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Dios y el sexo tras el humo del cigarro

Rafael Grillo Hernández

Calmosamente, encendió el cigarro. Parecía querer seducir al tiempo, y obligarlo a detenerse, con el movimiento de la mano, lento y estudiado, que llevó el encendedor hasta la punta del cigarro. Absorbió el humo, no con ansiedad sino paladeándolo, y lo retuvo en sus pulmones el tiempo justo para sentirse inundado de aquella sustancia que, desde hacía muchos años, no le era ajena a su cuerpo sino necesaria. Cuando lo exhaló, intentó puerilmente armar anillos: puso su boca en forma de círculo, y lo fue expulsando poco a poco, pero sólo logró que el humo saliera en difusas bocanadas intermitentes. No se sintió decepcionado, no le frustraba fallar siempre sus intentos, sólo se reía para sí del infantilismo de aquellas tentativas. Estaba solamente siguiendo con detenimiento todos los pasos de un rito privado, tantas veces repetido que había acabado quedando totalmente desprovisto de significado y sentimientos, desnudo y obstinado como todas las obsesiones íntimas. Pretender formar círculos de humo era sólo el momento final, el toque maestro, si se quiere, que despojaba a toda aquella minuciosidad de repulsiva solemnidad y la convertía en una especie de juego, de reconciliación entre el niño que habitaba en él y los vicios de su adulto.

Se consideraba a sí mismo un fumador verdadero, distinguiéndose de las personas que acuden al cigarro sólo para enfrentarse a una ansiedad volátil y devastadora, pudiendo entonces sustituirlo. No, él disfrutaba realmente el acto de fumar. Había terminado identificando el aroma y el sabor del cigarro con el aroma y sabor, irritante y ríspido pero cautivador, de su propia alma en soledad. Porque fumar lo recogía dentro de sí, lo aislaba de su circunstancia, detenía el transcurrir y el movimiento, lo envolvía en la niebla protectora de sus propios pensamientos. Viajaba a través de sí mismo, se descubría con cada bocado de humo que tragaba, y se perdía con cada espiral de humo que se disolvía en el aire como si encontrara la ruta inextricable de su frágil pensamiento y la siguiera hasta extinguirse en la nada (o la incógnita) que acecha al final de todos los caminos. Quizás por todo esto le resultaba tan difícil apartarse de aquel hábito que reconocía pernicioso; lo más curioso es que pensara, sin embargo, que podía abandonarlo, no cuando quisiera pero sí cuando la búsqueda de su vida hubiera llegado a término.

También le gustaba combinar el cigarro con una taza de café, aspirar el humo y sorber el líquido, alternativamente, hasta acabarlos al unísono. Hubiera deseado hacerlo ahora pero era imposible: habría sido una falta imperdonable que abandonara el lecho, en este preciso instante, para preparar café; ella hubiera malinterpretado su acto, y no le gustaba herir la sensibilidad ajena, prefería reprimir su deseo. Se quedó acostado, disfrutando el advenimiento de su voz interior, el regreso de su intimidad proveniente sin duda de los complicados arabescos del techo que la cortina de humo dejaba entrever. Había concluido de hacer el amor y, sin prisas, como de costumbre, esperando se aquietaran los desórdenes que el sexo genera en los cuerpos, se había separado de ella, tendiéndose a su lado para ejecutar, a manera de epílogo, la maniobra descrita.

No había hecho el amor, y esta fue la primera conclusión, insoportable pero veraz, que su entendimiento, despertado por el cigarro, se apuró en brindarle. Había realizado el acto sexual con aquella mujer y nada más, descubría que no la amaba, ni había colmado aquel encuentro sus expectativas. Se reconocía decepcionado. Había perseguido a esa mujer varios meses con una desesperación casi adolescente, creía estar enamorado, y además poseído por una lascivia sorda y profunda que ablandaba sus entrañas, la deseaba como si con su posesión alcanzaría la anhelada redención espiritual. Ahora que ella había sido, al fin, suya, se percataba de su renovado autoengaño: como otras tantas veces se había dejado cegar por la esperanza de la realización de un sueño inalcanzable. Pero ella no tenía la culpa, eso lo alcanzaba a discernir claramente, y de nada vale culpar a los demás de las derrotas propias. En este momento sólo hubiera deseado que ella le permitiera engullir su frustración a la velocidad perezosa con que se consumía su cigarro.

