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Letralia, Tierra de Letras Edición Nº 70
17 de mayo
de 1999
Cagua, Venezuela

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La revista de los escritores hispanoamericanos en Internet
Letras de la Tierra de Letras

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Eduardo Betas

El ruido es permanente, corrosivo. Allí arriba los relojes hacen las veces de ventanas porque no se llega a ver ni la noche ni el día de la calle. Las máquinas funcionan todo el tiempo pero es en las madrugadas cuando ese lugar que se llama "Enjoy" y está en lo alto de la estación Once se llena de pibes harapientos, con dedos desesperados, ágiles, lastimados por las costras del poxirán que hace que se pegoteen a los botoncitos de colores. El ruido entonces es más fuerte aun y arrastra dolor.

Que él, el pibe para allí hará cosa de un par de meses, desde la noche aquella del quilombo. Lo vas a reconocer porque tiene los ojos como dos caramelos sucios, desflecados, hecho pelusas. Y es que él cada madrugada, desde aquella noche de la vidriera, no hace más que meterse ahí adentro para frotarse una y otra vez la mirada contra esas pantallas hasta lastimarse, hasta quedarse sin nada, hasta no dar más. Hasta perderse por completo.

Como cuando respira con voracidad cada una de las estrellas viscosas y amarillentas que sólo él ve en el fondo de esa bolsa que le cuelga del vaquerito. Porque sabe que cuando sumerge su nariz en ese trozo de plástico cuarteado, mugriento y cierra los ojos y aspira, recién entonces se empieza a aliviar un poco el ruido de esas máquinas, las que le duelen y trepidan solamente dentro suyo. A las que ya no soporta. Sabe, y nunca antes le había dolido tanto saber algo, que sólo de ese modo puede reconstruir algo de ella, volver a ver su cara, sus ojitos enormes como un par de preguntas de esas que no se pueden contestar sin que algo adentro cruja y duela.

Pero él, el pibe, con las hilachas de memoria que le quedan intenta, a tientas, recordar cuándo fue que todo se le fue al carajo. Ese antes y después, esa frontera; ese sentir que ya nada va a ser lo mismo porque ya, ya estaba todo roto. Y entonces el recuerdo, como visto a través de un vidrio sucio, le rebotaba una y otra vez en las sienes y volvía a verse ahí, en la estación Once, en ese escondite que se había inventado la noche en que la vio salir a la Marga, su hermana, a la que el boludo de el Rasca, que por andar siempre corriendo a lo loco por las vías un par de días después terminó destrozado bajo las ruedas de un tren le decía "La Amarga", sólo porque sabía que ella se enojaba y entonces lo perseguía gritándole con su voz aguda de once años como quien juega a la mancha y forcejeaban un poco y tal vez el Rasca lo único que quería era que ella o alguien lo siguiera, le importara, qué se yo, lo mirara...

Bueno, te contaba que fue cuando la vio a La Marga salir del baño de mujeres de la estación, y ella lloraba y lo llamaba o él, el pibe pensaba que lo hacía, en verdad ya no quiere hablar más de eso porque le da vergüenza todo el miedo ese que le empastó las piernas dejándolo quieto ahí, escondido, mientras La Marga lloraba de verdad y detrás de ella salía del baño un tipo, con ojos fríos, como de pescado y labios inundados de baba, acomodándose la ropa. Y detrás, el cana de la estación que terminaba de guardar algo en su bolsillo. Fue entonces cuando se dio cuenta de que la puerta de ese baño iba a ser el agujero por donde los iban a terminar cagando a todos.

 
 

Cuando lo veas lo vas a reconocer enseguida porque siempre anda jadeando, casi ahogado. Su pecho le sube y baja una y otra vez como un bandoneón al que lo han apuñalado y la vida le silba ya sólo a través de ese tajo. Los buracos en su pullover parecen balazos hechos por todos esos días en la calle, balazos de intemperie, disparos a quema piel. Y a través de los agujeros cualquiera puede adivinarle la camiseta sucia y transpirada. Sus doce o catorce años, ni él mismo lo sabe, se le desbocan en ese respirar suyo tan fatigado, sibilante, ansioso.

