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"...aquella gloriosa figura muerta iba acribillada y despedazada por las balas de las ametralladoras de los soldados de Chile, que otra vez habían traicionado a Chile".
Pablo Neruda
14 de setiembre de 1973

Sus últimas palabras encierran la amargura más profunda, la postrera y total decepción. Don Pablo las escribió con toda la ira de su espíritu apasionado, nueve días antes de morir, con el corazón destrozado, el 23 de setiembre de 1973. Él moría con su sueño; juntos habían llegado casi a los setenta años.

El libro, Confieso que he vivido, de Círculo de Lectores "por cortesía de los herederos de Pablo Neruda", data de 1974. Empecé a leerlo en el colegio (el libro y yo tenemos la misma edad), y de esa época data mi cariño por el poeta que la mayoría de la gente ve como a un genio en un pedestal.

Nosotros los latinoamericanos crecemos oyendo hablar del gran poeta Pablo Neruda, de este chileno que ha elevado nuestro lenguaje, nuestra cultura y nuestro orgullo de mestizos hasta los límpidos salones del premio Nobel. El mejor elogio que puede hacérsele, aún hoy día, es que sus poemas sobreviven en nuestras memorias a la funesta costumbre de hacerlos diseccionar en el colegio. Que sus palabras son tan viscerales y universales, que se encuentra a unos borrachos a los que sus novias o esposas han dejado, tirados en la calle recitando: "podría escribir los versos más tristes esta noche".

Los poemas de Neruda se meten en la sangre; pero el hombre que los escribió es para la mayoría de la gente un misterio, un desconocido separado de los simples mortales por la grandeza de su obra, por su fama, por la frialdad y perfección que a veces da la muerte. No es recordado, en la actualidad, por haber sido el hombre que él creyó ser, el que uno conoce en su autobiografía y termina considerando su amigo y compinche.

El amigo Neftalí, que fue Pablo para escapar de su padre, que tenía tanto de mujeriego como de politiquero y arrogante. Uno podría decir que su vida, a los veintitantos, era una de esas que le inspiraron a Víctor Hugo sus héroes de las barricadas de París. Y a los sesenta y nueve años don Pablo seguía siendo el mismo.

Él fue uno de esos héroes que uno nunca encuentra en los libros; uno que llegó a viejo sin perder las ilusiones, uno que vio su corazón lleno a plenitud cuando su pueblo le dio a su partido las riendas, el poder para cambiar el mundo poniendo en práctica las ideas que tantas escaramuzas le habían causado.

¡Si don Pablo supiera quiénes le han sobrevivido todos estos años, y quiénes no! Y es que, hablando de él, no se puede dejar de hablar de política, porque nunca fue él de esos escritores que, creyendo conocer la verdad, han renunciado a ponerla en práctica, han desesperado del género humano. Si bien él luchaba con las palabras, más creía en los hechos y la acción. Quería aleccionar, salvar, ensuciarse las manos por su pueblo, pero sólo siguiendo sus propios ideales.

Ese es el Pablo completo: el escritor, el que coleccionaba cuernos de narval y mascarones de proa, el comunista. El que a los setenta años seguía creyendo como a los veinte; él que pasó a la historia no por pelear un día o un mes, sino toda una vida.

Alguien que amó y despreció a su país; a Chile que a veces fue con él desdeñoso, a veces opresivo, a veces amante.

Don Pablo tenía quince años de muerto para cuando yo lo conocí; cumpliría ahora cien años, cada vez más estimado y reverenciado en el mundo entero. Hoy, aún desinformados e incomprensivos, los latinoamericanos le damos las gracias. Porque ha habido hombres como él, es que estamos orgullosos de ser lo que somos.

Felicidades, entonces, a Chile y a Temuco; no todos los pueblos verán entre sus hijos a un hombre como este. A mí se me figura que si alguien quisiera hacer de su cara de chompipe un mascarón de proa, y lo dejara ir siempre al frente, rompiendo las olas y abriendo camino, estaría tal vez satisfecho. Superviviente, altivo y eterno, en este su centenario; y aún hoy saludando, con uno de sus poemas, a sus compatriotas:

"Feliz año... Hoy tú que tienes
mi tierra a tus lados, feliz eres, hermano".

Cartago, Costa Rica