Especial: Juegos Olímpicos Beijing 2008
Hutong. Foto: DAJAdiós al hutong

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Me tiendo de espaldas sobre la cama. Me cubro los ojos con las manos ocultando que se han anegado.

El cuello era como el de una tortuga, hasta tenía el mismo color. Un cigarrillo entre los dedos y las uñas largas y oscurecidas. Me gustó pensar que, en el hutong, le conocían como “el viejo Nian Zu”, aunque su edad era indefinida, puede que haya tenido sesenta u ochenta años, daba igual. Era un hombre respetable.

Nian Zu estaba agachado en el umbral de la puerta fumando. A su lado, un niño comía arroz de un cuenco que sostenía en su regazo. El niño maniobraba los palillos como a mí me gustaría hacerlo y tenía la boca inflada de arroz; algunos granos caían de entre sus labios nuevamente al cuenco. Pensé en su nombre y lo bauticé Guang. Al pasar a su lado, estiró un brazo con el palillo y me dirigió unas palabras en chino-bebé. Le sonreí y me sonrió. Me guardé mucho de no sacarles una foto, esa manía tan nuestra de llevarnos la vida de los demás en un carrete o en un chip, de violarlos en su intimidad como a los monos en el zoo. Continué andando por la callejuela y, al girarme, observé que Nian Zu seguía en la misma postura contemplativa, consciente de que la vida transcurre y no porque corramos detrás de ella vamos a poder alcanzarla. Su sabiduría, no la letrada sino la milenaria de su raza, le permitía permanecer aparentemente impávido delante de su casa.

En el distrito de Chongwen, los restaurantes antiguos se suceden entre tiendas de ropas y de alimentación; burdeles y fotos revolucionarias de un Mao Tse-tung joven y risueño; proletarios barriendo las calles y humeantes puestos callejeros de comidas calientes.

Me incorporo en la cama y busco mi caja repleta de mapas. Encuentro el tríptico verde que me acompañó y me guió por la ciudad de Pekín. Señalo con el dedo un espacio bastante grande, una barriada típica que rodeé durante unos días hasta que decidí atravesarla, internarme en su inmensidad armoniosa entre la avenida Qianmen, arteria recta al sur de la plaza de Tian an men, y el Templo del Cielo, en el parque de Tientan. Según el telediario se trata de una zona derruida, montones de escombros como si se tratara de un bombardeo o de un terremoto. Son (eran) los hutongs, los barrios tradicionales y pobres de la capital. Dicen que por las noches entran las excavadoras y arrasan con lo que hay entre las adyacencias, que demuelen el pasado para construir un futuro acorde a las demandas y al “progreso”.

Juegos Olímpicos 2008. Pekín necesita mostrar su cara más moderna, ese rostro por el que Occidente se desvive. Los terrenos se revalorizan, las torres acristaladas de decenas de pisos crecen como hongos y los pobladores son reubicados. Todo es así de fácil y de rápido. Las autoridades chinas necesitan lavarle la cara a la ciudad (cabe decir, como han hecho todas las ciudades olímpicas anteriores) y para ello son indispensables los terrenos en el centro de la capital para poder montar las instalaciones de exigencias deportivas colosales. A la mega construida residencia imperial sólo le quedaban algunos espacios libres: los hutongs, esos sitios en los que la calma oriental me pareció palpable, donde la gente observaba pasar la vida con inteligencia milenaria, donde beber una taza de té o comer un cuenco de arroz sentados en las puertas de las casas era una ceremonia largamente practicada, como lo hacían Nian Zu y el pequeño Guang.

Las medallas que se obtienen a través de las competiciones deportivas demuestran los músculos y la salud de un pueblo. 2008 es una cita importante para la nueva China, la llama y el espíritu atenienses, después de una travesía harto complicada y publicitada por los medios.

Escribió la gran Marguerite Yourcenar, refiriéndose a la ciudad de su Adriano: “La menor restauración imprudente infligida a las piedras, la menor carretera de asfalto que invade un campo donde creció la hierba durante siglos, determina para siempre lo irreparable. La belleza se aleja; la autenticidad también”.