En cambio ella es una cabecita rubia con lamparones de sombra. Surge, de golpe, en cualquier bar, al borde de las mesas. Pero sólo se le ven los mechones amarillentos y pegoteados. Las botellas de cerveza vacías y ya inútiles no dejan que puedan vérsele los ojos. Que son lindos... de verdad que son lindos...

A veces él se sorprende extrañando todas aquellas tardes con ella, sobre todo cuando ve tirado algún papelito de Tofi, y recuerda entonces su boca con manchas de dulce de leche sobre las otras manchas oscuras, las del pegamento. Por eso siente que esas tardes se parecen mucho a esos papelitos con manchas dulces. Cuando se veían jugaban a buscarse, no se citaban en algún lugar fijo, buscarse con la sorpresa en los ojos por la plaza o la estación. Entonces cuando se encontraban él saltaba como si hubiera hecho un gol y juntos hacían fuerzas para olvidarlo todo: las florcitas de ella, las puertas de los taxis, todo. Algo así como creer que el mundo desaparece por sólo cerrar los ojos. Pero sólo a veces los cerrojos invisibles que soportaban todo el tiempo caían y entonces podían mentirse un poquito de libertad. Al menos para que esas sombras no sigan oxidándolos. Sabían que ahí estaba la calle, la cana, el hambre, el no llegar a ningún lado pese a caminar todo el día...

-¿Por qué los hombres usan corbatas? ¿No es peligroso? Cualquiera los madruga, los caza de la tira y terminan acogotados. ¿No te parece? -las preguntas de ella caen como empujándose unas a otras cuando los dos caminan juntos calle abajo esa ciudad ennegrecida y rapaz.

Él no le contesta. Escucha su voz pero no le contesta porque no sabe lo que le está diciendo, no entiende y ella siempre habla demasiado. Él sólo la ve caminar, así, torpemente, trastabillando graciosa, metida en ese vestidito que alguna vez tuvo flores, y que él ya no las distingue por haberlo visto tantas veces. Pero es otra vez el olor ácido, punzante el que se le clava nuevamente en la nariz, le atrapa la garganta y las estrellas vuelven a salir en ese cielo, o en la vidriera iluminada de ese negocio como tirado ahí, a mitad de cuadra, con sus pobres luces lamiendo la humedad de la noche.

Ese ruido de máquinas dentro suyo, ronroneo salvaje de robot asmático una y otra vez comienza a atenazarle la cabeza. Y hasta ese momento no sabía que podía haber tanto dolor en el mundo pero hay una piedra allí y... ¿por qué no?

Ella sigue caminando y se imagina el mar. El olor del mar, lo inmenso del mar, de toda esa agua. De pronto mira las dos o tres florcitas que le han quedado sin vender y juega a que se las trajo el mar del otro lado. Pero, ¿qué hay del otro lado del mar? Se le ocurre entonces preguntarle a él, el pibe, que sabe, que siempre sabe aunque no le guste hablar, si el agua de mar es celeste como en los carteles o las fotos de las revistas, pero algo la detiene y la hace mirar hacia atrás...

Y atrás está él, con su cabeza a punto de convertirse en un estallido. Y ella que sigue y sigue hablando y ahora cree que le pregunta algo sobre el mar, o las corbatas pero ya no puede caminar. El dolor ahoga y hay una piedra ahí en la calle justo cuando siente que no da más...

-¡No! ¡Pará!

Gritó ella. Pero el piedrazo igual destroza el vidrio que cae en forma de guillotinas hambrientas. De la vidriera de ese negocio sólo ha quedado un agujero y toda esa luz que ahora él, el pibe quiere beber metiéndose dentro de ese hueco. Unos focos fuertes, zigzagueantes, atraviesan la calle como hocicos de perro que acecha a sus presas. Y hay gritos, portazos lejanos, murmullos, alguien que levanta aun más el volumen de un televisor... Ella acurruca todo su miedo junto al pibe en ese recoveco de luz y ve cómo la sangre empieza a manchar los agujeros peludos de lana sucia del pullover de él y no sabe qué hacer...

