Letralia, Tierra de Letras
Año IX • Nº 118
22 de noviembre de 2004
Cagua, Venezuela

Depósito Legal:
pp199602AR26
ISSN: 1856-7983

La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras
Profunda garganta
Juan Álvarez

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La certeza de ser unos alcohólicos turbados nunca representó un problema para mí ni para mis tres amigos. No hasta aquella noche en que dándoselas de muy machitos terminaron metiéndome en la iglesia del Padre Reinaldo. Luego de eso tampoco, en realidad. Fue sólo el momento. Fue sólo la extraña combinación entre la comprobación de lo que ellos iban a buscar y esa última botella del más barato de los vodkas que traíamos orgullosamente puesta en nuestro corazón. Digo traíamos porque a estas alturas me parece que hasta yo misma alcancé a emocionarme. El vodka, lo recuerdo muy bien, se llama el galeón: vodka El Galeón.

El despropósito apareció un mediodía de domingo, mientras desayunábamos en la cama de nuestro amigo Octavio que había salido a traer jugos de naranja a la ciclovía y veíamos dibujitos en el cable. Es triste reconocerlo, es cierto, pero qué quieren, a veces veíamos dibujitos en el cable. Ese día la resaca era de vino barato así que no andábamos nada reconciliados con el mundo y más bien la conversación terminó por inclinarse hacia un tema en el que Nicolás y Martín pudieron apaciguar el viejo y particular talento que entonces, acercándose a los treinta, les afloraba de nuevo: el talento para despotricar de todo el mundo.

—La fursia de Gloria anda diciendo que me la comí —dijo Nicolás, ofendido.

—Pues bien marica no haberlo hecho... ¿Qué penitencia está pagando para haber dejado de desear a las mujeres de sus amigos? —comentó Martín, entre interesado y desinteresado al mismo tiempo.

Mujeres y mujeres. A veces me sentía privilegiada por tener acceso a este mundo infame de los hombres, pero también me cansaba. Los burros y los hombres suelen ser monotemáticos. Igual, en un acto de generosidad y para contribuir con la imagen que querían fabricar de Gloria (quien igual no me caía nada bien), comenté en ese momento que, aparte de todo, la muy puta quería ser pop star y se había presentado al reality que por entonces se encargaba de hacerles el sueñito realidad.

—¡No jodás! —saltó Martín desde cierto tono enjuiciador—. ¿En serio compró formulario para pop stars? Cada cosa que hay que ver. A esa muchachita ni los años le han podido desarrollar un sentido mínimo del ridículo.

Con el comentario soltamos nuestras carcajadas, pero no porque fuera particularmente gracioso, no. Las soltamos para comenzar a sacudirnos el fastidio de la noche anterior.

—Mierda, deberíamos escribir un programa para la televisión que se llame Porno Stars —la cabeza de Nicolás había comenzado a funcionar—. Incluimos sólo a las clásicas de la ciudad... Las que ahora estén bien viejas. A las que le dieron vida a Esmeralda Pussycat y muerte a El Dorado. Y a algunas del rotatorio de la 17... ¿Cómo se llamaba ese teatro..? ¿Se acuerda Martín que allí vimos por primera vez a Tracy Lords? Mierda, ¿cómo se llamaba ese teatro..?

Rojo Deep, les recordé, para agilizar y sacarlos del video en el que se estaban montando. Pero no tuve éxito. Sus caras repletas de emoción no podían desprenderse del recuerdo de sus visitas al Deep cuando eran adolescentes. Se acordaron, por ejemplo (y pese a mi esfuerzo desaprobador), de cómo aprovechaban las bolsitas cafés de papel en las que les vendían las galletas o las medias de aguardiente para correrse dentro de ellas, los muy limpios.

—¡Eso!, Rojo Deep. Las entrevistamos, a ellas y a sus familias; les hacemos un homenaje y lo llamamos Porno Stars... Citamos pasajes de Miller, ese que habla de la obscenidad, la naturaleza y Dios —no parecía poder parar—. Hacemos un contraste con la simpleza y poca calidad del porno de hoy en día, con música de fondo que puede ser algo como Straight to the top, o el tango ese famoso de Enrique Santos, ¿cómo se llamaba..? Ese que dice: Sola, fane y descangayada / la vi esta madrugada salir de un cabaret...

