|
|
¿Alguien tiene una moneda? SALÍ DE LA HABITACIÓN CON UNA EXCUSA Y ME DIRIGÍ AL TELÉFONO PÚBLICO. En el camino me crucé con una enfermera que venía con una bandeja repleta de jeringas y medicamentos. Me saludó por mi nombre y me preguntó si mi esposo dormía. Las risotadas provenientes del cuarto ahogaron mi respuesta y ella sonrió mirando al techo y meneando la cabeza. Nuestros amigos no eran lo que se dice una compañía apropiada para un convaleciente. Tampoco yo lo era. Estaba demasiado atemorizada; no exactamente ante la muerte o ante mi eventual viudez y consiguiente indefensión. Me horrorizaba pisar liviano, poner caritas, sostener una mano, hacerle de anfitriona a la piedad, acostumbrarme al olor a alcohol, a las palanganas de agua tibia, al brillo acerado de los ojos de Federico luchando en la oscuridad con el miedo a la muerte. Estaba demasiado oprimida por aquella exultante sensualidad que me atenazaba todo el tiempo, lo que equivale a decir que me acometía en los peores momentos... que por aquella época eran todos. Federico palidecía con el brazo pegado a una sonda y yo miraba hacia el jardín imaginando escenas de húmeda violencia. Me levantaba y subía el volumen al televisor. Deberías irte un rato, me decía, te ves cansada. Todo está bien, le contestaba yo mirando las flores apiladas en un rincón. ¿Te subo las almohadas?
El insistente llamado del timbre me sacó del sopor. Había amanecido. Envuelta en una sábana corrí hasta la puerta y me encontré una pareja de policías. A las siete de la mañana la luminosidad me provocaba lágrimas de confusión. Ofrecí disculpas y fui a buscar mis lentes de sol; mi bolso estaba sobre una butaca justo al lado del montón de vidrios a que había quedado reducido mi frasco de perfume. Mis pies quedaron impregnados de un penetrante aroma dulce y ácido. Enrollada en la sábana, el cabello enmarañado, los lentes oscuros y perfumada como para entrar en la batalla, me enfrenté a los oficiales. Además, encendí un cigarrillo. Escenas de Gilda se mezclaban en mi cabeza con la visión de Federico disminuido ante la artillería médica; mi cuello ardía de deseo, un deseo sin rostro, universal, se diría. Ustedes dirán. El cigarrillo me produjo un mareo que, disculpen ustedes otra vez, traté de mitigar tomando un poco de agua. Los tipos se miraban entre sí. Algún vecino aseguraba que mi perro era su perro. ¿Címbalo? Pero si está conmigo desde hace más de un año, desde que nació pues. Fui al lavaplatos a apagar el cigarrillo. No entiendo. ¿Quién afirma que mi perro es su perro? Tendría que pasar por la estación de policía a averiguarlo. Por lo pronto, tuve que dar mis datos a los oficiales. Nos despedimos.
Federico descansaba sentado en la cama con la espalda apoyada en la cabecera y el médico estaba de pie junto a él. Ambos me miraron en silencio cuando entré con los lentes de sol ocultando mi turbación. La operación es mañana, me dijo Federico y fijó su mirada en el médico quien se despidió después de una pausa. Nos quedamos solos. Era el momento para hablar de los niños, de todo lo que sobrevendría después. Después de nada, dije casi gritando. Tú te duermes, ellos te rajan, después te ponen mucho yodo y dentro de tres días nos vamos para la casa. Ven, me pidió. Y yo me acosté a su lado con la cara pegada al costado que al día siguiente sería trabajado por cuchillos helados. Le conté que Címbalo era objeto de un contencioso. Se rió sacudiendo todos los músculos del pecho como si estuviera llorando. El pánico había logrado reunirnos. Después de vagar por inmensas llanuras de desencuentro, el miedo era un ladrillo sobre el cual bailábamos muy juntos una guaracha de desconcierto, antibióticos y ansiolíticos. Le describí el aspecto que yo exhibía cuando cayó la ley "casi de madrugada". Permaneció callado y serio. Agregué detalles, exageré mi descomposición. Me pidió permiso para ir al baño. Deshice mi abrazo y él se incorporó. El atisbo de su espalda por la hendija de la bata del paciente me hirió dolorosamente. Hasta entonces era yo la que cada tanto mostraba jirones de carne sufriente y suya la mano suave que me secaba el sudor de medianoche cuando despertaba aterida por malos sueños y preguntas sin respuesta. Miraba el bonito mosaico del piso cuando escuché el chorro de la orina al caer en el estanque. Un hombre fuerte, sin duda. Esa vitalidad podría más que mil perversos augurios, aposté. Vinieron dos enfermeras a llevárselo para hacerle nuevos análisis. Los análisis de la víspera. En el baño quedó el tufo del cigarrillo y en el agua de la poceta una colilla flotando.
Pasadas unas horas vino el médico y me transmitió las buenas noticias. Todo había salido bien y los temores eran del todo infundados. Total, Federico regresaría a la casa en pocos días y apenas estaríamos cinco años pagando la deuda del hospital. Superada la estadía en terapia intensiva, la fiesta se reanudó en la habitación. Los familiares de los internados en recámaras vecinas venían a suplicar que bajáramos el tono de las tertulias, lo que avivaba la animación. Federico se recuperaba de hora en hora así que al segundo día de la operación ya protestaba si algún visitante se tomaba libertades con la gelatina que le traían a las once de la mañana con el almuerzo. La promesa de una larga vida volvió a colocarnos en riberas opuestas. El día de la salida, mientras una amiga metía nuestras pertenencias en una maleta, salí al pasillo a hacer unas llamadas telefónicas. Pero cuando respondió la persona indicada, mi voz se negó a fluir en el registro acostumbrado. No sé qué pasó. No hablé de las divinas posiciones ni del moroso lamer puesta de hinojos. En cambió, brotó de mí un desafinado sollozo que el interlocutor cortó de raíz tirando el teléfono.
Letralia, Tierra de Letras, es una producción de JGJ Binaria. Todos los derechos reservados. ©1996, 1998. Cagua, estado Aragua, Venezuela
|