Es en ese momento cuando un hombre se baja de un auto que acaba de frenar allí y se convierte en una mancha negra contra el fondo gris de algún paredón sucio que ni Flor ni el pibe ven porque ahora sólo se miran el uno al otro.

Ella se mancha con la sangre de él, del pibe cuando juntan, como papelitos que tiemblan en el frío, sus narices para aspirar un poco de cemento de contacto de la misma bolsa. Tienen tanto miedo. Cierran los ojos pensando que así nadie los va a poder ver y cuando lo abren lo hacen sólo para mirarse. Saben que el tipo está allí, en la calle y está a punto de cruzar. Pero no miran para ese lado, sólo se acarician, e intentan arrancarse las costritas que el poxirán les deja en los costados de la boca.

-Dale, ponete esto -le dice él, el pibe de pronto cuando manotea una bombacha cualquiera, que se desgarra porque estaba sujetada con una chinche. Ambos se ríen de cómo quedó y él enseguida la tira hacia la calle, con cierta vergüenza pero al mismo tiempo excitación. Intenta pararse, mareado. Empieza a escuchar ese ruido a máquina otra vez, permanente máquina que trepida todo el tiempo sin parar. Se ríe, para no mostrarle a ella cuánto le duele el brazo que se ha tajeado y cómo le asusta la tibieza de la sangre escurriéndose por la mugre de la manga de su pullover. Por eso pisa, para que Flor no las vea, las primeras gotitas de sangre que empiezan a caer al suelo cubierto de bombachas en esa vidriera donde fueron a parar.

-Dale, ponete esto -dice él mientras bailotea para disimular su miedo y le muestra un corpiño negro mientras salta dentro de ese cajón de madera que es la vidriera tal vez imaginando que es un escenario, que las luces son las de las cámaras de la tele y las chicas de la foto lo miran sólo a él, el pibe. Golpetea con sus pies la madera del piso que comienza a ceder. Sus zapatillas desacordonadas lo van acercando a ella y él no sabe cómo hacer pero le toma la carita asustada, se le acerca mucho, tanto que hasta puede olerla y hunde su boca en la de ella que hace fuerza para atrás, para salirse, pero él no afloja y ella finalmente sí, y es entonces cuando ambos se dan cuenta de que tienen que abrir la boca y dejar que las lenguas se hagan caricias hasta más no poder, para calmar esa sed que hasta ese momento sólo había sido sospecha.

-Vamos -dice ella luego casi sin poder hablar por el temblor que ahora la sacude-. Vamos -repite mientras intenta pararse en ese mar de ropas que la enredan y que la hacen tropezar hacia los vidrios, que si no fuera porque él la sujetó ella iba a chocarse contra esas puntas que habían quedado colgando como lágrimas frías y falsas que hasta la podían llegar a matar.

-Vamos -vuelve a gritar ella y tiembla atrozmente al sentirse junto a él; sus mejillas son dos brasas.

-¡Otra vez, por favor! -implora él, el pibe a los gritos, mientras siente que su brazo ya no existe y le pesa mucho.

-Vamos -vuelve a decir mientras sus manos resbalan por el cuerpo de él.

 
 

Él toma la bolsita pero en lugar de abrirla la mira a ella y siente que sus ojos le están diciendo, sí o sí, tenés que hacerlo ahora, porque sino tal vez, nunca. Entonces le acaricia la cabeza, y es la primera vez que le acaricia así, de esa manera el pelo a alguien y no le importa la dureza de ese cabello por haber estado a la intemperie tanto tiempo.

Tal vez también por eso es que no le importó que las manos de ella se queden tiesas, duras, sin hacer nada. Porque las suyas eran libres para andar en esos sitios de ella con los que siempre soñó y por los que muchas veces se despertó mojado.

Pero los ruidos de la calle, las bocinas, alguien que pasa cerca... Se separan.

