—. ¿Ese al lado de ese grande?.
—No, ese gordo arriba de ese chico.
—Ah, el diccionario —dice enojada. Piensa que río de ella, de como habla. Antes sí. Hoy hablamos
igual. Siento raro, como mal.
Trabajo con escrito. El corrector dice misma palabra muchas veces. Gramática mal. Cambio con palabras de
máquina. No entiendo todas. No importa. Contento porque pronto veo a mujer. Camino por calles. Luces,
calle, agua, luna. Palabras.
Corro ver mujer. Mi mujer sentada, viendo lejos.
"Sólo una explicación razonable podría convencerme de volver contigo", dice.
"Perdón. Hice muy mal", digo.
"¿Después de todo el dolor que me causaste, sólo eres capaz de admitir que hiciste mal?".
Dentro ríe, enojada. "Expresa claramente tus sentimientos".
"Muy triste". Dentro siento triste. Sólo muy triste.
"¿Triste nada más? ¿Qué tal avergonzado, afligido, culpable, nostálgico, temeroso?".
Yo lloro. Ella muy enojada:
"Tu explicación es insuficiente. Lo siento", dice. Se va.
"Mal... mi cabeza. ¡Palabras!", grito.
Una risa de ella:
"Sé, a través de Amado, que estás enfermo. Tu llamada entró inoportuna en el clímax de nuestra
pasión".
Cerca de puerta a calle, dice:
"Háblame en tres días y seguramente me convencerás con un 'da-da-da' o con un sentido 'ta-ta-ta'
".
Mi compañero de celda
Mi compañero de celda era un hombre de mediana edad, de tamaño medio y de reputación promedio. Nunca
había reparado, por tanto, en él. Tengo la certeza de que los únicos seres dignos de interés en este
lugar son los demás presos políticos, personas con temas de conversación apasionantes.
Sobre la cama de mi compañero de celda se encontraba una pila de cajetillas de cigarros, como esperando
a ser requeridas. Ayer se terminó mi última cajetilla y sabía que pasaría un par de días para conseguir
otra, así es que decidí pedirle una a dicho sujeto. Con gusto me entregó un par y con voz tímida se
negó a aceptar su restitución en el futuro. Tal exceso de amabilidad me obligó a manifestar algún
interés por su persona, así que le pregunté el motivo de su encarcelamiento.
—Tuve algunos problemas con el Diablo —dijo mientras pasaba una mano nerviosa por su cabello.
Al ver mi gesto de incredulidad, añadió:
—No soy religioso. Sobre todo, nunca había creído en el demonio, ni había escuchado su voz dándome
malos consejos. Pero el Diablo toma caminos inesperados y, en mi caso, apareció como mujer.
La cortesía me obligaba a continuar prestándole atención, sobre todo cuando pregonaba mi interés por
el bienestar humano.
—Mi padre era un hombre magnífico: alegre, lleno de energía, justo y bondadoso, pero con el gran
defecto de ser responsable en extremo. Conoció a mi madre, una mujer con pocas ambiciones pero muchas penas
familiares y la responsabilidad lo obligó a casarse con ella...
Esto sí ya era demasiado para mis oídos. Continuó su monólogo, mientras yo comencé a practicar
mentalmente mi próximo discurso entre los compañeros reclusos. Esas historias familiares siempre
terminaban en tragedia y las variaciones entre unas y otras eran despreciables.
—¿Tiene usted mujer?
Su pregunta entró, impertinente, en mi discurso.
—No, ahora no tengo tiempo para eso —respondí automáticamente, mientras consideraba que, con el
apoyo de los compañeros, podría aspirar a la diputación en cuanto saliera de la cárcel.
—Le digo que el Diablo toma caminos inesperados —ese truco de lanzar frases absurdas al aire era
también utilizado por mi ex mujer para intentar captar mi atención. Más me valía dedicar algunos minutos
de atención a este individuo, para evitar seguir recordándola.
—Mi padre era un hombre sumamente inteligente, así es que estableció un negocio que rápidamente
prosperó. Nuestra vida en familia no era extraordinaria pero sí muy agradable. Digamos que mi padre era un
individuo muy afortunado para los ojos de los demás.
El hombre hizo una pausa, respiró profundamente y me miró a los ojos. Tuve que contener la risa al
escuchar su siguiente frase:
"Pero el Diablo se nutre de la miseria humana, así es que un día apareció en su vida una mujer
guapa, con el atributo que enloquece a muchos hombres: un rostro inocente que promete a la vez pasión sin
límites. Cualquier otro la habría recibido como una simple aventura, durable sólo hasta que la pasión se
mermara, pero el sentimiento de responsabilidad lo obligó a convertirla en su nuevo de proyecto de vida.
