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Recuerdo el parque

Rodrigo Castillo

A veces puedo recordar los parques. Me recuerdo sentada, jugando con el pasto entre los dedos y dejando a las hormigas furiosas deambular por mis piernas como haciendo carreras, como buscando atajos, como recuperando tiempo entre mis muslos y mis pantorrillas. También a veces, cuando está nublado, puedo recordar las tardes de otoño en las que me sentaba en el parque y dejaba que el tiempo fuera el acortador de espacios, el exterminador de penas, el que deambula por mis ansias y por mi piel.

De pronto estoy en el parque sentada y a mi alrededor hay mucha gente que se arremolina a lo largo de los metros de pasto. Yo estoy jugando con palos de fósforo. Los prendo y contemplo cómo la llamita se desplaza, cae y se aleja por la madera. Miro el fuego y me pierdo entre las formas dibujadas como ciclos, como relieves, como desenfreno ambiguo que se estira y se encoge. A veces, mientras la llama termina de desplazarse, libre, por el diminuto pedazo de madera, me distraigo y me encuentro con un movimiento elíptico de mis dedos que al sentir la cercanía profunda del fuego, se contorsionan y arrojan lejos ese pequeño instante de infierno.

En el pasto, la llamita canta una despedida lúdica, como una bailarina, se encoge, saluda y se esfuma de todo. Se esfuma de mi realidad y de mis dedos y de mi carne apenas herida y me deja aquí, con los dedos en la caja cuadrada, buscando nuevo palitos para encender.

A veces en cambio, estoy aquí tan quieta que me largo a recordar historias imaginadas antes, historias desprendidas que me han atrapado —o resguardado— en días nublados, sentada en la cama deshecha, leyendo un libro o dibujando rayas con carbón o sólo mirando la televisión que me esparce.

De pronto imagino que deambulo por mi cuerpo, que me recorro, reconociendo espacios, cayendo. Imagino esos momentos y mientras lo pienso, en realidad me recorro, me encuentro, me atrapo en los pliegues que no conocía, me distraigo las manos y desahogo clases de murmullos que no habían existido en mi piel o en mi garganta.

Recuerdo entonces mi cuerpo tendido sobre la cama deshecha y me tambaleo sin prisas para intentar dormir, pero no duermo, mis manos insisten en reclamar mis brisas, mis manos insisten en recompensar mis escalofríos y mis vientos y tal vez la arena que se esparce entre mis ropas en algún día, casi inexistente, en el que me trepé sobre otro cuerpo y me llené de arena y polvo y pedazos de conchitas que se me metían por todas partes y me daban cosquillas.

Mi cuerpo está tendido sobre la cama deshecha, y mis manos insistentes me toman por las caderas para trasladarme lejos del sueño, hacia el montón de arena suave que me eriza y me tironea despacio las ropas ceñidas que bloquean mis sentidos.

Algo en esta cama deshecha me hace recordar el paisaje del que mis manos se inundan y con un ojo entreabierto puedo contemplar en el espejo mi cuerpo tendido. Lo observo despacio, con un cuidado distraído que me revuelve entera. Veo mi pelo negro y brillante atrapado en una cola apretada de las que me hago para dormir, y redescubro mi piel envuelta en una polera gastada, de un color impreciso que tal vez fue negro o gris oscuro y que ahora es de un color gris incomprensible, de un gris cualquiera, manchado, desteñido, con hoyitos redondos, como dibujados con compás. Veo cómo ese pedazo de tela cubre muy poco de mi piel tostada y por lo tanto vislumbro de inmediato mis brazos y mis manos tramposas que se pasean despacito por mi estómago, arremangando la tela gris y dejando ante mis ojos —que se buscan— la tela blanca (de un blanco hiriente), de estos calzones chiquititos que casi en broma aún me cubren.

Algo me pasa al mirarme así, tan como de lejos, tan como si fuera a otra a quien estuviera mirando mostrar los calzones blancos y diminutos a una cámara desarmada que filtra tonos, movimientos y deseos.

