Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 17, del 3 de febrero de 1997

Las letras de la Tierra de Letras

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Bouvard y Pécuchet

Claudio Barbará

"—Púrguese —le dijo el médico.
Y dándole dos palmaditas como a un niño, añadió:
—¡Demasiados nervios, demasiado artista!".

Gustave Flaubert

1.

Bouvard y Pécuchet, lo mismo que sus abuelos franceses, se conocieron por pura casualidad.

Bouvard ejercía la sacrificada y ya mítica profesión de empleado público. Y su amigo Pécuchet, hacía las veces de "gestor" para una escribanía que gozaba con ser la más seria del mercado. Ambos cumplían con sus obligaciones al redoble de los tambores del deber, y se sentían satisfechos con lo que en suerte les había tocado. Eran amables con las mujeres y simpáticos con los niños, sobre todo con los niños con los cuales se esforzaban por parecer cariñosos y dados a los juegos infantiles. Y con sus pares, los otros hombres, no dejaban de aparentar estar siempre a la altura de las circunstancias. Bouvard por su parte siempre se daba alardes de saberlo todo y nunca podía callarse en medio de una conversación, y si por esas cosas la conversación giraba en torno de un tema en el cual el resto de los contertulios lo aventajaban en experiencia y conocimiento, sabía poner una expresión de honestidad exagerada y exclamar sin pudor, que se sentía un neófito en el tema y que sólo podía dar una opinión de poca monta. De esta manera el bueno de Bouvard no sólo se salía con la suya en no callarse ni aún diciendo una idiotez, sino que además se congraciaba con los demás dando muestra de una humildad sin par. En cuanto a Pécuchet, acusaba una personal capacidad para imitar a su interlocutor de turno sin que éste pudiera dar con la evidencia de estar escuchando en boca de Pécuchet sus mismas palabras aunque parecieran otras. Así se ganaba la confianza de los demás, que gustan tener a alguien con quien poder hablar y que piense igual que ellos. Así por ejemplo, Pécuchet, no faltaba a reunión a la cual lo invitaran y llevaba con él al empático Bouvard, y los dos juntos comenzaron a hacer tal pareja maravillosa que pronto, ante la admiración de los que lo conocían en tan exquisito despliegue de jovialidad y seducción, no dejaban de volver a invitarlos, a los dos, a cuanta reunión se realizara en las casas de los vecinos más destacados del pueblo. Pécuchet y Bouvard, hechizados, no dejaban de pregonarse mutuamente que tenían la vida resuelta: llevaban la paz en su interior ante los ojos hipnotizados del común.

2.

Ocurrió una vez que Pécuchet y Bouvard se encontraran en la proveeduría principal del pueblo. Como buenos amigos que eran se saludaron con abrazos y besos. Bouvard respondiendo a cada cosa que su amigo le decía con una estupidez que en su boca sonaba como un revelación divina, y a su vez Pécuchet, que no podía siquiera frente a su amigo abandonar su manía de imitar a quien tenía enfrente, contestaba con una estupidez mayor, que en eco con la gracia del primero terminaba convenciéndolos de llevar la más interesante conversación que dos hombres podían entablar en la proveeduría mayor del pueblo.

No faltó la oportunidad de que algún poblador, llevado por la tentación, se incluyera en el diálogo; y entre palabras y gestos grandilocuentes se viera arrastrado a formar parte de tal fenomenal burla a la razón, bajo el mismo efecto de creer que protagonizaba un hecho propio de reyes y gobernantes. Por fin Pécuchet dio por terminado el breve encuentro y salió del comercio poco menos que gritando: "¡Nos vemos esta noche, Bouvard!"; mientras éste, junto a otros parroquianos inadvertidos vaticinaba con el mismo énfasis: "¡Nos vemos esta noche, Pécuchet!".

3.

Esa noche Pécuchet tomó vino Chateau Coubert tanto como su amigo Bouvard, a quien no dejaba de llenarle la copa, cada vez que el amigo apoyaba el vaso en la mesa. "¡Bebamos!", repetía sin parar Pécuchet mientras reía sin ton ni son, "No hay como el vino de Coubert para acompañar una buena cena"; y Bouvard levantaba la copa con mueca de aprobación.

Se encontraban solos en el comedor de la casa de Bouvard, ya que sus respectivas esposas se habían retirado a otra habitación a hablar de los hijos, en particular de los más pequeños.

A sus anchas se daban la gran fiesta ellos solos, bebiendo e intercambiando opiniones varias sobre los acontecimientos más importantes de la comunidad; cuestión ésta que en razón a la verdad no iba más allá de un análisis concienzudo de los chismes recogidos durante la semana. Así transcurría la noche, placenteramente, como en una comunión de bobos.

4.

Cuando la cuarta botella de Chateau Coubert se vaciaba en las copas de los dos amigos, éstos ya daban clara señal de no poder mantenerse en pie; por lo cual, atinadamente, decidieron seguir sentados hasta que el mareo amainara en sus mentes. No obstante, así y todo, lo que no había abandonado a los dos hombres, sino incrementado, era esa sensación de aturdimiento gozoso y entusiasta que los había invadido desde la tercer copa.

Así fue como Pécuchet, voluptuoso, dio comienzo a una intrincada charla.

—Dime, amigo mío: ¿qué te hace más feliz en la vida?

—¡Desear a la mujer del vecino! —contestó apresurado Bouvard.

—¿Cómo...?

—¡Desear a la mujer del vecino pero sin que éste se dé cuenta! —repitió mientras vaciaba su copa por enésima vez.

—¡Ah! ¡Ahora sí!

—¿Y a ti, Pécuchet?

—Pellizcarle el trasero a tu mujer mientras cocina —dijo seguro éste.

—¿La nalga derecha o la izquierda?

—Ella dice que la izquierda.

—¡Ah!

Pécuchet descorchó otra botella de Chateau Coubert y la posó sobre la mesa cerca de Bouvard; quien no vaciló en servir ambas copas mientras, según su acostumbrada obsesión, no pudo ser menos y agregó:

—Aunque deberías saber, Pécuchet, que todo el mundo sabe que es más delicioso pellizcar la nalga derecha.

—De todas maneras —respondió Pécuchet, ceremonioso—, ¿qué habrías hecho tú en mi lugar, si tu mujer lo prefiere así?

—¡Sí! Tienes razón. ¿Para qué complicarse la vida?

Y siguieron bebiendo hasta muy entrada la madrugada. Por fin, cuando el sol repuntaba en el horizonte, los dos hombres se quedaron profundamente dormidos sobre la extensa alfombra del living.

A eso del mediodía, mientras Bouvard y Pécuchet se abrazaban a sus pesadillas, las mujeres de ambos junto a sus hijos, se dedicaron a ordenar la casa hasta dejar todo tan lustroso, que nadie hubiera creído que allí, unas horas antes, dos hombres hubieran podido hacer semejante estropicio. Obviamente, no olvidaron sacar al jardín la aterciopelada alfombra persa, en donde los poderes curativos de los rayos solares, le devolverían su maravilloso colorido original.


       


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