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"Neruda significa un hombre nuevo en América,
una sensibilidad con la cual abre
todo capítulo emocional americano.
Su alta categoría arranca
de su rotunda diferenciación"
(Gabriela Mistral, poeta chilena,
Premio Nobel de Literatura)

Su nombre y apellido recorrerá todos los rincones de la tierra durante este 2004. A exactamente cien años de su nacimiento, Pablo Neruda será epicentro, eje y motor de millares de acontecimientos y eventos culturales en todo el mundo, en especial en nuestra América hispanoparlante.

La figura del genial chileno será, seguramente, evocada con la fuerza y la admiración de las generaciones vivientes que han tenido, desde los más diversos ángulos y en los más remotos lugares del planeta, oportunidad de acercarse al legado de este poeta cumbre.

Concursos, conciertos, exposiciones, vídeos, publicaciones, filmes, conferencias y muchas otras actividades delinearán y ratificarán la vigencia de su brillante obra.

Sin duda resulta demasiado escaso este espacio para sumar, en una adecuada dimensión, nuestro anticipado homenaje, y plasmar, siquiera en una muy ajustada síntesis, una modesta adhesión a tantos hechos distintivos a llevarse a cabo en el transcurso del año.

Neruda (1904-1973) fue y continúa siendo, tal vez, el más acabado y fiel referente de la poesía latinoamericana del siglo XX, y quizás el poeta más traducido de nuestro idioma. Hace mucho tiempo ingresó, para quedarse definitivamente, en el territorio de la mitología y, entonces, no es muy sencillo hallar algo realmente novedoso para aportar acerca de su monumental y trascendente obra.

Para su compatriota y famosa escritora Isabel Allende, "la poesía de Neruda es esencial, es un amor por las cosas, es el tocar el sonido, la textura". Y lo reafirma al confesar "a mí me sirvió para comenzar a escribir, para saborear las palabras y conectarme con los sentidos".

En opinión de nuestro Mario Benedetti "sus poemas son, antes que nada, ‘palabra’ y señalan la gran sensibilidad ante el lenguaje y el gran poder verbal".

Leer o releer a Neruda es siempre una ventana a un mundo de mensajes testimoniales y su renovada presencia nos atrapa y lo hace universal; tal la colosal calidad que liberan sus poemas, que ameritan el esfuerzo de un detenimiento para su cabal comprensión.

En una tan fugaz como enriquecedora visita que hiciéramos hace algún tiempo a su residencia en Isla Negra tuvimos ocasión de acercarnos más al autor de Crepusculario (publicado cuando tenía sólo 19 años de edad) y adentrarnos en los jugosos tramos de su impactante vida de incansable coleccionista de mágicos objetos, de idealista constructor de casas exóticas, de soñador empedernido, impulsado siempre, a partir de la intelectualidad de su pensamiento, a cambiar el rumbo en pos de hacer mejor la sociedad humana.

Comprobamos allí cuánto amaba el mar y las pequeñas maravillas de la tierra: relatan sus biógrafos que buscaba insólitas piedras, llaves extrañas, botellas verdes o azules, máscaras, muñecas, mascarones de proa de viejos barcos y hasta conchas marinas de grandes dimensiones trabajadas por el océano durante siglos, siendo además un asiduo visitante de los mercados y de las tiendas de anticuarios.

Neruda sabía que la poesía y la belleza estaban en todas las cosas, especialmente en las de todos los días, indispensables para nuestra existencia. Solía decir que "siempre me buscan para que explique mi poesía y yo no sé explicarla". Nunca recordaba de memoria ni uno solo de sus versos, ni siquiera los más famosos. Tampoco leía sus propios libros, a los que acudía sólo cuando realizaba alguna disertación formal, a las que el público asistía a escucharle con recogimiento y admiración bíblica.

Su sublime y temperamental labor poética ha sido como su propia respiración y en su conjunto es casi su autobiografía. Jamás fue un espectador del mundo en el que le tocó vivir, sino que supo ser un protagonista activo y comprometido. Asimiló a su lírica la nieve, los bosques, los volcanes, las flores, el paisaje, los pájaros, el mar, el desierto y fue amigo entrañable de grandes poetas como García Lorca, Alberti y Hernández, entre otros.