Entonces recuerdo. Recuerdo mientras miro de reojo mis dedos delgados escarbando en mis pliegues. Esta cama deshecha huele un poco a mar, a aire de mar y me revuelco entre las sábanas de la cama deshecha y siento las migas de unas galletas viejas que me trasladan de vuelta hacia donde mis manos insisten en llevar mis ganas.

Estoy frente al espejo y la polera que me cubría la descorrí a tirones, como telón, como enjambre pasajero y ahora, casi desnuda, me sorprendo de vuelta en la arena suave. Mi pelo está suelto y desparramado y se le han pegado un montón de ramitas. Siento el peso de un cuerpo ajeno sobre mi cuerpo completamente vestido y otras manos me recorren y me entreabren con dulzura, con cuidado, sin preguntar y sin necesitar respuestas. Siento cómo la tela áspera de una chomba gruesa me impide sentir el calor de esas manos y me estiro para ser despojada de esa frontera, de esa trampa que me oculta. Mi cuello está húmedo de saliva y de sudor y de los olores que ese otro cuerpo me cede. Quiero sentir ese cuerpo más cerca, quiero que se desbaraten de pronto todos los conjuros de tela que me atrapan y que me esconden.

Las sábanas suaves las siento ásperas para recobrar esas sensaciones, y el espejo me devuelve un reflejo nuevo de mi cuerpo sudado y brillante. Veo mis piernas desnudas, mis muslos, mi vientre y mis manos que recorren circulares la curva de mis pechos redondos. Veo mis dedos flacos desordenar despacio mi pelo suelto y mis piernas que se estrujan apretándose con fuerza o abriéndose hasta sentir dolor.

Veo entonces en el espejo el dibujo de mis ingles tensas al abrir las piernas y veo ese pedazo de tela diminuto que de vez en cuando acaricio, con los dedos, con las manos, con el brazo. Tomo con cuidado el borde del elástico, lo estiro y lo desplazo un poco hacia abajo hasta que alcanzo a observar el nacimiento del pubis —ese enjambre de pelos negros, húmedos, desordenados que se van volviendo más y más tupidos a medida que mis ojos bajan y se sumergen.

La sensación de mis dedos tibios se inunda de olor a mar, y me puedo ver estirada sobre la arena áspera. Unas manos suaves descorren por fin mis telas y siento cómo mis pechos liberados se anegan de besos y de lengua y de dedos. Me crispo completa, me estiro como gata, me sumerjo en mis sentidos y ahora soy yo la que busca piel, la que desplaza botones y broches y hebillas.

Estoy tendida sobre la playa suave y aún tengo puestos esos jeans ásperos. El otro cuerpo está sobre mí y mientras acaricia mi cuello y mi nuca y mi pelo puedo sentir el calor de su pecho sobre el mío. Mis piernas se abren con angustia para sentir más, para sentir más cerca, para desparramar los jugos que han mojado las ropas. Me siento vencida por todos los flancos, ya no soy capaz de refrenar las ansias atrapadas —casi angustiadas— y, apurada, descorro el cinturón y zarandeo el botón duro y reacio de mis pantalones. El otro cuerpo se retira un poco para darme espacio, para permitir que me arrastre, para descubrir el propio cuerpo.

Mientras mis manos bajan el cierre, él se ha levantado y sin cuidado se quita la ropa. Lo hace sin mirar, sus ojos no dejan ni un solo momento de contemplar mi cuerpo, mis manos, mis caderas que se levantan para sacarme a tirones los pantalones demasiado ajustados. Levanto la cabeza y lo contemplo, está completamente desnudo y mis ojos recorren su cuerpo despacio, como sin querer terminar, como demorando instantes, apaciguando mi respiración encabritada.

Recuerdo que sobre la cama deshecha, mi cuerpo está cubierto sólo por la tela de algodón claro que cubre mi pubis. Mis manos, sobre la arena, sobre las sábanas desordenadas y brillantes de humedad, se arrastran hacia mi cuerpo anhelante. Muerdo las hebras de mi pelo y acaricio con fuerza el monte que emerge triunfante bajo mi vientre. Con ambas manos tomo los elásticos y con un movimiento suave me desprendo de los últimos escudos.

