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¿Alguien tiene una moneda?

Milagros Socorro

SALÍ DE LA HABITACIÓN CON UNA EXCUSA Y ME DIRIGÍ AL TELÉFONO PÚBLICO. En el camino me crucé con una enfermera que venía con una bandeja repleta de jeringas y medicamentos. Me saludó por mi nombre y me preguntó si mi esposo dormía. Las risotadas provenientes del cuarto ahogaron mi respuesta y ella sonrió mirando al techo y meneando la cabeza. Nuestros amigos no eran lo que se dice una compañía apropiada para un convaleciente. Tampoco yo lo era. Estaba demasiado atemorizada; no exactamente ante la muerte o ante mi eventual viudez y consiguiente indefensión. Me horrorizaba pisar liviano, poner caritas, sostener una mano, hacerle de anfitriona a la piedad, acostumbrarme al olor a alcohol, a las palanganas de agua tibia, al brillo acerado de los ojos de Federico luchando en la oscuridad con el miedo a la muerte. Estaba demasiado oprimida por aquella exultante sensualidad que me atenazaba todo el tiempo, lo que equivale a decir que me acometía en los peores momentos... que por aquella época eran todos.

Federico palidecía con el brazo pegado a una sonda y yo miraba hacia el jardín imaginando escenas de húmeda violencia. Me levantaba y subía el volumen al televisor. Deberías irte un rato, me decía, te ves cansada. Todo está bien, le contestaba yo mirando las flores apiladas en un rincón. ¿Te subo las almohadas?

 
 

 
A LA CUARTA JORNADA ME DEJÉ CONVENCER DE PASAR LA NOCHE en nuestro apartamento. Entré al baño del hospital, me tomé dos pastillas y abandoné la habitación con el último amigo en despedirse. El aire de afuera me sentó como una incursión al extranjero, un territorio tibio y desconocido donde la vida transcurría pegada a los faros de los carros. Nada hay tan bochornoso como el alivio que se experimenta al dejar atrás la orilla donde flota el enfermo amado. Asomé la cara por la ventanilla y aspiré la brisa proveniente del lago, los pescados muertos ofrecían hilillos de su aroma mezclado con el vaho salino que provenía de la costa. Hubiera dado un brazo a cambio de un hombre anhelante esperando en mi apartamento, que entonces encontré en sombras, silencioso e impregnado del olor de mi propio perfume. Encendí el aire acondicionado, me quité la ropa y me metí debajo de las sábanas. Las pastillas habían hecho un efecto rápido por lo que en menos de un minuto estaba dormida. Me sobresaltó el teléfono. Un amigo poco informado de los últimos acontecimientos me alertaba de que en el canal 8 estaban poniendo Gilda. Mastiqué un parte médico y colgué. Sintonicé la película en el momento en que ella se está cepillando la melena con la cabeza inclinada y la nuca ofrecida a las masas. Gilda se incorporó en un gesto vigoroso y la cámara lamió su aspecto a contraluz. El pelo alborotado brillando con la llamarada de su deseo. Los ojos me ardían, no lograba mantenerme despierta. Volví a dormirme.

El insistente llamado del timbre me sacó del sopor. Había amanecido. Envuelta en una sábana corrí hasta la puerta y me encontré una pareja de policías. A las siete de la mañana la luminosidad me provocaba lágrimas de confusión. Ofrecí disculpas y fui a buscar mis lentes de sol; mi bolso estaba sobre una butaca justo al lado del montón de vidrios a que había quedado reducido mi frasco de perfume. Mis pies quedaron impregnados de un penetrante aroma dulce y ácido. Enrollada en la sábana, el cabello enmarañado, los lentes oscuros y perfumada como para entrar en la batalla, me enfrenté a los oficiales. Además, encendí un cigarrillo. Escenas de Gilda se mezclaban en mi cabeza con la visión de Federico disminuido ante la artillería médica; mi cuello ardía de deseo, un deseo sin rostro, universal, se diría. Ustedes dirán.

