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El gusto cumplido

Elsa Levy

    (Nota del editor: el cuento "El gusto cumplido", que reproducimos a continuación, fue publicado originalmente en 1996 como parte del libro de cuentos de autoría colectiva De acá y del más allá, La Luciérnaga Editores, México).
Ya estuvo bueno, comadre Cirila y compadre Demetrio, y tú también, Obdulia, pongan otra cara. Ni hablar, Cornelio se nos fue, colgó los tenis, Dios lo recogió en su seno, estiró la pata. No podemos hacer nada, de seguro que mientras a nosotros cuatro se nos arruga el corazón, él está rete contento en el más allá, como dice el señor Cura. Fíjense, a lo mejor hasta anda de parranda como tanto le gustaba, quién quite y con las once mil vírgenes, o de perdida echándose la copa con "El Alcanfor".

—¿Cuál Alcanfor?

—Compadre, ¿no te acuerdas del teporocho aquel que se murió de una guarapeta en las fiestas patronales?

—¡Ah, de veras!, ya me acordé. Fue al que encontraron abrazado de una botella de ron.

—Sí, pero de las de cuatro litros, y estaba vacía. Nunca lo dije, pero yo se la regalé. Volviendo a lo de Cornelio, hasta puede andar desplumándole las alas a las angelitas.

—Qué irrespetuoso eres, viejo. Cómo puedes hablar así después de que acabamos de venir del entierro de tu primo Cornelio.

—No me regañes, Obdulia, no es irrespetuosidad, es que cuando era niño mi mamá me llevaba a todos los velorios del pueblo. La tenía que acompañar a rezar la noche entera, y de pilón, como le chiflaba mirar a los muertos, me hacía detener la tapadera de los cajones mientras ella repasaba letanías y rosarios. Yo sin querer también los veía, y luego duraba durante semanas enteras soñando sus caras. A mi abuelo y a mi abuela, antes de que los bajaran a la tumba les tuve que dar un beso de despedida; todavía tengo el frío de su pellejo en los labios. Odio los velorios. Por un lado de la caja los familiares chilla que chilla, y retacados en un rincón de la casa, los amigos que dizque van a dar el pésame y se la pasan contando chismes del muerto y bebiéndose el café con piquete. Yo pienso que de una buena vez los velorios deberían de ser de otra manera.

—A qué compadre tan rejego. ¿Y cómo se te ocurre que debían de ser los velorios?

—Pues primero, como les decía al salir del panteón, a lo hecho, pecho. Ya se murió el difunto, pero no por eso se va a acabar el mundo; entonces, los familiares a estar contentos porque su muertito ya descansó, ya pasó a mejor vida, ya es espíritu. Luego, los amigos a festejar y acompañar al occiso a su última morada, de la misma forma como se han pasado buenos momentos en vida.

—Oiga, compadrito Toribio, a poco quiere que mi viejo lo acompañe a su última morada, toque y toque la guitarra y cantando a grito pelado como lo hacen diario que ustedes se van de parranda.

—Pues sí me cuadraría, comadrita Cirila. Saben, lo he pensado muchas veces, y ya que estamos entrados en gastos les voy a pedir una cosa, bueno, no se las voy a pedir, se las voy a exigir, sobre todo a ti, Obdulia, que eres mi mujer.

—Viejo, no te pongas tan serio que me asustas.

—Nada que me asustas que no soy el diablo, y paren oreja de lo que quiero. Cuando yo me muera, quedan prohibidas las chilladas, las rezadas y las cuatro velas alrededor del cajón. A propósito del cajón, el mío tiene que ser cuadrado.

—¿Cuadrado? ¿Y por qué, compadre Toribio?

—Ahora la enteraré Cirilita con lo que le voy a decir a mi mujer. Fíjate bien, Obdulia; antes de que me entiese, me vistes con mi traje de charro, me peinas con goma y me pones el sombrero negro; luego que te ayuden a sentarme en un sillón de la sala. Ahí a mi alrededor pido que estén mi familia y mis amigos. Tú, Demetrio, que has sido mi mejor amigo, además de compadre, te encargarás de que no falte el vino, y sin discutir, la música. Me gustaría que todos estuvieran alegres, así como nos hemos puesto en las fiestas de mis cumpleaños. Luego, ya que estén hasta atrás y antes de que se echen a dormir la mona, quiero que me metan al cajón, sentado, no acostado pues entonces ya voy a estar como palo de escoba, y que me acompañen hasta el meritito panteón cantando los sones que tanto me gustan. ¡Ah Obdulia!, y nada de besos, no se les vaya a enfriar la jeta como a mí.