Pero ella no lo dejaría. No podía hacerlo, perdida como estaba en sus propios laberintos. Lo veía sumido en su autismo introspectivo, absorto, como si ella no estuviera ahí, al parecer solamente interesado en observar las fugaces volutas de humo que se posaban sobre ellos. La venció su fantasma insumiso: la inseguridad.

—¿Qué te pasa? ¿No te has sentido bien? —le preguntó.

Él se demoró en contestar. Percibió el resquemor, la duda sensible que arrastraba la pregunta. Hubiera preferido callar a tener que mentir pero sabía que el silencio iba a ser tomado como una confirmación de insatisfacción. No le gustaba mentir pero no dudaba en hacerlo si con ello evitaba dañar a otra persona. Aunque esta vez no estaba seguro de que su respuesta la calmaría, quizás el tono de su voz lo traicionaría, mas no tenía otra opción.

—No, no pasa nada. Me siento bien —respondió. Luego pensó que debió haber dicho algo más, algo así como "¿Por qué me haces esa pregunta?" o "¡A qué viene esa tontería!", algo que la obligara a ponerse a la defensiva o que le restara importancia a la pregunta. Pero no dijo nada más.

—Es que te has quedado mudo. Tú no eres así. ¿Por qué no me dices la verdad? No te he gustado, esperabas más de mí. ¿No es eso? —su temor no la dejaba callar, la incertidumbre de ser una amante torpe le llenaba la boca de frases infelices—. Has encendido ese cigarro y estás distraído, como si anduvieras por otra parte, y no al lado mío. Seguramente piensas que yo...

La interrumpió. Comenzaba a molestarle grandemente aquel interrogatorio que lo arrancaba de sí mismo e interrumpía su plácido ritual. Trató de agarrarse de algo. —Estoy fumando porque siempre lo hago. Eso no significa nada.

Aquella respuesta tenía la sólida y aplastante concisión de lo verosímil, y él pudo lograr su propósito: ella calló, se echó hacia atrás sobre su espalda, y tapó con la sábana su cuerpo desnudo con un pudor repentino y comprensible.

Él prosiguió su rutina, contento de poder recobrar la lucidez que la situación otorgaba a su pensamiento. "Aunque estés casi convencido de que es en vano, sigues buscando a Dios en el orgasmo", pensó. Dios era sólo una metáfora. No era creyente, y, si lo fuera, nunca se le hubiera ocurrido buscar a Dios en la satisfacción carnal. Hablaba de Dios porque intuía la semejanza entre su búsqueda y la de los filósofos, los místicos y los religiosos. Él buscaba una experiencia sublime, un máximo de intensidad que otorgara sentido a la vida misma. La Felicidad, el Absoluto, el Paraíso, tantas palabras para denominar la misma cosa. Probablemente sea esto lo que buscan todos los hombres, pero cada uno escoge su camino particular. Él había escogido el sexo porque había sido ahí, precisamente, donde más cerca se había hallado de alcanzar su meta. Cuando lo hacía, unas veces más que otras, se sentía próximo a su objetivo; en el clímax casi lo veía llegar, surgía el rostro de Dios, se revelaban sus contornos, difusamente pues nunca lograba percibir todos los detalles de su cara, y se desvanecía rápidamente tras el orgasmo, dejando tan sólo esa sensación de derrota que nunca es tan honda ni tan destructora como cuando uno ha estado muy cerca del triunfo. A veces pensaba que la solución era el amor, que no había amado a nadie nunca y esa era la causa de su fracaso, creyó que sólo en la conjunción del amor y el sexo, que sólo el sexo con amor era la solución. Mas tuvo que reconocer luego que si aceptaba el hecho de no haber amado nunca, que si aceptaba que las palpitaciones en el corazón, el temblor en las piernas, el deseo irresistible de ver, ser visto, poseer, ser poseído, morir, ser muerto, los celos, los sufrimientos que había sentido por algunas mujeres a lo largo de su vida no eran amor, entonces no debía estar capacitado para amar, o el amor era algo tan elevado, tan esquivo y sutil, que era prácticamente inalcanzable. Y si esto era así, ¿debía renunciar? No. Fue en ese momento que se inventó el mito de la mujer ideal.

—¿Me quieres? Dime, ¿me quieres? —ella volvía a la carga. Ahora escondiendo, bajo el disfraz de la sadomasoquista curiosidad femenina, la imperiosa necesidad de escuchar del hombre la confirmación, casi siempre engañosa, de ser amada.