El cigarrillo me produjo un mareo que, disculpen ustedes otra vez, traté de mitigar tomando un poco de agua. Los tipos se miraban entre sí. Algún vecino aseguraba que mi perro era su perro. ¿Címbalo? Pero si está conmigo desde hace más de un año, desde que nació pues. Fui al lavaplatos a apagar el cigarrillo. No entiendo. ¿Quién afirma que mi perro es su perro? Tendría que pasar por la estación de policía a averiguarlo. Por lo pronto, tuve que dar mis datos a los oficiales. Nos despedimos.

 
 

 
INTRODUJE UNA MONEDA EN LA RANURA Y MARQUÉ UN NÚMERO AL AZAR. Contestó un niño y colgué. Disqué otro. Contestó una voz cascada como de anciano. Colgué. A la tercera contestó un joven. En susurros le hablé de mis apetitos más profundos. Lo hice rápido, con la boca pegada al auricular. En silencio, el hombre escuchaba; no dio ninguna señal de su presencia pero yo sabía que estaba allí. Una señora se puso detrás de mí en actitud de esperar por el teléfono. Hundí el interruptor y le pasé la bocina, tibia por mi contacto.

Federico descansaba sentado en la cama con la espalda apoyada en la cabecera y el médico estaba de pie junto a él. Ambos me miraron en silencio cuando entré con los lentes de sol ocultando mi turbación. La operación es mañana, me dijo Federico y fijó su mirada en el médico quien se despidió después de una pausa. Nos quedamos solos. Era el momento para hablar de los niños, de todo lo que sobrevendría después. Después de nada, dije casi gritando. Tú te duermes, ellos te rajan, después te ponen mucho yodo y dentro de tres días nos vamos para la casa.

Ven, me pidió. Y yo me acosté a su lado con la cara pegada al costado que al día siguiente sería trabajado por cuchillos helados. Le conté que Címbalo era objeto de un contencioso. Se rió sacudiendo todos los músculos del pecho como si estuviera llorando. El pánico había logrado reunirnos. Después de vagar por inmensas llanuras de desencuentro, el miedo era un ladrillo sobre el cual bailábamos muy juntos una guaracha de desconcierto, antibióticos y ansiolíticos. Le describí el aspecto que yo exhibía cuando cayó la ley "casi de madrugada". Permaneció callado y serio. Agregué detalles, exageré mi descomposición. Me pidió permiso para ir al baño. Deshice mi abrazo y él se incorporó. El atisbo de su espalda por la hendija de la bata del paciente me hirió dolorosamente. Hasta entonces era yo la que cada tanto mostraba jirones de carne sufriente y suya la mano suave que me secaba el sudor de medianoche cuando despertaba aterida por malos sueños y preguntas sin respuesta. Miraba el bonito mosaico del piso cuando escuché el chorro de la orina al caer en el estanque. Un hombre fuerte, sin duda. Esa vitalidad podría más que mil perversos augurios, aposté. Vinieron dos enfermeras a llevárselo para hacerle nuevos análisis. Los análisis de la víspera. En el baño quedó el tufo del cigarrillo y en el agua de la poceta una colilla flotando.

 
 

 
DOS HORAS DESPUÉS LO REGRESARON COMO A UN TORO DESMORONADO TRAS LA LIDIA. Devolvía un líquido verdoso por la boca y respiraba con dificultad. Cabrones, dije como la esposa a la que entregan, desecho, un reo recién torturado. Llévame al baño que quiero fumar, me pidió. No tenía sentido negarse. Lo acompañé con un ojo puesto en sus hombros encorvados y el otro en la puerta, previendo la irrupción de los cabrones. Cerré filas con él, quizá como nunca. La atmósfera de intimidad que se cernía entre nosotros me cerró la garganta. Quería abrazarlo —o abrazarme yo a él, que no es lo mismo—, quería librarlo, librarme. Provoqué ventoleras con una toalla para disipar la espesa nube de humo. Llegaron sus hermanos y aproveché para salir. Fui hasta la terraza a fumar un cigarrillo. La atmósfera estaba insoportable con todas esas sillas de ruedas y esas embarazadas sobándose el ombligo con las rodillas separadas. Di la espalda a aquel mundo horroroso y dejé escapar de mi boca un jadeo asordinado. Me encaminé al teléfono público ensayando un número que formé sacando dígitos de nuestras fechas de nacimiento.

