Había otras noches casi tan calientes como aquella, cuando ella lo esperaba solo cubierta por el olor de su cuerpo, apenas dormida. El se sentaba a horcajadas sobre sus piernas y con un masaje lento y tenaz despertaba su gemido más inquietante. Las manos resbalaban sobre los aceites que la temperatura y la pasión depositaban sobre la piel, los cuerpos se hacían sabios y de pronto era como seguir una coreografía estudiada, perfecta, una danza nunca repetida.
En esa noche, la más caliente, ella estaba esperando sus caricias. Como lo había hecho la noche anterior. Y la otra. Y muchas noches antes que aquella, desde que por un error estúpido lo habían metido en aquel agujero, desde que por una confusión estaba obligado a soportar la mirada tinta en sangre de su único compañero, desde que por una equivocación criminal lo habían tirado a esa celda donde lo estaban por matar, sin motivos, sin escapatoria, sin poder explicar que ella lo estaba esperando, que lo seguiría esperando, que una y otra vez se acostaría desnuda para recibir sus manos. Y que si lo mataban no podría llegar antes del otoño, cuando ella se vestiría irremediablemente hasta la próxima primavera.
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