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Dos cuentos

Rosa Elvira Peláez


Buono Natale, Dona (un cuento de Navidad)

Dios había creado la vida para que ella la disfrutara. Donatella vivió los primeros 17 años de su vida pensando así, luego se casó con Antonio y entregó sus sueños a continuos naufragios. Lo había conocido víspera de la Navidad de 1930, ella había ido con su hermana a retirar un encargo en la carpintería donde él ya había dejado atrás la etapa de aprendiz. Era un muchacho alto, con manos anchas y fuertes. Al día siguiente, en la primera cita, Dona había rendido su corazón. Una torpeza que entonces parecía muy dulce; simulaba ser inicio de días maravillosos y ante el altar, la joven había dado gracias por tanta bienaventuranza.

El principio, como todo principio, tenía muchas páginas en blanco, y Dona pensó que su matrimonio escribiría cosas lindas. Se había casado enamorada y la ingenuidad no la ayudó a presumir que cuando ella ponía sentimientos y devoción, de la otra parte sólo había un cuerpo cumpliendo necesidades animales, con la idea de que la mujer es simplemente un objeto para colocar en el formato social. Un objeto que puede terminar siendo molesto, ignorado y hasta obviado.

Vivían en Bolonia, sin sufrir estrecheces en lo material; la casita era cómoda, siempre con flores, y la mesa apetecible porque de la cocina de Dona sólo salían excelencias. Antonio era un hábil carpintero ebanista y los muebles florecían en sus manos, en proporción directa a la marchitez del carácter. Tanto martillo y tanto clavo maldecían a las manos, las iban ahogando con cicatrices, y por extraña conexión, vaya cualquiera a saber por qué, el carácter se le iba volviendo fiero y desabrido.

A los cuatro años de casada, con dos niños y un incisivo recuento de frustraciones, Dona se desentendió de la oscura trenza que hasta entonces había peinado con inmenso placer. Cuando la tiró a la basura, fue como si cancelara las dudas sobre la felicidad matrimonial; ahora sólo tenía certezas, y supo que estaba equivocada: Dios no había hecho la vida para que ella la disfrutara.

Siguieron juntos por rutina y por la familia como concepto sagrado; un concepto que la cotidianidad, en alianza con Antonio, se encargaba de saquear. Los niños, como todos los chicos, trajeron alegrías y preocupaciones; gracias a ellos Dona se había reconciliado con Dios y cada mañana asistía a misa para rogar felicidad para los hijos. Antonio seguía en su taller y encerrado en un elemental código para demostrar señales de afecto a los pequeños: un manotazo en la espalda respaldado por una semisonrisa indicaba que estaba de buen humor; un manotazo a secas, era preámbulo de la ira, y lo mejor en esos casos era esconder el cuerpo.

Fabrizio tenía 11 años y Doménico 10 cuando llegaron a Bolonia los rugidos de la guerra; la madre vivía pendiente del acecho de los bombardeos, pensando que para sus hijos la vida podría ser de otra manera. En el patio habían construido un refugio y el padre era el primero en ponerse a buen resguardo; los niños bajaban luego y por último Dona, con la respiración infectada por el miedo.

Las navidades nunca fueron consuelo para su alma, por mucho que se proponía hacer borrón y cuenta nueva. El rostro de Antonio ahogaba cualquier intención de mejorar la convivencia. Cuando acogotado por las secuelas de la guerra, decidió que América iba a ser la nueva casa, ella pensó que tal vez quedaba un borde de esperanza; si cambiaban de lugar, acaso cambiaría el clima hogareño.

En abril del 45 llegaron al puerto de Buenos Aires y para la Navidad estaban radicados en Bahía Blanca, al sur de la capital, pero ya Dona se había despojado de expectativas: iba a envejecer sin gratificaciones para el alma. Antonio estuvo unos años más carpinteando, luego, en sociedad con otros dos paisanos y con la incorporación de cuatro operarios, estableció un negocio de venta de muebles, que no lo hizo rico pero lo sacó de pobre.

El tiempo se fue llevando la juventud de los hijos, Fabrizio era atrevido y fuerte, Doménico, temeroso y débil; mientras, Dona encontró, como quien dice, a sus primeras amigas en la vida; y con ellas, alivio, motivos para reír y hasta, de vez en cuando, para soñar que soñaba. Dios acaso enmendaba algunos errores. Cuando Antonio agitaba su malhumor, el silencio de la mujer ya no culminaba en llanto; después, mañana, dentro de unos días, iba a vaciar su amargura reprimida con las amigas, que ante los detalles subrayaban el sacrificio de la buena mujer.