El hombre del auto cruzó la calle y se paró frente a la vidriera donde están ellos.

Ella hace que no lo ve y sólo levanta su pollera hasta mostrarle -roja, rojísima de vergüenza- su bombacha sucia, mientras él la mira, y solo desabrocha su vaquerito desfigurado ante los ojos de ella que como chinches, lo pinchan en ese silencio que tirita.

Pero el hombre que ha cruzado la calle se mantiene allí frente a ellos, sin decir nada, con un teléfono celular abandonado en una mano, que en la oscuridad parece latir lucecitas rojas. Ellos saben que el tipo ese está ahí. Se sienten perdidos. Las bolsitas de cemento le cuelgan a cada uno de la cintura como globos de cumpleaños envejecidos.

Pero de todas formas él sabe que es su única oportunidad y piensa en el piedrazo y en los vidrios como guillotina y en el tipo ese pero se deja llevar y rodea con sus dedos los bordes de la bombacha de ella. Se siente como en un tobogán en plena bajada, sin poder parar. Ni aun con la máquina que le trepida royéndole su cabeza. Y entonces sigue, torpe, buscando entre las piernas de Flor ese lugar desconocido para sus manos. Cuando lo siente cerca se aprieta contra ella besándola, acariciándole con la lengua su lengua, mientras sus dedos encuentran la humedad que buscaban y es allí cuando se hunde dentro de ella que lanza un gritito al silencio de esa calle para luego acurrucarse contra él metiéndose más el uno dentro del otro. Pero no hay adentro ni afuera de ese cajón de madera, vidrios rotos y ropas como rasguños allí, en ese barrio de compraventa, con muros que tajean filosos el aire rancio y pesado, de hoteles que se van desmoronando día a día sobre las veredas. No hay adentro ni afuera, sólo Flor y él apretando fuerte los ojos para que el mundo se vaya de una buena vez. Él, con su silbido asmático que siente que no puede más y las manos de Flor tan libres que ella no sabe dónde aprendieron a acariciar así. Ellos sólo se dejan hacer el uno al otro sabiendo por fin de dónde les venía, qué era esa especie de sed que les ponía la piel de gallina cada vez que se veían y que les daba vergüenza, una vergüenza atroz apenas disimulada por algún golpe, algún empujón de ella hacia él o viceversa.

Duele. Apenas, a ella. Hay sangre mezclada de los dos ahora. El tipo de afuera se fue acercando cada vez más y está a punto de tocarlos. Las lucecitas intermitentes, tiritantes del teléfono celular que lleva en una mano va venciendo muy de a poquito a la oscuridad salvaje y dibuja guiños rojos sobre ese bulto que son ahora ellos dos amándose. Las bolsitas crujen frotándose también entre sí... y el tipo que ahora se arrodilla frente a ellos ya no da más tampoco pero no puede tocarlos porque su otra mano se agita ahora hundida dentro del bolsillo del pantalón.

Flor es la primera que empieza a regresar de a poquito. Siente la humedad entre sus piernas, el peso de él y palabras que no entiende. Todavía no abre los ojos pero ya sabe que todo ahora va a ser distinto. La voz de él se le mezcla con otras voces o le parece, ya no lo sabe... sólo se deja llevar por un susurro confuso y certero como una sirena a lo lejos. Cuando abre los ojos lo primero que ve es una luz gigante, roja, que se apaga y enciende al lado de su cara pero también a él, al tipo que jadea manoseándola.

El chillido áspero, de tiza frotada contra el pizarrón, de risas oxidadas salió rebotando de la garganta de Flor, ahí en el cajón de luz que ahora es miseria, hasta morirse cerca de la esquina, contra las ventanas cerradas, convertido en ese dolor ciego que mancha aun más la vereda.