De su magistral discurso en la Real Academia de Estocolmo, el día en que recibiera el Premio Nobel de Literatura, en 1971, rescatamos, para concluir, estas memorables frases:

"Yo no aprendí en los libros ninguna receta para la composición de un poema y no dejaré impreso a mi vez ni siquiera un consejo, modo o estilo para que los nuevos poetas reciban de mí alguna gota de supuesta sabiduría.

"Pienso que la poesía es una acción pasajera o solemne en que entran por parejas medidas la soledad y la solidaridad, el sentimiento y la acción, la intimidad de uno mismo, la intimidad del hombre y la secreta revelación de la naturaleza. Y pienso, con no menor fe, que todo está sostenido: el hombre y su sombra, el hombre y su actitud, el hombre y su poesía en una comunidad cada vez más extensa, en un ejercicio que integrará para siempre en nosotros la realidad y los sueños, porque de tal manera los une y los confunde.

No sé si aquellas lecciones que recibí al cruzar un vertiginoso río, al bailar alrededor del cráneo de una vaca, al bañar mi piel en el agua purificadora de las más altas regiones, era aquello que salía de mí mismo para comunicarse después con muchos otros seres, o era el mensaje que los demás hombres me enviaban como exigencia o emplazamiento. No sé si aquello lo viví o lo escribí, no sé si fueron verdad o poesía, transición o eternidad, los versos que experimenté en aquel momento, las experiencias que canté más tarde.

"El poeta debe aprender de los demás hombres. Es preciso atravesar la soledad y la aspereza, la incomunicación y el silencio, para llegar al recinto mágico en que podemos danzar torpemente o cantar con melancolía. En esa danza o en esa canción están consumados los más antiguos ritos de la conciencia: la conciencia de ser hombres y creer en un destino común.

"El poeta no es un ‘pequeño Dios’. El mejor poeta es el hombre que nos entrega el pan de cada día: el panadero más próximo, que no se cree Dios. Él cumple su majestuosa y humilde faena de amasar, llevar al horno, dorar y entregar el pan de cada día, con una obligación comunitaria. Y si el poeta llega a alcanzar esa sencilla conciencia, ésta podrá convertirse en parte de una colosal artesanía, de una construcción simple o complicada, que es la construcción de la sociedad, la transformación de las condiciones que rodean al hombre, la entrega de la mercadería: pan, verdad, vino, sueños.

"Si el poeta se incorpora a esa nunca gastada lucha por consignar cada uno en manos de los otros su ración de compromiso, su dedicación y su ternura al trabajo de cada día y de todos los hombres, el poeta tomará parte en el sudor, en el pan, en el vino, en el sueño de la humanidad entera. Sólo por ese camino inalienable de ser hombres comunes llegaremos a restituirle a la poesía el anchuroso espacio que le van recortando en cada época, que le vamos recortando nosotros mismos. Necesitamos colmar de palabras los confines de un continente mudo y nos embriaga esta tarea de fabular y de nombrar.

"Cada uno de mis versos quiso instalarse como un objeto palpable, pretendió ser un instrumento útil de trabajo, aspiró a servir en el espacio como signo de reunión donde se cruzaron los caminos, o como fragmento de piedra o de madera con que alguien, otros que vendrán, pudieran depositar los nuevos signos.

"Nuestras estrellas primordiales son la lucha y la esperanza. Hace hoy cien años exactos, un pobre y gran poeta escribió esta profecía: ‘Al amanecer, armados de una ardiente paciencia entraremos en las espléndidas ciudades’.

"Yo creo en esa profecía de Rimbaud, el vidente. Tuve siempre confianza en el hombre. Por eso tal vez he llegado hasta aquí con mi poesía y también con mi bandera.

"En conclusión, debo decir a los hombres de buena voluntad, a los trabajadores, a los poetas, que el entero porvenir fue expresado en esa frase: sólo con una ardiente paciencia conquistaremos la espléndida ciudad que dará luz, justicia y dignidad a todos los hombres. Así la poesía no habrá cantado en vano".