—Esta noche me emborracho.

—No, yo también, pero, ¿cómo se llama ese tango?

—Así, marica: Esta noche me emborracho —le aclaró Martín.

—Pues eso; un programa así la competencia lo compraría seguro.

Burlándose un poco de Nicolás y de sus ocurrencias, y un tanto envidioso a su vez por no haber tenido aquella idea, Martín trató de hacer su propio aporte. Habló de un set con inmensas sillas de terciopelo blanco adornado con cuadros de un pintor californiano que nadie conocía, pero que, según él, con colores desbordados y chillantes, representaba la naturalidad y necesidad en la pareja contemporánea de tener una referencia visual que desinhibiera su instinto sexual y les permitiera explorar, así, el fondo de sus posibilidades eróticas.

—No sea marica, Martín, ponemos posters y ya —comentó Nicolás desperezándose, haciéndose el relax pero en realidad competitivo, preparando cuerpo y alma para entrar de cabeza y sin retorno en ese programa de televisión que le estallaba por dentro.

Gracias a horas acumuladas de amistad yo había aprendido que la única posibilidad real que existía de acabar con esas ocurrencias espontáneas y cotidianas de Nicolás y Martín, consistía en contribuir a agilizar su desarrollo, porque sólo así, como imaginación acabada, cuando por fin tuvieran una idea pulida de su chispa, podrían descansar y dejarla en paz. Estallar y callar. Así había sido siempre. Entonces pregunté:

—¿Y a quién elegirían como entrevistador?

—Laura, corazón, esa es una magnífica pregunta.

—¡Tendría que ser el Padre Reinaldo! —dijo en seguida Nicolás, como asombrado ante su ocurrencia y entendiendo que sólo era cuestión de instantes para que nos cagáramos de la risa.

El Padre Reinaldo, párroco de la iglesia de Lourdes, era una especie de mito urbano de los que construyen los viejos barrios de esta ciudad para soportar el indeciso clima y la desocupación. Había muchas historias alrededor de su persona, pero ninguna había interesado jamás a estas joyas que tengo por amigos como la que decía que el Padre tenía una edición personalizada de su libro de oficio en donde, básicamente, intercalaba entre cada página del texto sagrado, fotos de las antiguas glorias del porno bogotano y quizás hasta internacional.

—¿Ustedes de verdad creen en esas pendejadas sobre el Padre? —preguntó Martín con el final de la risa.

—¿Por qué no? —dijo Nicolás—. Si yo fuera cura me encantaría tener un libro así.

—Sí, claro... Pero me refiero a si de verdad les parece posible que el tipo haga todas estas faenas de la misa mientras observa a quién sabe qué diablas en quién sabe qué posiciones. Quiero decir, es demasiado hermoso para ser verdad... ¿Se dan cuenta? Si están ahí, en su libro, en las páginas, es como si se tratasen de su inspiración, ¿no?

—Mierda, no lo había pensado así —contestó Nicolás, asumiendo tono de teólogo.

—No sean maricas —intervino Octavio, quien a pesar de acabar de llegar con los jugos de naranja, se enteraba muy bien de la discusión—. La misa la dará con el misario, pero su famosa Biblia personalizada la esconderá en algún lado, ¿no?

Y así llegó semejante ocurrencia delincuencial. Con la pregunta que el juego acostumbrado de seguirles la corriente me obligaba a hacer y que me conduciría, días después, a vomitar desesperadamente como jamás imaginé le fuera permitido a un ser humano. Mucho menos si estamos hablando de una mujer discreta como yo. Luego ellos insistirían en llamar a tal ocurrencia: estética (¡ocurrencia delincuencial estética!, así decían), como si con eso le dieran una patada al mundo y lo invirtieran.

 

Sintiendo algo de desconfianza después del prolongado silencio y el tono de meditación en que quedaron los tres, tras mi espontánea pregunta, decidí que me largaba. Había recogido las veinte pertenencias que solían sacar de mi casa durante cada mes de ires y venires, y en un esfuerzo por poner algo de orden me preparaba para pasar el resto del día en compañía de mis guantes de oficio y los líquidos correspondientes. Neurosis del último domingo de mes, nada demasiado importante. Me fui caminando porque el sol era acogedor y porque mi casa quedaba, en ese entonces, a unas cuadras de la de ellos.