Una, especialmente, era la confidente. Dona con sus misas y Adela con el Rosh Hashná al margen, fueron tejiendo una amistad que perduraba más allá de 50 años. Fabrizio había regresado a Italia, tenía familia; algo reflejaba del duro carácter paterno y realmente la madre no lo echó de menos. Los nietos le crecían en fotos que esporádicamente llegaban a Bahía Blanca. En cuanto a Doménico, vivía a pocas cuadras de la madre, pero la distancia era su esposa. La llegada de cada Navidad desdecía la paz y la alegría que la fecha significaba para Dona. La vejez no había aligerado el mal carácter del marido y la nuera poco aportaba a la armonía, con sus constantes quejas y su inconformidad por todo y ante todo.

Sabiendo la significación de la fecha para su amiga, la judía Adela nunca olvidaba llamar temprano para decir: "¡Buono Natale!"; y en la tarde siempre acomodaban un tiempo y compartían un té; la cristiana Dona comprendía con aquellos gestos tan poco extraordinarios pero de fuertes raíces, que no estaba sola. A su vez, en cada año nuevo judío telefoneaba a la amiga para desearle "¡Shana tová!". Para ese día, Adela andaba muy atareada con los preparativos de la cena para toda su familia, los hijos y nietos llegaban de distintos lugares y la casa se volvía hotel; personalmente preparaba cada uno de los platos y se divertía en especial envolviendo los regalitos que tarde en la noche repartiría.

Un día el tiempo también se llevó al amargo Antonio y Dona quedó sola en la casa para hablar en paz consigo misma y sacar sus propias cuentas. Tuvo que aprender a conducir su vida pasados los 70, porque el marido nunca le había dado participación en nada. En largos años apenas había visto dos veces a Fabrizio, en visitas que se intercambiaron; la relación con Doménico y la mujer pesaba por su debilidad. Dona ya no se quejaba, asumía que estaba de más, pero la amistad la retenía en la tierra, respetuosa de su Señor, esperando que el tiempo la barriera con delicadeza.

Curiosamente, después de enviudar y de a poco, Dona fue fabulando una vida, otra, con el finado. Fue su manera de cumplir los sueños depositados en el matrimonio. Las amigas, con asombro, asistían a la renovada historia, y no la contradecían, regalándole el derecho de ser feliz, aunque fuese de esa rara manera. Reescrita, la historia de Dona y Antonio agradaba.

En una Navidad en la que estaba de reposo en la cama, Adela y Juanita la visitaron y descubrió la costumbre de reunirse, las tres, en la fecha, a la tardecita; así fue durante algunos años. Juanita era una gallega que vivía sola, en su casa había un cuarto lleno de santos, velas y oraciones, y nadie sospecharía, conociendo esto, lo divertida que era la anciana. Pero lo era; un día, convocada por la muerte, no pudo bromear y faltó, y las otras sintieron que perdían su parte risueña, pero continuaron con la reunión acostumbrada de diciembre, animadas ahora por recordar a la gallega.

Con cada Navidad, el infaltable "Buono Natale" en la voz de Adela le abría las puertas del día a Dona. Un día —siempre hay un día—, Adela enviudó y a los pocos meses se mudó a Buenos Aires, para estar cerca de los hijos. A contramano de su amiga, Adela no tenía que inventar una reconfortante historia del matrimonio; le bastaba recordar y la felicidad le asomaba en mil y un detalles, aunque la memoria le produjese el dolor de recordarle también que había tenido que ver partir al Otro.

Pese a la distancia, aquel "Buono Natale" nunca estuvo ausente. Misas y sinagoga no hacían la diferencia. El teléfono también sabía que el "Shana tová" cumplía puntual. Con la partida de la amiga, Donatella celebraba una solitaria Navidad, consumiendo muchas horas en la iglesia. Con delicadeza pero intransigente, se excusaba para no ir hasta lo del hijo, adquiriendo fama de viejita recalcitrante; simplemente no soportaba la debilidad de Doménico y los maltratos de la nuera.