 
 

 
A LAS NUEVE DE LA MAÑANA LA HABITACIÓN PARECÍA LA SEDE DE UN COCKTAIL. El padre de Federico le comentaba los resultados del beisbol de grandes ligas, recuento inútil ya que para esa hora el enfermo había leído tres periódicos y visto los noticieros de dos canales. Los amigos competían en ingenio y la verdad es que si hubiera logrado retenerlos ya tendría yo un inventario de chistes como para animar una fiesta de seis horas. Uno celebraba las ocurrencias cómodamente apoyado en el sostén de la botella que destilaba un medicamento en la vena del condenado; el otro estremecía la cama, en una de cuyas esquinas se hallaba sentado, cada vez que rompía a reír; alguno se ofreció para repartir el café que la madre de Federico trajo en un gran termo; y no faltó un bocón que juró haber visto al médico bien borracho la noche anterior por lo que el pronóstico más benigno apuntó a que la segura equivocación del cirujano desproveería a Federico de cierto apéndice no del todo sobrante entre sus piernas. Los cabrones aparecieron en la mitad de una estruendosa carcajada que quedó congelada en el rostro de Federico. Aunque todos esperaron afuera mientras lo ponían en la camilla rodante, el ruidoso cortejo lo acompañó hasta la misma puerta del pabellón. Me miró. Le advertí con la mirada que no toleraría boberías. Regresamos a la habitación. Nadie hacía bromas. Ese carajo es muy fuerte, balbuceaba su mejor amigo. Las revistas pasaban de mano en mano. El aire acondicionado parecía desbaratarse cada vez que hacía un cambio. Entré al baño para lavarme la cara, necesitaba un minuto de soledad. Me senté en la poceta y me quedé contemplando el estacionamiento por la ventana. Hurgué en mi monedero. Nada. Cuando salí todos se habían ido, con la excepción de la madre de Federico que rezaba el rosario y el padre, que revisaba las páginas deportivas con los espejuelos rodados hacia la punta de la nariz. Le pedí a mi suegro unas monedas.

 
 

 
DE TODOS LOS HOMBRES CON QUIENES HABLÉ EN ESAS CINCO MALDITAS HORAS que duró la intervención, sólo uno me siguió la corriente y aportó sus propias perspectivas al asunto en cuestión. Dime quién eres, me rogó, podríamos encontrarnos. Pasa que en ocasiones mi voz es muy bella. Es, sin titubeos, lo mejor de mí. Le dije que ya estábamos encontrados, que no hacía falta más. Y le recité mis obsesiones mientras mi esposo era tasajeado sin piedad en una camilla donde yacía sin conocimiento. En algún momento suspendí la comunicación con el desconocido y nunca supe a qué numero había llamado. Después de cada incursión al teléfono regresaba a la habitación abatida. Dolor y culpa es quizá la mezcla que más me conecta a la vida. También el feroz deseo que a veces me domina. Claro que en el deseo hay dolor y culpa; en la culpa hay deseo y dolor; y en el dolor, deseo y culpa. Son mis ángeles guardianes; como todos, severos y vengativos.

Pasadas unas horas vino el médico y me transmitió las buenas noticias. Todo había salido bien y los temores eran del todo infundados. Total, Federico regresaría a la casa en pocos días y apenas estaríamos cinco años pagando la deuda del hospital. Superada la estadía en terapia intensiva, la fiesta se reanudó en la habitación. Los familiares de los internados en recámaras vecinas venían a suplicar que bajáramos el tono de las tertulias, lo que avivaba la animación. Federico se recuperaba de hora en hora así que al segundo día de la operación ya protestaba si algún visitante se tomaba libertades con la gelatina que le traían a las once de la mañana con el almuerzo. La promesa de una larga vida volvió a colocarnos en riberas opuestas. El día de la salida, mientras una amiga metía nuestras pertenencias en una maleta, salí al pasillo a hacer unas llamadas telefónicas. Pero cuando respondió la persona indicada, mi voz se negó a fluir en el registro acostumbrado. No sé qué pasó. No hablé de las divinas posiciones ni del moroso lamer puesta de hinojos. En cambió, brotó de mí un desafinado sollozo que el interlocutor cortó de raíz tirando el teléfono.



       

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