En la calle, recuerdo muy bien, un hombre vendía un ungüento que decía haberle sido revelado en la selva amazónica y que acababa para siempre con el constreñimiento. Pensé que nosotros no hacíamos algo muy diferente. Nos sacábamos algo de bien adentro y tratábamos de venderlo. Venderlo como si fuera importante para los demás. Gritando. Martín y Nicolás tenían cuatro oficinas. Ninguna con los servicios completos ni de más de tres por tres. Según ellos apelaban al sagrado recurso de la variedad. En caso de tiempos difíciles un escondite hacía la diferencia, decían, mientras Octavio y yo nos mirábamos y entendíamos que se trataba de algo más. Se dedicaban a cualquier vaina que implicase la nada común combinación entre lenguaje, arte y dinero. Publicidad, cortometrajes, guiones para importantes directores y pilotos de rancias novelas. Iban y venían, robándole horas a la vida para sus propios proyectos, y entre estación y estación, sin entender jamás cómo lo lograban, sacaban adelante los gastos de cada mes. Una renta que incluía muchos gastos de representación, decían ellos, pues, ¿cómo no atender los asuntos y los clientes en un bar?

Octavio era bajista en la mitad de las bandas de salsa, rock barato y jazz de la ciudad. En la otra mitad era guitarrista. Seguía las líneas que fueran necesarias para cuadrarse unos buenos pesos y continuar adelante con sus composiciones de música electrónica. Sobre ese género yo sabía dos cosas: era muy costoso y Octavio daba su vida por él.

Yo había sido novia de los tres en muy diferentes épocas de esta corta vida. Conservaba un secreto orgullo por ello y a veces me aprovechaba de esa condición, más fruto del azar que de algo significativo. Me aprovechaba porque jugaba con la pequeña envidia que eso despertaba en sus amigas. Yo era la única (y las escuálidas sin gracia, claro) a la que probablemente esos desgraciados no se acercaban ya con sus despiadadas intenciones sexuales. Eso me hacía su amiga cabal, pero sobre todo me liberaba del sobresalto que a ellas no podía dejar de inquietar: el sobresalto de la posibilidad. La secreta paciencia del: a lo mejor un día. Un día que no llegaba porque los tres parecían demasiado ocupados en las presencias femeninas como para tomarlas en serio. Y entonces yo vivía tranquila.

Caminando ese domingo y cruzando frente al hombre del ungüento, recordé una de tantas madrugadas de viernes en que los tres llegaron a mi casa. Cuando escuché el timbre supe que eran ellos. Yo trabajaba en unas piezas para una exposición que iba a tener en pocos días, y me encabroné bastante porque sospeché que venían totalmente puestos y que me darían lata sin parar.

Pero vaya sorpresa. Estaban sobrios y no hacían escándalo. Parecían tranquilos, ni siquiera aburridos o tristes. Simplemente normales. Pregunté insistentemente si pasaba algo, pero nunca parecieron percatarse de mi extrañeza. Pasaron e hicieron café. Me traían aguacates (me encantan, puedo devorar cinco de una sentada) y pan para el desayuno. Hablaron un rato de política y de fútbol. Me abrazaron y trataron de meterme en mi taller, no querían molestar, decían, se sentirían más cómodos si continuaba trabajando y no me interrumpían. Yo no lo podía creer. Había dejado de verlos dos semanas y parecían venir de Marte. Recuerdo que me asusté. Tuve la certeza de que algo había pasado. Algo grave. Sólo era cuestión de que encontraran el momento y la noticia acabaría conmigo por quién sabe cuántos días. Pensé incluso en mi familia. ¿Los imbéciles seguían considerándome tan débil que habían mandado a estos tres inútiles para que aplacaran algo? ¿Acaso no los conocían? ¿Qué podían ellos aplacar? Estuve a punto de llamar, pero me contuvo la indiferencia que seguían manteniendo hacia mí. Aparte de la natural relación con la dueña de una casa en la que tomaban café, yo no tenía función alguna.

Media hora después se fueron. No lavaron los pocillos para mi tranquilidad, pero puedo jurar que parecían sus sombras, los fantasmas que algún día podrían ser.