Él conocía de sobra esa maniobra, manida y absurda, y aunque era capaz de entenderla sintió repugnancia. Nuevamente inquirido, casi lo vence el impulso de mandarla al diablo o de levantarse de un tirón de la cama y marcharse, mas se controló pero sin poder evitar que su respuesta fuera brusca y trasluciera desprecio:

—¿Por qué no me dejas en paz de una vez y no haces más preguntas?

Ella se viró de costado, de espaldas a él, y rompió a llorar, con un llanto reprimido, entrecortado, que lo tornaba más dramático, más desgarrador.

Él se sintió compulsado a compadecerla, se arrepintió para sus adentros de su tosquedad, sentía culpa, y dolor por el dolor ajeno, pero no hizo nada. Trató de imaginarse consolándola y lo que le vino a la mente fue la imagen de un león, una bestia bruta y feroz, que de pronto regresara sobre sus pasos para arrullar a una flor que pisaron sus zarpas. Aquello le pareció ridículo. Maldijo entonces al condenado cigarro, que no acababa de quemarse, y lo mantenía atado a aquel lecho extraño. Regresar a su ensimismamiento era la única manera de soportar aquella situación.

"La mujer ideal, la mujer perfecta, la mujer escondida bajo cualquier rostro de mujer que pudiera transportarme a los cielos, una mujer única, que debía estar en alguna parte y que yo debía encontrar. Empezar a saltar de cama en cama, de sexo en sexo, en una trágica batalla contra el tiempo limitado de mi existencia, siempre buscando, siempre creyendo haber encontrado, y siempre fracasando... hasta llegar aquí. Hasta cuándo debo continuar para acabar de convencerme de que mi pretensión es un absurdo. Y si se acabaran las mujeres —se rió para sí como a quien se le ha ocurrido un desatino—, entonces continuaría con los hombres, de hombre en hombre buscando ahora no una princesa sino un príncipe azul que me eleve hasta el Infinito" —un calor peligroso entre los dedos de la mano le anunció que el lazo que lo encadenaba a ese sitio estaba terminando de quemarse y las cenizas dispersas anunciaban su liberación. ¿Todavía la deseaba? Un repentino insight en su conciencia le hacía dudar. Si su búsqueda no tendría fin, ¿era lógico seguir buscando? Si era su método irracional, ¿no debía abandonarlo? ¿Podría haber en verdad algo más allá de ese arrobamiento, de ese éxtasis providencial que lo sobrecogía en el clímax del placer? ¿Y si fuera aquello el máximo de intensidad que la vida nos puede otorgar o que podríamos soportar? Pensó que la áspera soledad en que se refugiaba era también su cárcel y su desamparo, sólo el roce de otra piel lo hacía sentirse menos solo, aunque más solo, más él mismo, pero más deseando reunirse con el otro.

Ella se había acercado a él y lo tocaba suavemente, tanteándolo, temiendo su reacción. Él expulsó de un golpe, sin detenerse a hacer anillos, la última bocanada de humo, y tiró la colilla minúscula en el suelo, adonde había ido a parar toda la ceniza. Se volvió hacia ella, tenía unas ganas inmensas de que lloraran juntos, no sabía por qué, hubiera deseado enjugarle sus lágrimas, pero ella ya no lloraba y se contuvo de hacerlo. Ella ahora lo miraba fijamente a los ojos. Él jugó a prever lo que vendría: un hermoso, y hasta dudoso, arranque de sinceridad femenina.

—Sabes, yo quería decirte algo, aunque quizás no deba, pero no me importa, sólo te pido que, por favor, no vayas a mentirme, y a decirme lo mismo sólo por lástima. Me he sentido muy bien contigo. Creo que nunca me había sentido así —dijo ella y le puso un dedo sobre los labios, con esa romántica teatralidad propia exclusivamente de las mujeres.

No por esperado a él le pareció menos halagador, sabía que no debía repetir algo similar a sus palabras aunque se sintiera tentado a hacerlo, y no por lástima sino por agradecimiento, porque empezaba a pensar que también la había pasado bien. Pero todo lo que hizo fue darle un beso corto y decirle, a modo de chiste, algo que creyó sólo él podría entender:

—Entonces encontraste a Dios —y se sonrió, de una manera transparente, sin rastros de burla ni superioridad en su mirada.

Aquello la tomó por sorpresa, pero se recuperó enseguida de su asombro, y ripostó con esa rotundamente simple pero implacablemente acertada lógica femenina.

—No estoy segura de qué quieres decirme con eso... pero no, no encontré a Dios, tampoco lo andaba buscando.



       

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