El espejo refleja mis piernas haciendo espasmos por abrirse aun más y miro con deleite el tajo abierto que cruza mis pliegues. Mis manos recorren alternadamente la piel suave de mi abdomen, los pezones erguidos, maduros, erectos; la humedad selvática y olorosa que me cruza.

Mientras tanto, el ser frente a mis ojos, sobre la playa, se ha inclinado para besarme, para recorrer con la lengua sedienta los espacios y los huecos y los murmullos sordos de mi interior. Se ha desplazado entre mis piernas y con los labios besa la tela delgada y empapada que aún se enrisca, que aún me aleja. Sus dedos juegan con los elásticos y con mis premuras; me enloquece con las manos y con los dientes mordisqueando, lamiendo, pellizcando en pausas cada labio, cada pecho, cada hueso.

Sus brazos me levantan, me ponen de pie frente a ese mar que avanza y retrocede y con la mano extendida hunde los dedos en la tela suave, con cuidado. Despacito me gira y mientras estoy de espaldas a él, sus manos me recorren como nuevas, como ajenas, perdiéndose en cada orilla, en cada monte, en cada puente.

Yo ya no he podido mantener más la calma y casi sin darme cuenta he arrastrado el algodón blanco hacia abajo, hacia las piernas, bajo los pies, a la arena. Ahora, libre, puedo sentir su piel, su ser completo sudando junto al mío, y aprieto mis caderas y mis nalgas contra su cuerpo, contra su montaña alta y tibia.

Quiero sentir sus manos por todas partes, quisiera encontrar más huecos en mi cuerpo para que su cuerpo los colme, aferro sus manos y las restriego entre mis piernas; me abro, me flecto, la saliva escapa de mi boca y mi lengua busca esas manos húmedas para besarlas, para morderlas, para lamerlas.

El cuerpo me separa, me retira con suavidad y me contempla. Mi cuerpo, que aún está sediento, se mueve, se retuerce, musita frases cantadas, me enreda. Él, el otro, me contempla en silencio, me da la espalda desnuda y se dedica a recoger las ropas. Despliega chalecos y abrigos sobre la arena y se tiende. Se esparce sobre el camastro improvisado y me estira la mano. Yo delirante me aproximo. De pie sobre su cuerpo lo miro y despacio me monto sobre él. Al principio no sé qué hacer, por dónde empezar, dónde morder, qué hueco llenar. Al poco rato él me toma por las caderas, me inclina y me penetra. Siento cómo todo en mí cruje, se arremolina, hierve, despega. Su boca repite murmullos y confesiones y signos, la mía sólo es aire, aire escapando de prisa, aire que se vuelve jadeo mientras siento su cuerpo entrar en mí. No quiero perder ni un segundo, mis ojos, los mismos que recuerdan el espejo que me refleja desnuda y delirante, me devuelven luces que encandilan. Mi cuello está torcido para observar mi carne que se abre bajo la mata de pelos negros, viendo cómo ese ser abstracto, con vida propia, se escabulle hacia adentro. Cierro por un segundo los ojos y el placer me mata, me tortura, me hace reír y llorar. Siento cómo ese cuerpo que está dentro de mí se encabrita y yo, domadora despierta, voy buscando ritmos, encontrando frases, recobrando augurios. Sus manos acarician mi cuerpo, sus labios besan mis pechos, mi cuello, sus dedos se clavan en mis nalgas, las amasan, les dan forma. Descubro mis labios pidiendo fuerza, pidiendo gritos, pidiendo escapes; descubro mi pubis restregándose, dichoso, abriéndose, girando.

Los gritos y los gemidos llegan hasta el mar, el ruido de las olas se confunden con el ruido húmedo de mis entrañas y siento como si todo el mar estuviera en mi vientre, dentro de mi cuerpo, descubriéndome, alimentándome hasta que ya no puedo más de placer y confundo mi último suspiro con el suyo, con las rocas, con mi cuerpo que se queda tendido junto al otro, junto a la cama desordenada, frente al espejo que me refleja desnuda y laxa, dormida sobre el pasto asoleado del parque que a veces recuerdo.

    Parques, Santiago, Chile.



       

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