Letralia, Tierra de Letras - Edición Nº 19, del 3 de marzo de 1997

Las letras de la Tierra de Letras

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Historia de hambre y frío

David Torralba Portilla

Cuando se tiene hambre, se suele tener frío... Es una frialdad extraña, como si te hubieses convertido en un pedazo de mármol... El permanente dolor de cabeza, el sordo lamento de tu vientre... llegan a importarte poco, pero no el frío... Algunos días tenía la sensación de que me encontrarían, efectivamente, convertido en estatua de mármol, y que pasaría el resto de mis días en un parque, como percha para palomas...

Se toca la guitarra muy mal, cuando tienes frío. Los dedos parece que se mueven como caracoles, resbalando lentamente por las cuerdas, en un esfuerzo inmenso... Maldices tu torpeza mil veces, y vuelves a empezar... y te deprimes pensando en cómo te van a soltar algunas monedas en la funda, si lo que consigues arrancar al instrumento no son más que sonidos lastimosos y faltos de ritmo...

El día que decidí que no debía dejarme vencer, y que me encaminé a dar mi primer concierto en una estación de metro, estaba muerto de frío y tampoco tenía claro que pudiese llegar a tocar. Anduve un buen rato, intentando entrar en calor, hasta una estación que me pareció propicia para sacar algún dinero... La gente entraba y salía como hormigas en un hormiguero, y yo hice mi particular descenso a los infiernos...

Me senté en el suelo, saqué la guitarra y comencé a tocar... Mi padre, que estaba a más de mil kilómetros de distancia, se me aparecía una y otra vez... "Si él me viera...", pensaba. Si él me viera, del disgusto se iba a la tumba directo... La verdad es que me sentía como si portase una inmensa pancarta con la leyenda: "Aquí yace un fracasado". Nos han metido tanto en el coco eso de triunfar... y yo me encontraba en la penosa situación de no poder conseguir tan siquiera mi alimento diario...

Un hombre joven, delgadísimo, y con también bastante mal aspecto, apareció por una de las bocas de la estación. Llevaba unos bonguitos y, realmente, me sentí animado. "Otro músico... quizás podamos tocar juntos...".

Aquel hombre avanzó hacia mí. "¿Habrá pensado lo mismo que yo? Viene hacia mí...".

Avanzaba dando pequeños tumbos, casi imperceptibles, pero eso sí, cada vez más apresurado. Yo estaba realmente contento. Me sentía tan solo y miserable que aquel desgarbado ser me pareció el mayor de los consuelos... "Viene hacia mí... ¡seguro que sí! Tocará conmigo...".

Cuando aquel individuo llegó a mi altura, se paró delante de mí, y, inspirando antes para coger fuerza, me empezó a gritar:

—¡Basura...! ¿Qué-qué haces aquí... aquí? Este es mi... mi sitio... Te-te voy a matar...

Y levantó los bongos por encima de su cabeza, amenazante... Yo le contemplaba desde varios centímetros más abajo, y mientras le miraba, sentí cómo se movían mis intestinos en mi abdomen, como una docena de culebras en un canasto... No sólo no venía a tocar conmigo, sino que venía a echarme, y por las malas...

El hombre seguía gritando, en su peculiar tartamudeo de drogadicto no satisfecho, y seguía moviendo las manos y elevando los bonguitos por encima de su cabeza, como si en cualquier momento fuera a abrir la mía con ellos. Incomprensiblemente, sólo fui capaz de decirle, muy bajito, "Tío, tengo frío...".

Sin embargo, eso bastó para que se diera media vuelta y se marchara por donde vino, con su paso vacilante... Suspiré aliviado, y, de forma inmediata, me invadió una sensación indefinida... no sabía si quería vomitar, llorar, o calmar mi vientre devenido en contorsionista de circo. Decidí que lo mejor era llorar y me dispuse a ello, pero antes de que brotara la primera lágrima, volví a ver a aquel individuo, que regresaba, y esta vez, acompañado.

Cuando llegaron a mi altura, el de los bonguitos tartamudeaba: "Este-te es, tío, este-te es...". Su acompañante era muy alto, y desde mi posición, sentado en el suelo, me pareció aún más alto... Indudablemente era fuerte, muy fuerte, y yo, en el estado en el que me encontraba (hacía tiempo ya que unos quince kilos volaron de mi cuerpo) sabía que no era rival para nadie... El hombretón sacó un bate de madera, de esos que hay en los bares junto a las botellas, como método disuasorio para los que no quieren pagar... Me enseñó el bate con cuidado, mirando hacia los lados para comprobar que no había curiosos... La gente que viene y va en metro, rara vez repara en los parias, y mucho menos en sus asuntos... Así que me podían haber abierto la cabeza, sin que nadie hubiera levantado un dedo...

—¿Quién te dio permiso...? —me dijo, agachándose para ponerse a mi altura.

Yo le expliqué, también tartamudeando, mi situación. "No tengo dinero...", "Pensé que...". El miedo volvió mi lengua incoherente y dudaba que aquel matón pudiera entender algo... Volví a repetir: "Tengo frío...".

Entonces, aquel tipo pareció comprender... Se levantó y me dijo, como un vendedor de frigoríficos:

—Le debes veinticinco mil a éste —y señaló al tipo de los bonguitos—, por el traspaso... y veinticinco mil semanales a mí... gastos de protección...

Así fue como me enteré de que en la calle también hay leyes. Aquel hombre, Evelio, fue sacándome el dinero que ganaba en el metro hasta que cumplí "mi deuda" con el hombre de los bonguitos —al que no volví a ver— y con él mismo. No obstante, Evelio me enseñó algunos lugares en los que podía conseguir comida, como los contenedores de basura de los mercados de los barrios de clase alta (que tiran una manzana porque tiene una manchita...), y, cuando tuve menos frío, y mis dedos se movieron más ágiles por el mástil, me cambió de sitio, al Paseig Ruzafa, un lugar más comercial donde saqué —y sacó— más dinero...

Evelio nunca fue un amigo... Hacía su trabajo y punto. Pero, hoy, que ni tengo frío, ni hambre, ni nada... su recuerdo se me viene a veces, de forma amable... Lo veo en el Paseig Ruzafa, recogiendo "su parte" de todos los músicos que allí nos intentábamos ganar la vida; dando, a su vez, la cantidad que otro matón, de mejor aspecto, le recogía; y paseando, con su bate de madera debajo de la chaqueta vaquera raída y con parches de grupos de rock, por la calle, arriba y abajo, arriba y abajo, con un palillo de dientes y con el ojo siempre pendiente...


       


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