Especial: Juegos Olímpicos Beijing 2008
Victoria española en Galway

Victoria española en Galway

Comparte este contenido con tus amigos

Galway es una pequeña ciudad al oeste de Irlanda que no tendrá más de sesenta y cinco mil habitantes. Fundada por los normandos en el siglo XIII, la ciudad vivió días de apogeo económico siglos atrás e incluso mantuvo un activo comercio con España. Aún la llaman la ciudad de las tribus por las doce familias o “tribus” de burgueses ricos que se repartían el cotarro y gobernaban la alcaldía.

Galway es hoy es un frecuentado destino turístico. Su universidad, fundada en los años cincuenta del siglo XX, es pequeña pero muy acogedora que se abre en verano para miles de alumnos extranjeros. Abundan los americanos y los australianos, muchos descendientes de irlandeses en la diáspora. Pero no son los únicos extranjeros. También hay muchos emigrantes polacos. La colonia la completan los españoles, muy jóvenes en su mayoría. Vienen a sacarse unos euros trabajando en lo que sea mientras aprenden algo de inglés; algo que no siempre consiguen si se pasan la vida entre compatriotas dedicados al deporte nacional del levantamiento de pinta sobre barra fija.

Normalmente, los evito. Prefiero practicar mi inglés de ligón de playa con otros extranjeros que no hablen español. Pero no fue así el domingo 29 de junio. Ese domingo la selección española de fútbol jugaba la final de la Eurocopa contra Alemania en un resarcimiento tardío por tantas esperanzas frustradas en cuartos. Pero esta vez habíamos llegado a la final y una hinchada alegre se reunió en el céntrico y famoso pub King’s Head, dedicado a la cabeza cortada del rey Charles I en 1649, lúdico acto en el que participó un soldado de Galway.

En la puerta y en el interior éramos una multitud roja. La calle hervía de caras pintadas y dentro no cabía un alma. Superábamos a los alemanes en número, en jolgorio y en mala leche. Calor humano y pintas frías circulaban entre los escasos resquicios que dejábamos libres. Los polacos nos acompañaban en el empeño. Ellos no sienten simpatía alguna por los alemanes.

Cánticos, gritos, emoción. La afición se desmelenaba reclamando goles y alcohol. Y en estas llegó. El gol de Fernando Torres cayó como una bomba en medio de un poblado vietnamita. Fue el delirio. La hecatombe. Las banderas rojigualdas y la espuma turbia de las güiness volaban por encima de nuestras cabezas. La mayoría no se conocía de nada, los amigos eran de hace un par de semanas, los noviazgos durarán lo que dura el verano, pero España jugaba y jugaba bien.

Podíamos ganar, nos dijimos. Esperamos con el corazón en un puño el resultado final. Temblamos cuando los alemanes tiraban a puerta. Vimos al bravo Ballack sangrar. Dijimos “huy” en un par de ocasiones, mirábamos el reloj, nos retorcíamos las manos. Pero una vez más confiamos en que los milagros son posibles. Y ganamos. Porque a veces lo son. Y porque ya iba siendo hora.