Con gran desgaste, dejó a su familia y se instaló con esta mujer".
Nuevamente interrumpió su discurso para interrogarme sobre mi vida personal:
—¿Usted cree posible que exista algo más importante que los hijos?
Recordé entonces que mis hijas no habían podido perdonar que sobrepusiera siempre mi vida política a
la convivencia con ellas.
—Por supuesto que no —respondí un poco molesto por su intromisión.
—La estrategia de esta mujer para destruir a mi padre le podría parecer a usted demasiado simple para
ser efectiva. Con una mirada inocente y una sonrisa dulce, hacía pequeños comentarios sobre mi padre y su
entorno: gotas de veneno que se depositaron en la mente de papá. Los comentarios se dirigían
principalmente a la propiocepción de mi padre: sus capacidades, sus valores y, en particular, su proyecto
de vida.
Me miró nuevamente con seriedad:
—Haga usted el experimento: emita un pequeño comentario negativo sobre algún compañero a otro
recluso, una acusación falsa. Repítaselo frecuentemente con sutileza y verá que, sin importar quién sea
aquel compañero, para este recluso será quién usted afirma.
Ese tono didáctico estaba alterando mis nervios y así continuó:
—La mujer envenenó igualmente la imagen de los amigos, de la familia y hasta de los empleados de mi
padre. Él comenzó a percibirse como un ente débil que intentaba enfrentar a un mundo enemigo y comenzó a
actuar con torpeza. Del hombre vital y fuerte quedó un ser totalmente desprovisto de alegría, pequeño,
quien seguía miserablemente el rumbo dictado por la mujer. Sobra decir que en el proceso perdió sus bienes
y sus amistades se distanciaron. ¿Puede usted acaso imaginarse una vida sin amigos? —ahí estaba
nuevamente su impertinente curiosidad por mí.
En la política no existen amigos, como es bien sabido, pero respondí con evidente disgusto:
—No, no puedo.
Quise entonces apresurar el final de la historia y pregunté:
—Y entonces, ¿usted mató a la mujer?
—Claro. La ahogué en su bañera. Después, la descuarticé y le di de comer los restos a sus propios
perros —se quitó las gafas para mostrarme sus ojos temerosos y me preguntó:—. ¿Me imagina acaso
descuartizando a una persona? Por supuesto que no. Un hombre rico apareció en escena y la mujer dejó a mi
padre por él. Papá nunca pudo recuperarse y murió hace algunos años.
Mi siguiente pregunta era evidente:
—Y entonces, ¿por qué está usted en prisión?
—Mi socio me acusó de un fraude que jamás cometí. Ya ve, mi padre no me preparó para sobrevivir en
este mundo de bestias.
Mi enfado seguía presente y, como buen marxista-leninista, dije:
—El Diablo no existe.
Respondió serenamente:
—Llámelo cómo quiera. No imagino peor infierno que darse cuenta de haber dejado escurrir la felicidad
entre las manos. En el caso de mi padre fue por el espejismo de una mujer, pero a veces la causa es el ansia
de poder, o nuestra insaciabilidad permanente. Usted lo sabe bien.
No respondí a esta provocación. Me di cuenta de que la cajetilla había funcionado como un señuelo
colocado por un individuo ridículo con urgencia de hablar. Sin una palabra más se la devolví. Me acosté
en la litera, cerré mis ojos y seguí practicando mi próximo discurso.
Apágalo
—¡Ya no lo soporto! —grita mi madre, mientras se empuja el último bocado.
—Pues, entonces, apágalo —las respuestas de papá siempre están impregnadas de desesperación y
parecen implicar que la solución es obvia. Esta no lo es tanto.
Yo no ceso de gritar al escuchar este ritmo de jazz a todo volumen, al que ellos llaman retro-jazz. Si el
jazz me parece una sucesión de ruidos inconexos, enervantes, el retro-jazz desata en mí una crisis
histérica.
—Tengo miedo de apagarlo. ¿Qué tal si no podemos encenderlo de nuevo, como ocurrió con el otro?
—El problema con el otro era el interruptor, que en este modelo es infalible o, cuando menos, eso
asegura el manual.
Grito al escuchar el piano. Grito con más fuerza al identificar la batería y aúllo al oír el violín.
—Voy a traer el libro de registro.