-¿Qué le hiciste, hijo de puta? -grita ella al tipo que ahora la toma del brazo mientras él, el pibe yace allí, en el cajón, entre los cristales rotos y su sangre, y la de ella y...-. Soltá... -gime Flor y agarra como puede, cortándose, un trozo de vidrio pero el golpe de él llega antes y ella da contra el piso pero no le duele, no siente nada, sólo ve que él, el pibe no reacciona, que su brazo le sigue sangrando hasta que ya no ve nada más porque el tipo ahora está sobre ella, le abre las piernas, la golpea, siente el olor a perfume que la marea y el peso de su cuerpo y se revuelve, como puede se revuelve...

Y ahora él, el pibe no sabe si fue el golpe que dio Flor al caer contra las maderas o los insultos del tipo que le empezaron a llegar desde muy lejos que comenzaron a despertarlo, a traerlo de vuelta de esa nada en que había quedado flotando. Y estate seguro, me dijo el Junta, que fue precisamente lo que hizo después lo que lo iba a dejar marcado. Porque en realidad fue por desesperación, no lo pensó, no tenía fuerzas, no sabía bien dónde estaba y tal vez estaba metido dentro de un sueño repleto de pasadizos que se resquebrajan... Lo cierto es que él, el pibe se levantó como pudo, en medio de los chillidos de ella, ahogados por el cuerpo del tipo, se bajó del cajón destrozado de lo que había sido la vidriera y empezó a correr, rengueando al principio, cayéndose y rebotando contra los adoquines, pero sin mirar atrás, sin escuchar nada...

Y ella supo, claro que supo que él, el pibe se había ido, que la había dejado allí y algo adentro se le rompió, pero al mismo tiempo se dio cuenta que era lo mejor que podía hacer. El tipo ese que tenía encima sólo la ensució un poco cuando al ver que no iba a poder meterse adonde había estado él antes se sacudió con la mano, tembló un poco y la puteó para esconder su impotencia. Fue entonces cuando Flor aprovechó a saltar hacia la calle y sintió que tenía los ojos más ciegos que toda la oscuridad, la oscuridad grasienta acumulada en esa calle. Trastabilló y mareada se bamboleó contra un poste de luz y entonces se dio cuenta que tenía pedacitos de vidrio incrustados por todos lados.

Mientras, él, el pibe ya había llegado a las orillas de la plaza Once. Allí encontraría alguno, seguro que pensó. Porque ahora se daba cuenta de que él no se había escapado, no la había abandonado a Flor, como antes había sucedido con la Marga, sino que había ido a buscar a otros en la ranchada para que lo ayuden. Y aunque eso era una mentira inmensa que le dolía más que el brazo tajeado, sabía que la necesitaba para no sentirse tan cagón.

Pero Flor ahora no sabía muy bien si corría por la misma calle tratando de alcanzarlo a él, sólo para ayudarle, para ponerle una venda a ese brazo que sangraba como una botella de vino rota o porque quería escaparse, quería irse, dejar todo, llorar, por fin llorar...

Mucho después supo que todo lo que había sucedido allí los iba a dejar ciegos de ellos mismos. Que se podrían cruzar mil veces por la estación o por las calles donde vuelan los papeles brillantes de Tofi sin poder verse, intuyéndose sí, el uno al otro, con deseo, con rabioso deseo pero sin verse, sin nunca más poder verse.

Porque Flor sí, salió corriendo mientras el tipo la seguía insultando y al mismo tiempo le hablaba al telefonito ese que llevaba y ella entonces frenó de golpe, se dio vuelta y lo vio avanzar y fue, me lo contó después, como si lo escuchara a él, al Pibe, que le decía: "Métele, dale...". Y entonces comenzó a correr furiosamente hacia él, que, desconcertado, no hizo más que seguir yendo hacia ella hasta sentir el tremendo golpe de todo el cuerpo de Flor y caer sobre la calle vacía, oscura, sucia, doblado sobre su estómago, culo para arriba. El teléfono celular rebotó contra los adoquines sucios destrozándose. Flor quedó también dolorida al costado de la vereda pero así y todo, empezó a reírse hasta que su risa se confundió con aullidos como de hiena que venían de otras calles. Luces rojas prendiéndose y apagándose volvían a manchar esa noche en que todo podría haber comenzado.


       

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