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Crug

Claudio Di Renzo

—¡Zap!

El trozo de maderita de cajón cortó el aire a la manera de un demoníaco sable, dibujando una estela multicolor, la cual casi se confundió con el crisol natural provisto por los distintos tonos de verde y amarillo de los campos sembrados.

La manita tierna pero firme de Fabián sólo se detuvo al escuchar el choque de la mosca contra la madera.

—¡Le di, bola! —gritó a su amiguito—. ¿Oíste el ruido..? ¡Zap!

Florencio dibujó una infinita zeta zigzagueante y descendente en el aire con su espada.

—Cayó como mosca —respondió.

Ambos rieron, y al escucharlos, Carlos, el padre de Fabián, pensó que sólo los niños podían reír así. Y si era por la muerte de una mosca, enhorabuena, que ya las había soportado bastante por ese día. La chispeante algarabía de los chicos le ayudó a digerir las facturas, cómodamente sentado, en su improvisado patio de campo.

Pasar los fines de semana fuera de la ciudad es, sin duda, gratificante, pero para un hombre de escritorio puede resultar un tanto incómodo, por lo inusual. Sarna con gusto no pica, por supuesto, así que chupó el mate lavado al tiempo que su mujer salía sonriente de la casa trayéndole tortas recién fritas. Instintivamente se tanteó la panza.

—No me vas a decir que este día es el responsable de tus rollos —acometió la mujer reteniendo dentro de su boca una carcajada— ¡Dale, comé! ¿Viste qué contentos están los pibes?

¡Zap! ¡Zip!

—Cazan moscas —mordió una tortita Carlos y miró hacia donde estaban su hijo y Florencio. Los vio alejarse simulando cabalgar, palmeándose las nalgas para producir el ruido típico del galope. Pensó que pronto anochecería y eso lo preocupó un poco, pero se tranquilizó al notar que aún los escuchaba reír. En el campo los sonidos se propagan sin obstáculos, y la oscuridad del crepúsculo agudiza el oído.

—Ay, la risa de los niños —suspiró la mujer mientras cambiaba la yerba.

Carlos sintió un alivio reparador, pues no le habían gustado para nada los últimos mates lavados.

—La risa de los niños —repitió su esposa, como esperando una respuesta conyugal.

No hubo respuesta. Sólo grillos, risas alejándose y estampidos de madera contra moscas inocentes, entre alguna chupada de mate indiferente.

¡Zap! ¡Paf!

¡Zip!

Florencio observó su mosca recién aplastada y se le iluminó el rostro, colorado por el sol y el viento de setiembre. Hinchó su pecho y buscó presuroso con la vista a Fabián. No lo encontró. Se asustó, pues segundos atrás su compinche corría entre los choclos junto a él, y ahora no lo veía por ningún lado. Los colores del campo y del cielo se amalgamaban siniestramente y se habían tornado borrosos con el correr de las horas, y las estrellas comenzaban a saludar en forma intermitente a los terráqueos mirones. Se quedó así, parado, inmóvil, a esa hora en que callan los pájaros para dejar cantar al viento quejoso, y sus ojos buscaron a Fabián entre las matas.

¡Paf!

Un maderazo seguido de una risa estruendosa lo sacó de su vigilia y lo alegró. Era —inconfundible— Fabián, desde atrás, atacando a traición a su compañero de cruzada.

—¡Caíste, forro! ¿Escuchaste? —sacó la lengua— ¡Paf, jaja!

—¡Si te había visto, gil de goma! —mintió Florencio.

¡Paf! ¡Paf! —ahora ambos se golpeaban y reían al unísono. Carlos desde lejos observaba la borrosa escena preguntándose por qué los chicos traducen siempre su cariño en golpes.

¡Zap! ¡Blim!

Corrieron unos metros y se detuvieron para observar, a lo lejos, las luces de los camiones y micros que corrían por la ruta, la cual cortaba la armonía del campo. A distancia, se antojaban farolitos voladores. Lucecitas blancas, rojas y amarillas volando a distintas alturas entre los árboles y campos lejanos.

Iban hacia ambos lados pero no chocaban, sino que se traspasaban misteriosamente sin tocarse.

Los chicos abrieron las boquitas relajadas y miraron. En Buenos Aires eso no lo veían, pero allí pasaba todos los días y noches, mesmerizando a los incautos campesinos que se dejaban engañar para pasar el rato imaginando las más variadas luchas espaciales. Ocio creativo, que disipa la amargura de ser siempre lo mismo.

¡Zap!

Fabián sintió un chirlo en el trasero. Se volvió furioso y divertido a la vez, pues era una chance de golpear a su amiguito otra vez, cosa a la que uno se acostumbra fácil. Levantó la mano armada dispuesto a castigar al enemigo despiadadamente, pero a su lado vio a Florencio con sus dos manos vacías y ocupadas en refregarse los ojos.

Fabián se paralizó por un instante, brazo en alto. Una sombra a su izquierda le preocupaba lo suficiente como para impedirle articular palabra. Florencio lo miró sorprendido, y en un flash los dos tomaron cuenta del enorme bulto erguido a su lado. Se volvieron lentamente y lo vieron.

Parecía un hombre. Borroso y todo aún parecía un ser humano... gigantesco.

—¡Paf! —balbuceó la sombra sin moverse. La silueta de la cara se infló, dejando adivinar que estaba sonriendo.

Los chicos no hablaban. No podían. La onomatopeya no les cayó ni familiar ni simpática. El terror los invadió súbitamente, sin aviso y sin permiso, y los paralizó.

Sabría Satanás de dónde había salido ese tipo sucio y maloliente. Dio un paso lento y la luna iluminó su frente. Sonreía entre su barba pegoteada mostrando una hilera de uniformes dientes amarillos.