—Viejo, eso que estás diciendo es un sacrilegio.

—Será melón, será sandía, pero exijo que así me despidan de este mundo. Y ay de ustedes si no lo hacen como les acabo de decir, ya me encargaré de venir por las noches a jalarlos de las patas.

Han corrido tres años desde aquella plática entre compadres. Obdulia y sus seis hijos lloran sin consuelo al lado del cajón horizontal, en donde reposa amortajado lo que fuera la envoltura terrenal de Toribio. Cuatro cirios enmarcan el ataúd. No muy lejos, los compadres Demetrio y Cirila suspiran apesadumbrados entre trago y trago del té de canela con piquete. El cuarto de velación se encuentra atiborrado con los rezos de las congregantes de la Asociación de la Vela Perpetua de San Martín Pescador. Ninguno de los asistentes puede ver ni escuchar lo que sucede en la atmósfera traslúcida de la parte alta de la habitación.

¡Es el colmo! Tanto como se los exigí a los tres y ahí me tienen acostado en el cajón, cinchado como paca de rastrojo, rodeado de cuatro velas; además todos chillando y rezando. Estoy por darles un sustito para que se les quite lo incumplidos.

Toribio se desplaza al lado de su mujer y trata de sacudirla por los hombros, pero su afán se pierde en el vacío. Insatisfecho flota hasta donde se encuentran sus compadres e intenta tirar de sus manos las tazas de canela; su propósito no da resultado. Molesto por su impotencia se escurre al centro del cuarto y se sienta arriba del féretro.

Mi última voluntad, el único deseo que pedí en toda mi vida, y no me lo cumplieron. Obdulia sigue pensando que lo que yo quería era un sacrilegio, y mi compadre Demetrio es un rajón.

Ya es de madrugada. Toribio no deja de observar a su familia y a sus amigos. Su rostro ha cambiado de expresión, ya no refleja disgusto.

Pobres, se ven requete tristes; ahora ya puedo entrar en sus sentimientos y sé que sufren por mi muerte. Mi vieja sí me quería y siempre me fue fiel. Mis hijos me respetaban y me amaban también. Mis amigos me tenían buena ley, se la pasaban bien en mi compañía y nunca me traicionaron, sobre todo mi compadre Demetrio. Bueno, aunque yo no sufro sé que los voy a extrañar a todos. Tuvieron razón Obdulia y los compadres en no hacer lo que les pedí, realmente hubiera sido un escándalo y un mal ejemplo para el pueblo. Ahora están preocupados porque yo les dije que vendría a jalarles las patas si no me velaban como yo quería; cómo me gustaría poder decirles a los tres que no lo haré.

Toribio mira con amor infinito a su esposa, a sus hijos, a sus compadres, a las rezanderas, a todos los que acompañan a su cuerpo en la última despedida. Repentinamente la habitación se llena con el estruendo de la música de un mariachi que toca el son de La Negra. Poco a poco van representándose ante los ojos de Toribio, primero sus dos abuelos que traen entre sus manos en actitud de ofrenda, un traje de charro y un enorme sombrero negro ribeteado en plata; luego, "El Alcanfor" abrazando una enorme botella llena de ron. Le sigue su primo Cornelio que tira de la mano a la interminable fila que forman las once mil sonrientes vírgenes. Y para terminar, el contingente de todos los difuntos del pueblo a los que acompañó en sus velorios. Estos últimos sostienen una pancarta en la que se lee: "Toribio, bienvenido al más acá".

Toribio salta del ataúd, se mete dentro del traje de charro, se acomoda el sombrero, da un trago a la botella de ron que le ofrece "El Alcanfor", prepara la garganta, y, mientras lanza un huaco sostenido, zapatea con brío frente a las once mil vírgenes.

Abajo se escucha el murmullo de una letanía: "Consoladora de los afligidos... Ruega por él...".



       

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