Once horas después de haber cerrado la puerta mi obra estaba fundamentalmente acabada. Los volúmenes eran admirables. Cada detalle estaba en el lugar que desesperadamente había deseado por años. No recordaba ni siquiera mi concentración. Ese día descubrí quién cuidaba a quién.

El hombre del ungüento siguió su camino. Yo el mío.

 

Así, entre una cosa y la otra, llegó la particular noche de aquel viernes. Me dirigí a su casa porque me esperaban. Recuerdo haber pensado mis pasos en términos de una recurrente imagen cinematográfica: entrar en el encuadre de la calle los viernes al comenzar la noche y salir del mismo los domingos al medio día, con el sol tibio de las once.

Estaban un poco más eufóricos que de costumbre, cada uno en su forma de ser eufórico. Me explicaron como solían hacerlo, con mucha elocuencia y sin ninguna claridad, que Nicolás había conseguido un empresario conocido interesado en financiar buena parte de la producción en la que estaba trabajando. Un documental sobre las iglesias La Santa Veracruz y La Teresa Franciscana, ambas sobre la calle 16 a la altura de la séptima. Dos iglesias separadas por menos de cuatro metros peleándose por los mismos fieles impíos desde hace siglos. Esta noticia, y algo más, los tenía felices. Martín debía ponerse a terminar el guión, así que le correspondía quedarse en casa y no podría salir con nosotros, dijo Nicolás mientras alcanzaba tres vasos con algún tipo de alcohol y dejaba a Martín con el brazo a medio estirar y a punto de saltarle al cuello producto de la despiadada broma.

—¡Cabrón!, tráigame un trago... ¿Por qué me hace esto?

—Ya voy, loco, no me cabían cuatro vasos en la mano —se disculpó Nicolás—. Aunque, sabe, no sería mala idea que se pusiera a trabajar.

Un sentido tal de responsabilidad sólo afloraba en Nicolás cuando la acción no tenía que ver directamente con él, y como Martín lo sabía perfectamente y le ofendía, saltó con ese tono que a los desconocidos tanto desconcertaba pero que era propio de su relación con Nicolás.

—¡Malparido! si será caradura. ¿Cómo se atreve a siquiera insinuarme lo que debo hacer luego de la toalla de esta mañana? ¿Has oído, Laura?, si será caradura el hijueputa... Octavio, ¡dígale algo! —protestó Martín.

Octavio me explicó rápidamente mientras buscaba sus llaves porque salía a traer no sé qué cosas, que esa mañana Martín y él habían tenido que realizar un operativo de rescate en el cuarto de Nicolás, para sacar de la casa el apestoso olor que una toalla podrida (tirada húmeda y comprimida quién sabe hacía cuántas semanas debajo de la cama) estaba propagando peligrosamente.

Nicolás respondió con cierta condescendencia, sabía que no era el mejor compañero de casa, pero igual se explicó y, palabras más palabras menos, no dijo nada diferente. Él pensaba que tal vez ni hoy ni en el fin de semana, pero igual pronto, Martín tendría que sentarse a trabajar. De eso no cabía duda.

La discusión duró un par de líneas más y paulatinamente fue desviándose. Nicolás volvió de la cocina con el trago de Martín. Yo me percaté de sus sonrisas cuando mencionaron ciertas personas que iban a estar esa noche en el bar al que íbamos, y en lo único que pensé fue en la extraña forma en que se manifestaban cariño aquel par de desquiciados. Bueno, afiné mi apreciación y me aclaré mentalmente que, claro, ellos no se manifestaban explícitamente ningún tipo de cariño, pero que, precisamente no haciéndolo, tratándose con esa dureza con que lo hacían (herencia machita masculina y que hacía que los extraños por momentos se incomodaran), se explicaban a su manera cuánto no podían vivir el uno sin el otro.

Cuando Octavio regresó nos largamos en busca de la noche. Íbamos graves de inmensa alegría. Saltábamos bancas, pateábamos latas, reíamos con estridencia.

