Desde Chengdu el avión ascendió en la cesta de las nubes y se dejó
acariciar la panza por los picos del Himalaya. Los glaciares enfriaron el
manómetro para asustar al piloto. Las aeromozas recurrieron a las mantas y los
temores debieron ocultarse. (En los visores una avalancha ficticia de nieve
borró cualquier vestigio de vida humana).
Con su manual de llaves el piloto le propuso audacia al abra y aceleró hacia
su centro. El aparato se hundió, por instantes, en un vacío que aceleró el
existir. (Una soldado tibetana se desmayó sobre las piernas de su novio y no
hubo rubor visible).
El aeropuerto de Lhasa ordenó enmudecer al avión. Le obligó a tragarse su
protesta. Los pasajeros descendimos y las cámaras fotográficas hablaron por
nosotros. El oxígeno estaba racionado, por razones de altura, y las narices
olfatearon una soledad más allá de las circundantes montañas.