Mamá se levanta y se dirige a su habitación, mientras papa sirve el café. La batería y el piano
suenan al mismo tiempo. Se introduce una voz chillona a todo volumen. Cierro la boca para contener el grito,
pero sigo emitiendo un quejido vergonzoso.
Ha regresado mamá con el mentado libro. En realidad, es un simple cuaderno compuesto por una serie de
tablas. En las filas aparecen los días del mes, mientras que hay dos columnas: la primera dice horas
muertas y la segunda, horas netas. En las primeras se registra el tiempo de interrupción y, para obtener
las horas netas, es necesario multiplicar las muertas por un índice. El resultado equivale al tiempo de
funcionamiento que habrá que compensar en el futuro. Si hoy se interrumpe x horas, en el futuro el tiempo
de "encendido" sera x + n horas. Hay dos restricciones importantes: el tiempo total de apagado no
puede exceder 15 años y dos terceras partes de las horas de funcionamiento deben ser diurnas. ¡Qué bien
les sentaría a mis padres que se invirtiera la proporción!
—Este mes lo hemos apagado 122 horas, lo cual es igual a 158 horas netas.
En la voz de mamá detecto cierta angustia. Obviamente querría que el número fuera menor.
—Pero faltan 3 días para que termine el mes. No me parece tan grave.
En este caso papá presionaría con gusto el interruptor. El jazz sigue sonando y yo he retomado los
gritos. La combinación es más agradable: retro-jazz lastimero.
—Nos faltarían únicamente 2 años para recibir el pago si nunca lo hubiésemos apagado. En cambio,
nos quedan 5. Al principio lo interrumpía sólo 1 o 2 horas al día, pero es verdad que cada vez es más
difícil. El de Lucía tiene ya 15 años y en dos meses "La Sociedad" les entrega el dinero.
Claro, a costa de su salud y de su matrimonio. La pobre se ve tan avejentada...
Papá guarda silencio. Le disgustan las comparaciones. Nuestra situación no es óptima y odia que se lo
recuerden. Bien dicen que la infelicidad proviene de compararse con los otros y no de una evaluación
puramente personal.
Este tipo de retro-jazz fue creado por un compositor cubano. Mi padre dice que la influencia caribeña es
evidente. Lo que a mí me parece evidente son las malas intenciones del mentado individuo.
Es verdad que si aprietan el interruptor habrá más paz en este hogar, pero a todos nos queda claro que
habrá que soportar las consecuencias en el futuro.
—A veces extraño al otro —dice mi madre mientras mira con nostalgia hacia la ventana—. Me pregunto
si no habría sido mejor quedarnos con él. Este hace mucho más ruido.
—La palabra "extrañar" me parece inapropiada en este caso. Simplemente consideras que el
otro te convendría más. A mí me da igual. Ambos me parecen insoportables. Mi único consuelo es la idea
del pago. Me pregunto cómo le harían antes, cuando ni siquiera era posible apagarlos y no existían los
pagos. Es más, había que utilizar parte del sueldo para mantenerlos encendidos.
—Seguramente son mitos. Nadie podría haber sobrevivido así. Si no existieran compensaciones ni
represalias por parte de "La Sociedad", yo lo tendría encendido máximo durante media hora al
día. Súbitamente mi madre voltea a verme. "¿Te das cuenta? Estamos en silencio".
Es verdad: el reproductor de música se ha interrumpido y yo estoy en silencio. Parece que la paz volvió
a nuestro hogar.
—¡Qué bien! —dice aliviada—. Ya no será necesario apagarlo.
Sonreímos todos. Mi madre se levanta y se dirige hacia su habitación. Es la hora de su siesta. Para
mí, en cambio, es magnífico seguir despierto.
Intento alcanzar el libro de registro para verificar si sus cuentas son correctas. Al estirar el brazo,
tiro la taza de café y todo el líquido se derrama sobre las páginas del libro.
—¡Otra vez! ¡Míralo, tiró nuevamente el café sobre el libro!
Al decir esto, mi padre rodea bruscamente la mesa y se coloca detrás de mí.
—Lo voy a apagar, así haya que compensar 15 años o permanecer el resto de la vida en prisión por no
volver a encenderlo —su dedo frío toca mi espalda y se dirige hacia mi columna vertebral. Siento la
presión que ejerce al presionar el botón del interruptor.
¡No! ¡Otra vez, dormir! Comienzo a sentir que mis piernas se ponen rígidas y un cosquilleo en toda la
piel. Me quedan algunos segundos para hacerme el propósito de portarme mejor la próxima vez... claro, si
es que me vuelven a encender.