En la puerta del bar se me torció la barriga. Estaba por ahí, dando vueltas, El Chulo, un tipo con el que nunca en mi vida había hablado pero del que sabía dos cosas: era uno de esos pintorescos medio (esto de medio es difícil de explicar) delincuentes de barrio, y además una de esas extrañas amistades que estos tipos eran capaces de tener y cultivar con increíble esmero. Se acercaron a saludarlo mientras yo le compré unos cigarrillos a la doña que siempre se parqueaba a unos metros de la puerta del bar. De lejos pude notar que trataban de convencerlo para que entrara con nosotros, pero él explicó algo, hizo unas señas y luego desapareció. No tenía por qué haberme asustado o sospechado algo. Al Chulo, como a otros tantos personajes que rellenan la densidad de la atmósfera de Chapinero, lo veía y lo dejaba de ver como a la plata misma. Me distraje, recuerdo, abriendo el paquete de Royal.

Dentro del bar el calor era delicioso. Saludé a un montón de gente y por un momento se me ocurrió que la vida tenía algún sentido (esto también es difícil de explicar, aunque creo que tiene que ver con el volumen). La noticia del proyecto de Nicolás se propagaba y los abrazos y los brindis de buena suerte iban y venían. Nadie se quedaba en un lugar más de tres frases y por todas las cabezas rodaban los deseos y las espontáneas estrategias para quedarse con algo del sexo y el amor que esa noche tenía por ofrecer. Éramos almas contentas.

En un momento dado salimos al parque de la Universidad de La Salle y prendimos un bareto. No es que no pudiéramos fumárnoslo en el bar, pero ese frío de la noche, ese rato de silencio, ese pequeño descenso que marcábamos con nuestro acto, era una de nuestras adicciones.

Cuando volvimos Octavio se había largado. Una nena con la que había estado conversando explicó algo sobre su partida y dijo que no nos preocupáramos, que ya volvería.

Me acerqué a un grupo donde estaba Martín. Habían dejado de bailar y se alejaban de la pista, entrando sin querer en una conversación a todas luces apasionada.

—Si el porno de esta ciudad fuese decente una actriz como La Baja Britney estaría modelando para una revista de adolescentes y no como estrella en el cartel principal de Dislovery —decía Martín.

—Martín, hermano, ¿de qué está hablando? El porno por definición no es decente —le respondía un amigo de alguien que conocíamos pero que en ese momento no recordé quién era, sin sospechar, el pobre, en lo que se metía.

—¿Cómo es su nombre, joven? —volteó a mirarlo Martín, cómo dándole espacio, como diciéndole, oye, tú, ¿quieres venir a conversar acá?

—Iván, loco... Vos me conoces de fiestas en casa de María, tu vecina en Lourdes.

Por supuesto que Martín había visto a Iván en algún lado antes, pero, ¿quién le mandaba al tipo a compartir las amansadas opiniones de Bayly? Nicolás se acercó también en ese momento. Entre los dos, el pobre Iván, y algunos que se hicieron alrededor yendo y viniendo, construyeron una especie de infernal escena socrática y a los diez minutos tenían al insensible de Iván arrepintiéndose de sus observaciones sobre la vulgaridad del porno. Porque decencia y buenas costumbres eran para él sinónimos, y vulgaridad entonces el antónimo y sustantivo propio de lo obsceno. Pero sobre todo, porque se había confundido creyendo que miraba moral.

Tuvo incluso que prometer no volver a ver películas en las salas del centro que quedaban cerca de su casa hasta que no recibiera la instrucción adecuada. Hasta que no supiera quién era Rocco Siffredi; hasta que no entendiera que Larry Flint era algo más que un paralítico con un magazín, o al menos hasta que se enterara que el porno era la rama de las artes visuales que movía el treinta y cinco por ciento del dinero de la industria cinematográfica en el mundo. Cosas de ese estilo alcancé a escuchar en medio del asombro y del esfuerzo que hacía por contener la risa.

—Así que la próxima vez que se refiera al género de las actrices que mejor saben fingir desnudas, que incluso allí conservan la máscara, hágalo por favor con más cuidado —y con esas palabras cansadas Martín pareció redondear su opinión.

—¿Usted quiere saber esta misma noche lo que es el porno? ¿Eh..? ¿Quiere? Yo le digo cómo..., en serio, yo le digo cómo —terminó por acosarlo Nicolás, con el aliento encima del pobrecito de Iván.

No cualquiera se adapta con facilidad al tono de estos sujetos, así que comprendí, y lamenté a la vez, el momento en que el pobre y guapo de Iván apelaba a algún recurso de evasión y desaparecía hacia otro costado del bar. Luego de eso, me parece, comenzó el final de la noche.