Una vez, para el año nuevo judío, en septiembre, el "Shana tová" de Dona tuvo una rara resonancia, como de pasos que se diluyen en la nada. "La vejez y sus inconvenientes —quiso bromear—, para la vejez no hay remedio, ¿o sabés vos alguno?". Para Navidad, cuando Adela telefoneó contestó Doménico. La noche antes, Dona había muerto, tranquila, murmurando solamente, únicamente, una frase: "Buono Natale... Shana tová". Dice el hijo que quiso hablar con Adela, pero el tiempo no le alcanzó, el sueño venía levemente pesado, como todo lo que amenaza ser eterno.

    Buenos Aires, septiembre 1998.


El oficio sagrado

Un hombre tiene un oficio muy especial: vende ideas muy detalladas a otros para que escriban las historias. La capacidad para semejante trabajo se la propició un anciano que encontró en el mayor basurero de la Gran Ciudad un día que la necesidad más paupérrima los reunió a ambos.

Aquel miserable tan añoso y apestado le dijo que había encontrado ese oficio pero no se sentía con fuerzas para desempeñarlo. Además, otra era su tarea. Y fue parco, pero fue suficiente. Como al toque —explicó— quien asumía el oficio pasaba a ser un Elegido: por la capacidad de generar historias, de forma imparable, las historias que todos querían leer, historias vividas, soñadas, fabuladas. Una caravana abismal de personajes. No había límites, pero su firma quedaría en el anonimato, no podía escribirlas él mismo. Como contrapartida, dejaría de padecer escasez, ganaría mucho, todo estaría a su alcance. O casi todo. Había una cláusula, una sola, única, estricta, insoslayable cláusula, con alma de patíbulo: no podía contarle lo que hacía a nadie. A nadie. Nunca.

Cuando aceptó el oficio, el hombre no calculó la pesadez que puede ser un compromiso, una cláusula, así, tan así, al punto que le quitaba placer a su trabajo. De nada valía que pretendiera autoconvencerse de que casi siempre el trabajo no le da placer al que lo ejecuta. Él, que podía ser feliz al poseer la llave para todas las historias, era desdichado y sufría. ¡Era el autor ignorado! Se sentía despojado de la gloria y había comenzado a odiar su amor. Un amor que empezó compartiendo con una lista casi infinita de autores del Gran País, y después convocaba a escritores de todo el Gran Mundo. Todos se movían sigilosos para ir a pedirle ideas, personajes, al hombre del maravilloso oficio. Compartían un vasto secreto, suculento, insaciable. Pero nuestro Hombre, sencillamente sufría.

Hastiado, un día decide contarle a un reconocido autor, poseedor de todos los Grandes Premios y para el cual trabajaba con dedicada laboriosidad, su propia historia, la del tipo que vende historias en secreto. Se citaron en su bar preferido. El escritor, primero con recelo, luego con estupor y más tarde con franca fascinación, siguió el cuento, pero debió interrumpirlo porque fue llamado por teléfono a la barra del bar, ¿quién es?, repite la pregunta, silencio, nadie contesta.

Después se dará cuenta de que un momento —aquél— puede ser la eternidad. Como siempre ocurre, los hombres reaccionan tarde; en sucesivas camadas que se alternan, los hombres son hijos de la inteligencia y padres de la torpeza, y viceversa. Al regresar a la mesa, el contador de historias ha desaparecido. En el bar, repleto, nadie se había percatado de la salida del hombre y el escritor lamentó haber interrumpido el cuento.

Mientras iba camino a su casa, el autor meditaba en lo que había escuchado: bien podría ser material para la nueva novela. Pero su propósito nunca será realidad. Tercamente inasible se le volverá el oficio. Como si las palabras se negaran a conversar unas con las otras para hacerse entender y ser amenas; más allá del bien y del mal. Aturdido por tal estado de cosas, humillado por la escritura, el famoso autor miraba conmovido sus muchos premios; y con los meses, se volvió ferviente lector. La lectura fue su religión, dio sentido a su vida; con devoción buscaba así calmar la culpa de no procrear más libros.

Había leído las grandes obras de todos los tiempos y se había actualizado con la literatura contemporánea. Lo que empezó siendo una rara sensación, terminó siendo una certidumbre cruel: había menos libros cada día. Adoptó la costumbre de buscar ejemplares viejos y los domingos se hundía en la espesura de una feria de segunda mano, en el parque cercano a su casa. Una tarde, un viejito desarrapado le acercó un ejemplar precioso, de tapas duras de cuero y hojas del más delicado papel, que parecían sutiles velos de aire. La impresión parecía no ser de este mundo. Impecable, una joya. Se veía nuevo pero dejaba oler antigüedad. El libro de los libros, título en un rojo sangre, muy rimbombante, ambicioso, quizá sacrílego. Las manos le temblaron cuando agarró el volumen, comprado por escasas monedas —sólo monedas pedía el viejo—, y se prometió a sí mismo devorarlo en la noche. Muy ufano por la adquisición, se fue a casa.