Olía a bosta fresca y vino picado. No se movía, al menos como ente único, porque a decir verdad, "algo" vibraba y se sacudía por momentos en la sombra, algo como una onda que se esparcía por el cuerpo todo de ese ser espeluznante, como la vibración e inconsistencias propias de la ebriedad.

No se movía, entonces. Sólo miraba, como un curioso sin un mango en una tienda. En su mano derecha sostenía una alpargata perteneciente a su pie correspondiente, con la cual había —seguramente— golpeteado a Fabián, y en la izquierda aferraba fuertemente un cartón de vino vacío.

—¿Q-qué quiere? —se animó Florencio—. Plata no tenemos.

Los ojos del linyera se abrieron sin iluminarse de tan rojos. No dijo nada, y probablemente, de haber dicho algo los chicos no lo hubieran entendido. Plata no parecía buscar. Negó con la cabeza lentamente, como divertido. Movió la zapatilla de lado a lado y emitió algunos sonidos conocidos por los chicos.

—Paf... pifs...

Los grillos a su alrededor tronaban caprichosamente y junto a las estrellas titilantes parecían una alarma natural. Tras la figura del hombre Fabián y Florencio veían la casa y los papis iluminados, sentados a la puerta mateando tranquilamente. Tan cerca y tan ciegos por la noche. Fabián los veía más claramente debido a su posición en el plano. Quería gritar, agitar los brazos, hacer algo que llamara la atención, pero estaba paralizado por la conciencia del peligro que eso acarreaba. Mamá cambiaba una vez más la yerba en una escena que le parecía de otro planeta. Distante y cercana a la vez, pero lejos, tan lejos...

El vago blandió la alpargata y la disparó contra las piernas desnudas de Fabián.

¡Zumm!

El niño se corrió esquivando el golpe y le disparó iluminadamente una patada a la canilla —¡Pam!—, se le había caído la maderita y se sentía indefenso sin su arma matamoscas.

El gigante mugriento no se inmutó y ágilmente saltó hacia Fabián y le tomó del brazo, atrayéndolo bruscamente a su cuerpo andrajoso. El niño no podía gritar. Estaba mudo de espanto y asco. El vago lo abrazó con su derecha por encima de los brazos pegándolo a su hediondo saco y Fabián sintió náuseas. Por alguna razón parecía sentir que el peligro estaba más allá de su entendimiento.

Desazón, parálisis. El gigante, entre risas tontas lo golpeaba en las nalgas con la alpargata fangosa. ¡Zap! ¡Plaf!

¡Paf!

Florencio sintió que sus músculos se despertaban de golpe y asió su madera con la decisión que sólo puede dar la urgencia, y la heroica intención de salvar a su amigo.

Sus ojitos vieron proyectarse sobre una pantalla azul cielo la película más real de su vida, y se encaminó bravíamente al galope sin dudar hacia el horrendo invasor. Sus ojos brillaban y Fabián pudo adivinar tras su máscara un decidido y alegre terror. A lo lejos, las luces de las naves espaciales parecían librar la más fabulosa batalla jamás pensada.

—¿Escuchás esa risa? —gritó Carlos a su mujer, saltando de la silla con una agilidad que lo sorprendió.

—¡Carlos! —gritó su esposa—. ¡Es un hombre!

¡Paf! ¡Zap!

Carlos tomó la linterna con un frío recorriéndole la espina. Se le cayó el mate desparramando la yerba sin que le importe a él ni a su mujer. Milagrosa desesperación.

¡Zapp! —el vago reía estúpidamente, los chicos gritaban furiosos, y a la vez asustados.

Carlos y su mujer corrían presurosos y jadeantes por el campo en línea recta. saltaron bultos desconocidos con agilidad felina. La oscuridad les permitía ver sólo una masa informe y movediza a pocos metros de ellos, en el maizal. Tan cerca y tan determinantes del futuro.

Carlos sabía que si no alcanzaba ese colectivo no habría excusa valedera. Sabía que tenía que correr y correr, y jugarse sin pensar. Por un segundo pensó en lo inconveniente de la presencia de su mujer allí.

—¡Fabián, hijito! —aullaba la mujer desesperada sin parar de correr.

¡Zap!

¡Paf!

¡Zap! Cayó el telón de pronto en el horizonte y las luces fueron sólo farolitos de camiones que pasaban, y las estrellas nada más que astros reflejando luz. La noche fue de pronto sólo la noche y la vida y la muerte, sólo eso.

—¡Fabián, Florencito! —jadeó Carlos.

¡Zap!

Ya estaban más cerca, pero aún no veían nada claramente. Se escuchaban gruñidos, pasos zigzageantes y la convicción de una violenta batalla.

¡Paf!

Les pareció ver, les pareció...

¡Crug!

—¿Crug? —dijo la mujer, deteniendo el paso lentamente, como enfrentando al ridículo de un sonido desconocido.

—¿Crug? —repitió Carlos y se paró. Los ruidos cesaron abruptamente. Los chicos reían otra vez. No los veían aún, pero reían, se escuchaba claramente la risa invadiendo el alma de confort sospechoso y preocupante.

Como si todo hubiera sido una pesadilla monstruosa, pero no...

Carlos levantó decidido la linterna y disparó el haz de luz contra el maizal.

Frente a él, los chicos se reían a carcajadas y los miraban divertidos mientras saltaban y pisoteaban orgullosos el cuerpo de un hombre sucio y gordo, el cual yacía sobre los choclos manchados de rojo, con una madera atravesada en el abdomen.

Fabián dejó de reír de pronto y miró a papá con el ceño fruncido. Movía las manos hacia adelante y atrás, dibujando una perfecta estocada...

—Crug —dijo.


       

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