 

—¿Dónde está Octavio? —vociferó Nicolás mirándonos a quienes estábamos cerca.

—Parece que salió —atiné a responder.

—Pero mierda, ¿a dónde..? ¿Por qué no está nuestro amigo acá para brindar? Y con lo buena que se está poniendo la música.

—Voy a buscarlo —dijo Martín—. Porque esta noche hay que brindar.

Pero justo cuando se disponía a hacerlo la música bajó de volumen y una voz sin rostro anunció en un susurro apenas perceptible que con nosotros teníamos desde hacía cinco minutos y por la próxima hora, al dj número uno del barrio, dj Octaluz.

Ese era el nuevo nombre que Octavio estaba probando en ese, su segundo oficio, el de dj de barrio. Por eso, recuerdo, estallamos en chiflidos. Por eso y porque era nuestro amigo.

Fue una hora de buen frenesí. Los bajos, las pausas, los ritmos energéticos. Bebimos y sudamos. Sudamos y bebimos. Escuchamos como esperando a que en un compás de esos el corazón nos reventara. Y todo gracias a Octavio, a pesar de que no estaba ahí saltando con nosotros. Cuando volvió sus amigos le golpearon la cabeza. No sé muy bien por qué, pero parece que así también es que se quieren.

Fue entonces, en pleno embale, con la química cumpliendo e impidiendo que sonara a estupidez, cuando Nicolás soltó lo que debía llevar preparando toda la semana:

—Ei..., —dijo—: ¿le hacemos a la vuelta ésta en la iglesia?

Yo entendí por sus ojos, por la emoción con que detuvo su cuerpo, que la Biblia del Padre Reinaldo había sido la obsesión de su semana. Y siempre lo supo. Desde que salimos de su casa; desde que entramos en el bar; desde que sacaron corriendo a Iván y cuando golpeaban la cabeza de Octavio. Desde que hice la pregunta. Nicolás siempre lo supo y seguramente Martín también. Esa noche íbamos a meternos en la iglesia del Padre Reinaldo.

 

—Estás borracho, cariño —atiné a decir, más guiada por el rol de la sensatez que me cabía en el equilibrio de nuestra amistad, que por la conciencia que tuviera del delito en que aquellos malnacidos me querían meter.

Y claro, mis palabras sólo avivaron una llama ardiente como pocos la imaginan.

—¿Y qué con que estemos borrachos? ¿Le quita eso sentido al acto estético que propone acá el colega Licorás? —terció Martín.

—Supongo que no, pero dificulta el proceso práctico de no hacer ruido, no reírse y no irse de narices cuando estén descolgándose por alguna ventana. ¿O cómo piensan entrar..? ¿Pidiéndole las llaves al Padre y explicándole la curiosidad estética que los guía? —pregunté, agarrándome de no sé qué esperanza y con la repentina cara del Chulo apareciendo y desapareciendo como el dolor en un dedo recién machucado.

—Justamente, corazón... Esta semana estuve estudiando el asunto. Descubrí, por ejemplo, que las iglesias no tienen ventanas. Bueno, al menos no convencionales..., ¿me entienden?

—Debe tener que ver con la pretensión de no dejar escapar las almas que entran por la puerta, o algo así... Bueno..., no me miren mal, debe haber una razón, ¿no? —dijo Martín.

Hablaban haciendo un esfuerzo por no gritar y gritando para escapar del chillido y el volumen de la música del bar.

Nunca nos caracterizó un agudo sentido de la sensatez, es cierto; pero esa conversación, en ese momento, me pareció a todas luces ejecutada por semi-imbéciles. Me tranquilicé y pensé en que quizás tenía que ver con la edad. Ya saben, las estúpidas preguntas al acercarse a los treinta; a lo que se entiende por plena madurez y que se siente como vejez, que no esta ahí pero que comienza a acosar. Huyendo del parir y criar. Y a lo mejor deseando que llegara pronto. Aplazando con rabia y tal vez con el corazón empequeñecido. Sabiendo muy poco.

Buscando pues un pretexto que me salvara me encontré en el frío de la noche, enrumbada ya hacia la iglesia, bajando por calles oscuras, calles que podía recorrer con los ojos cerrados y silbando. Sin derecho a réplica y con una creciente rabia que me subía por el esqueleto, descubrí además que venía con nosotros otra más de sus obsesiones: la botella de vodka El Galeón. Y claro, El Chulo también.