Justo decir —aunque creo que es injusto al final de cuentas— que, desde aquel día en el bar, los numerosos clientes del contador de historias se preguntaban qué había sucedido. Y todos llegaron al bloqueo: más rápido o más tarde, ninguno pudo copular con la palabra.

Muy pronto, las editoriales del Gran País sufrieron una caída notoria, que con el tiempo se acentuaba; la prensa reflejó el fenómeno, que comenzó a ser debatido en una sucesión de paneles, simposios y los más enrevesados debates, hasta instalarse en los espacios académicos, dando pie a una avalancha de tesis e investigaciones para explorar lo acaecido.

En fin: es grave la depauperación creativa en la literatura. Se ha extendido, como un mal silencioso, fatal, inexorable, por todo el Gran Mundo. Acaso, una epidemia sin cura.

Se especula que durará mucho tiempo, que las nuevas generaciones están debilitadas por la invasión de la TV. Algunos culpan a las computadoras, que andan en manadas impertinentes, cada vez mayores, y acusan con encono a la Internet. Los más pesimistas hablan de que la oscuridad cayó sobre el libro, como una maldición a perpetuidad. De esta noción han nacido innumerables sectas. Como siempre, el desconocimiento pone en órbita a la fe. Todos hablan, nadie sabe.

No saben que el ex contador de historias siente que vive la oscuridad más oscura. No tiene noción de tiempo ni espacio, carece de necesidades fisiológicas. Sabe que no sabe nada. Importante atributo al que no todos pueden acceder, pero que para él ofrece inutilidad, en la exasperante situación de total ignorancia en que se encuentra, si es que se encuentra en algo o todavía es algo. Sólo es capaz de paladear la oscuridad.

Así las cosas, hasta el momento en que siente vibraciones, ondulaciones de origen impreciso. Evoca la luz. Eso es la luz, ¿no? Atisba que la oscuridad cede. A medida que las vibraciones avanzan, la oscuridad es menor. Llega el instante en que frente a él unos ojos enormes, oscuros, lo escudriñan. Sí, recuerda, esos son ojos. Al fin se reencuentra con una mirada. Después se percata de un leve bamboleo de la mirada. Y comienza a detallar el enorme rostro frente suyo, ¡claro que eso es un rostro!, ya lo había olvidado, y no es amenazante, es más, le recuerda a alguien, alguien, ¿pero quién?...

Un sonido insistente le trae reminiscencias de algo que no puede precisar. ¿Qué suena de ese modo, con brevísimas pausas? Siente que se marea, ¡esos movimientos que no consigue calibrar!; siente que cae. Un estremecimiento lo recorre.

(El ex escritor ha contestado el teléfono, del otro lado alguien ofrece venderle ideas para escribir y hacen una cita para el día siguiente. La oferta lo ha dejado tan conmocionado que decide dejar la lectura para otra ocasión. Antes de acostarse, todavía va a estar pensando si acaso no será todo una broma. Esa noche soñará, por primera vez en largo tiempo, soñará con la muerte y el nacimiento, las fichas del juego eterno.)

...Le molesta ese estremecimiento indefinible. No logra identificar el sonido del teléfono, como tampoco alcanza a detallar el rostro, cuando de pronto lo tapan. Tiene la sensación horrorosa de que lo tapan. Deja de ver, pero aún distingue algo. Se queda a la espera, escucha, siente una vibración que ya reconoce, y siente otra, y otra. Quiere gritar, no puede. Cada vez distingue menos. Esos velos se le enciman, lo lastiman. La luz se va agotando de a poco. Dolorosamente cesa.

Antes de volverse a su absoluta oscuridad, el hombre que tenía el oficio de contar historias tiene un destello de razón, que es lo último que lo va a iluminar: es uno más entre los personajes de un libro. Está hecho de palabras. Qué trágico le resulta todo. Para colmo, no sabe ni el título.

    Buenos Aires, noviembre 1997



       

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