La culpa de la elección de aquel espantoso vodka la tenía Martín. La del Chulo nunca supe quién. Unos meses atrás había construido un discurso alrededor de esa marca de licor, y mientras no apareciera uno mejor parecíamos condenados, junto con nuestros hígados, al mal gusto y la solidaridad. Decía que la imagen de un trago que se llama El Galeón lo forzaba a evocar su más terrible pesadilla. Estar acostado en el mar y un niño que pasaba corriendo y le echaba arena hirviendo en los ojos, justo en el momento en que los estaba abriendo porque oía el ruido de alguien corriendo hacía él. Decía que había aparecido en su vida, en el mostrador de la cigarrería de la esquina, para mostrarle el camino. Para limpiarlo por dentro. Pero no como purgación porque según él no tenía nada malo que sacarse; más bien como catarsis estética, más bien como desenlace. Una mierda así decía.

Parados a unos cincuenta metros de la iglesia descubrí que no había remedio. No iban a dejar que me abriera. Cogí entonces la botella y le entré al pico con decisión.

 

Al Chulo y a su kit de aparaticos no les tomó más de cinco minutos ponernos dentro de la iglesia. Recuerdo que en el proceso hizo algún chiste sobre sus aptitudes como cerrajero o sobre el bajo riesgo que ofrecía, y aquello me produjo una rabia paranoica que afortunadamente detuvo la risa que también estaba por atacarme. Me había puesto muy nerviosa.

—Y hasta acá los acompaño, mis amigos. Tengan mi linterna.

¡¿Cómo?!, pensé, ¿el maldito experto nos va a dejar a la primera lección? Alegué algo. Mi alteración contrastaba ridículamente con la maldita calma de los tres.

—Mi reina, yo soy un buen cristiano... ¿Cómo se le ocurre que voy a meterme a un templo? Esos lances sólo se le ocurren a sus compadritos que están bieeeennnnnn tocaditos —y con esa forma de dilatar las palabras yo me iba crispando.

Dijo también que nada se le había perdido ahí adentro y otra serie de proverbios que perfectamente pudieron salir de boca de mi abuela. Entonces se largó. Saldando, claro, la cuenta.

—Llaverías —dijo dirigiéndose a Nicolás y Martín—, luego de esto nada de seguir sacándome en cara el favorcito, ¿no?

¡Mierda!, pensé, aparte de todo y para completar mi indignación, les sale gratis.

Creo que ninguno de nosotros entraba a una iglesia hacía más de quince años. Octavio había estado de vacaciones en Italia y había visitado el Vaticano, pero eso no cuenta, es turismo, pensé, mientras pisábamos suavemente y terminábamos de meternos por completo.

Lentamente comenzamos a acercarnos al altar principal. Ellos iban adelante. Yo veía sus espaldas, juntas, cercanas. Giraban y me miraban. Veía sus ojos brillantes, descolocados. La penumbra del lugar era bien poco penumbra: al principio no se veía un carajo.

Recuerdo caminar por el extenso corredor de la nave principal, absolutamente borracha. Recuerdo que ellos también lo estaban; sin embargo, por alguna razón, ahí adentro se comportaron con cordura. No hubo escándalos. Sabían lo que buscaban y gracias a la comilona de postres (en el café de Doña Petrona, me enteré luego) con que transaron a Carlitos el monaguillo, sabían incluso en dónde encontrarlo. Fuimos directamente a la tabla del piso señalada, en un cuarto que parecía quedar detrás de toda la parafernalia de vírgenes y santos.

Sacaron el libro de una cantidad de fundas en las que estaba envuelto y lo llevaron con cuidado hasta un atril desocupado que encontraron en un costado. Lo abrieron con devoción única. No dijeron nada por un rato. Se limitaron a pasar las hojas apenas tocándolas. A sorprenderse en un respetuoso silencio, a adoptar la ridícula rigidez de los momentos especiales. Todo con algo de envidia, me pareció.

Después de un rato protesté y pedí que me dejaran ver. Mis conocimientos del porno eran sumamente limitados, pero no como para no entender lo que estaba ante mis ojos.

—Mire, Martín... La foto de Linda Lovelace con el bikini éste famoso. ¿Se acuerda quién proclamó haber perdido la cabeza por culpa de esta foto? —dijo Nicolás.

—Sí, claro que me acuerdo. Ay... Creo que un día de estos a mí también me deja en la mala.

—No, usted no perdería la cabeza por una mujer de estas... Usted es demasiado aristócrata —terció Octavio, por fin con nosotros.

—Es cierto, hermano... Usted es cochino, pero aristócrata al fin y al cabo —dijo Nicolás, abrazando a Octavio y sonriéndole de perfil a Martín.

Hablaron de muchas cosas. Evocaron libros, películas, tardes de su vida. Nadie pensaría que estaban cometiendo un delito. Parecían no darse cuenta. Yo trataba de presionar y regresarlos a la sensatez pero era en vano. Reconocieron como la mejor foto (¡por unanimidad!) una según ellos histórica en la que, una tal Amber Lymn, con unas piernas maquilladas como jamás imaginé pudiese hacerse y estirándose como sólo a una gata la naturaleza le ha concedido, desanudaba el vestido de baño de otra modelo con los dedos de sus pies.

Hubo un juego de cinco o seis que me impresionaron. Eran la misma pero desde diferentes ángulos. Fotos en blanco y negro donde el encuadre sólo captaba una hermosa boca a medio abrir pintada con intensidad y la punta de un pene brillante y duro. No se tocaban. Más bien diría que se acercaban. Estaban repartidas en el libro cubriendo diferentes pasajes del Génesis.

Su conversación llegó finalmente a una especie de conclusión necesaria: la selección era impresionante. Un recuento que iba desde lo mejor de la pre-golden age, pasando por los grandes clásicos de finales de los setentas y principios de los ochentas, hasta llegar al encuadre de las divas de la era del video. Bestial, dijeron, poniéndolo en palabras de un tal J. C., el tipo (maestro, le decían ellos) que los había introducido en ese arte sin imaginar jamás que con ello les abriría así mismo la nueva visión de la iglesia que desde entonces iban a tener. Regresaron la joya a su hueco y procuraron dejar todo en el mismo sitio. Se trataba de confirmar el chisme, de nada más.

Unos minutos más y salimos de ahí. Ellos iban abrazados y vociferando. Por un momento tuve la lucida sensación de que todo aquello era ridículo, pero luego volví a sentirme ebria. Incluso, antes, recorriendo de nuevo el largo corredor hasta la puerta, corredor por el que recordé suelen atravesar las novias, me eché otro trago. El de la perdición, seguramente.

Una vez en la calle, y quizás porque me hacían saltar con ellos de la dicha que decían sentir luego de su cruzada porno-graficadora (¡esa era la palabra que usaban!), vino el malestar. Comenzó sin hacer demasiada bulla, como todo lo que se trae una cola bien grande. Sentémonos a tomar aire; respiremos profundo; vamos y comemos algo, fueron las consideraciones iniciales. Luego de un rato sólo pensábamos en salvar la vida, en tomar un taxi, en llegar a un hospital cercano.

A unas cuadras de la iglesia la primera en vomitar fui yo. Luego ellos casi en simultáneo. Al principio cada uno buscaba su propio rincón, pero luego la desesperación venció al pudor y tratándonos de ayudar mutuamente terminamos vomitando literalmente juntos, sin ningún asco.

No podíamos parar. Alguien trató en medio de los enviones del estómago de culpar al Padre y su Biblia, pero claro, eso sólo nos produjo risa. Nicolás dijo que nos defenderíamos contando la historia del Padre en caso de que alguien viniera a jodernos, y entendimos con la siguiente arremetida que no iba a ser así. Que nadie iba a venir a jodernos, pero sobre todo, que la historia del Padre no nos interesaba como arma para protegernos.

Vomitamos hasta que nos alcanzó un dolor innombrable en la garganta. Como si nos hubiéramos sacado un dragón en llamas pero que ningún daño nos hacía adentro, que con su calor nos quemaba pero que igual sólo queríamos tragárnoslo de nuevo. En las pausas que nos permitía el cuerpo varios temas se cruzaron. Hablábamos y vomitábamos, y cada vez nos hacíamos más livianos.


       

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Creada el 20 de mayo de 1996 • Próxima edición: 17 de enero de 2005 • Circula el primer y tercer lunes de cada mes